La emancipación de los trabajadores tenía que ser obra de ellos mismos. Ésta fue una máxima de la I Internacional que aplicaron los anarcosindicalistas, también en el estado español. Durante el proceso de colectivizaciones desplegado a partir de 1936, se hizo un esfuerzo por borrar las desigualdades sociales, por ejemplo creando cajas comunes de compensación […]
La emancipación de los trabajadores tenía que ser obra de ellos mismos. Ésta fue una máxima de la I Internacional que aplicaron los anarcosindicalistas, también en el estado español. Durante el proceso de colectivizaciones desplegado a partir de 1936, se hizo un esfuerzo por borrar las desigualdades sociales, por ejemplo creando cajas comunes de compensación entre colectivos pobres y otros más favorecidos, o entre los sectores agrícolas y los dedicados a la industria y los servicios. Destaca este aspecto el historiador anarquista Frank Mintz en el libro «Anarquismo y autogestión en la España revolucionaria», que publicó Traficantes de Sueños en 2006. Pone el ejemplo de la colectividad de peluqueros de Barcelona, que financió la compra de un motor para que en Ascó (Tarragona) hubiera agua corriente. El motor se continuó utilizando después de 1939.
La periodista y antropóloga Eulàlia Comas rescata las experiencias de la Cataluña anarcosindicalista y revolucionaria en el documental «Economia Col.lectiva. L’última revolució d»Europa (1936-1939)», presentado en la biblioteca libertaria Ferrer i Guàrdia de CGT-València. No existe información estadística de total precisión ni resulta suficiente con la documentación oficial, pero entre el 70% y el 80% de las industrias y servicios en Cataluña se llegaron a colectivizar. Factorías, talleres, almacenes y grandes empresas, privadas o estatales, pasaron a ser de propiedad colectiva tras el golpe fascista del 18 de julio de 1936. «Barberías, mercados, cines y hospitales, pero también compañías como Telefónica, General Motors, CAMPSA, Construcciones Aeronáuticas SA, Aguas de Barcelona, Cervezas Damm, Transmediterránea, Transportes de Barcelona y al menos 11.000 empresas más se colectivizaron», explica la autora, guionista y montadora del documental de 66 minutos financiado por el sistema de micromecenazgo.
El punto de partida de «Economia Col.lectiva. L’última revolució d’Europa» es el gran congreso estatal celebrado por la CNT en Zaragoza, el primero de mayo de 1936. El sindicato vislumbraba los apuntes de una sociedad nueva después de la revolución y se marca ya el principal objetivo: expropiar y gestionar colectivamente las fábricas. El programa se había debatido y madurado, de ahí que, explica en el documental el historiador Agustí Guillamón, fuera posible una reacción rápida: «de un día para otro los obreros administraban la ciudad de Barcelona; los tranvías y el metro funcionaron al día siguiente, también las fábricas, intervenidas y autogestionadas». El contexto es decisivo: la derrota del alzamiento fascista en Barcelona implicaba el hundimiento del aparato estatal. El documental de Eulàlia Comas introduce una pluralidad de perspectivas. Ofrecen su testimonio obreros como Joan Ullés, tornero, colectivista y militante de la CNT en 1936: «A la vuelta al trabajo el lunes por la mañana, el patrón no vino como de costumbre; nos incautamos del taller». Le pusieron el nombre de «taller confederal» Número 1 de Terrassa. «Demostramos que sin explotadores se podía vivir en una sociedad justa».
Pero también habla el hijo de un accionista de la fábrica Almeda, Alemany i Companyia en 1936: «Había miedo». Una mujer recuerda la experiencia de las colectivizaciones, a partir de su vinculación a la Casa Bach, en Terrassa: «Todo malo, los anarquistas iban y lo arrasaban todo». El historiador Pelai Pagés apunta que algunos patronos fueron asesinados, otros encerrados en la prisión, pero en otros casos se incorporaron a las fábricas. «La mayoría de los grandes propietarios se fueron, pero no ocurrió lo mismo con los amos de las pequeñas y medianas empresas», matiza el doctor en Economía Antoni Castells. Con independencia de las palabras, dos elementos de la arquitectura urbana evidencian el cambio de época: en la antigua sede de la patronal (Foment Nacional del Treball) se instala el Comité Regional de la CNT; y el exquisito Hotel Ritz pasó a ser un comedor popular. El documental explica de manera prolija el cambio radical que se produjo en las factorías catalanas. Pronto se introdujo la autogestión obrera, horizontal, sin jerarquías y con un método de funcionamiento esencial: la asamblea, que elegía a los miembros del comité para la administración del día a día en las empresas. Los cargos se convirtieron en no remunerados y revocables. Pero más allá de la operativa, a lo que se dedicaron las nuevas colectividades fue a reparar armas, blindar vehículos y producir para la guerra, lo que incluía un incremento de la jornada laboral.
Los trabajadores al frente de las empresas trataron de racionalizar espacios y locales, producción e inversiones, en un contexto bélico (en el sector de la construcción en Barcelona se produjo una división productiva por barrios). «Siempre intentábamos mejorar la calidad del trabajo, y con menos dinero y esfuerzo hacer más cosas», explica Joan Mariné, trabajador de los espacios públicos socializados de Barcelona. Por ejemplo, prolongando los decorados en una parte de la calle. Impregnaba el proceso revolucionario un fuerte impulso moral (de solidaridad y no acumulación), aunque en algunas empresas autogestionadas por trabajadores pervivieran los valores del pasado. La CNT advertía, ante estas situaciones, que no se trataba de crear «una nueva categoría de propietarios». El objetivo era coordinar las colectividades y trascenderlas para forjar una economía socializada.
El documental de Eulàlia Comas explica en detalle, con imágenes de época y testimonios, el meollo de la Cataluña revolucionaria. Se cuenta cómo la CNT no logró socializar las entidades financieras, cuyos trabajadores optaron por la UGT, incluso por sus sectores más moderados de este sindicato. Tampoco se socializaron las compañías de seguros. Otra limitación residía en que una parte significativa de la pequeña burguesía, técnicos y funcionarios se oponían a Franco, pero también rechazaron las colectivizaciones. Estaban más próximos a ERC o al PSUC. Ahora bien, se registraron hitos como la colectivización de empresas adscritas a grandes corporaciones extranjeras: Telefónica, filial de ITT, quedó bajo el control obrero. En la compañía eléctrica la «Canadiense», la dirección amenazó a los técnicos extranjeros con incluirlos en las «listas negras» internacionales si colaboraban con la Revolución. Casi todos abandonaron. La idea era provocar un colapso energético. Pero lo que sucedió en la Cataluña de 1936 fue un salto adelante, categórico y radical, que rompía con el viejo orden capitalista. Se decidió que los intermediarios no eran necesarios porque hacían más caro el comercio (las colectividades agrarias del Prat del Llobregat vendían directamente sus productos); se dio un afán muy notable por la innovación y la experimentación, con nuevas materias primas y fuentes de energía (casos de sustitución del algodón por el cáñamo en el textil o la fabricación de bombas por la acumulación de aprendizajes).
Nuevas escuelas, piscinas, bibliotecas científicas en fábricas, salas de lectura, escuelas técnicas de aprendizaje, de oficios o para hijos de obreros; también centros educativos para la formación cultural de las mujeres (castigadas por tasas muy elevadas de analfabetismo). Fueron logros del impulso revolucionario. En medio de una guerra feroz, las oleadas de refugiados que llegaban a Barcelona, las dificultades para obtener materias primas y de acceso a los mercados, los testimonios del documental coinciden en que el trabajo disponible se tenía que repartir. En la industria textil de Badalona se introdujo la jornada laboral de 32 horas semanales. Además, la CNT defendía la igualdad salarial como norma (ganaban la misma cantidad la vedete y la taquillera del Teatro Apolo de Barcelona). En algunas empresas se establece el salario familiar, con el que se atenúan las diferencias que pudieran darse por el número de vástagos. Los obreros pasan a contar con servicios de asistencia médica, que difieren según la empresa, y cobran el jornal íntegro en caso de enfermedad. Por otro lado, se abarata el precio del transporte, se dispone una tarifa única para el suministro de agua y Telefónica instala nuevas líneas en hospitales o sindicatos.
Pero la revolución comienza a institucionalizarse. La Generalitat de Catalunya promulga el 24 de octubre de 1936 el Decreto de colectivizaciones y control obrero, cuando las tomas colectivas (en su mayor parte) ya se habían realizado. El historiador Agustí Guillamón señala como hito del reflujo el decreto de militarización de las milicias populares y de movilización. «Éste es el primer ataque de la contrarrevolución, en el que también participa un sector de la CNT». La llama de la agitación en el sindicato la conserva Durruti, de cuyo entierro multitudinario en Barcelona el documental ofrece imágenes. Al gran crecimiento de otros partidos de izquierda, como el PSUC, se agrega, según Pelai Pagés, «el boicot que promueve el gobierno de la II República». Y sobre todo, los «hechos de mayo» de 1937, que con el foco en la sede barcelonesa de Telefónica (colectivizada por la CNT el 19 de julio de 1936), dan lugar a una batalla cruenta por toda la ciudad. Se distinguen netamente dos bandos: la CNT y el POUM, y por otro lado la Generalitat de Catalunya, ERC y el PSUC. Además, los líderes y ministros de la CNT llamaron a la desmovilización. «Los hechos de mayo supusieron la derrota armada de la Revolución que necesitaban los contrarrevolucionarios», afirma Guillamón. Pero echando la mirada atrás, concluye Pelai Pagés, «si los obreros no hubieran colectivizado las empresas, se habría producido un caos absoluto en la economía».
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