Traducido para Rebelión por Loles Oliván
Cuando se le preguntó al ministro de Asuntos Exteriores israelí si su discurso en la Asamblea General de Naciones Unidas (del 28 de septiembre pasado) expresaba la posición de su gobierno o la de la plataforma de su partido político, Avigdor Lieberman contestó: «El discurso ha expresado la verdad». El primer ministro Binyamin Netanyahu no opuso objeción alguna a su contenido, limitándose a declarar, a través de su oficina, que el discurso no había sido coordinado con él. Lieberman afirmó que un acuerdo de paz entre Israel y los palestinos «sólo se alcanzará de aquí a unas décadas». No hay razón para pensar que Netanyahu opine algo distinto. Lieberman expresa el espíritu dominante del gobierno de Israel, y su discurso expuso un hecho por todos conocido: él es el propio cemento que blinda la coalición de Netanyahu.
Lieberman no cayó en el edificio de la ONU en paracaídas desde los cielos de Nueva York. Lo envió el primer ministro, quien en apariencia prefirió no saber qué iba a decir. Su aparición en la Asamblea General apuntaba a un «favor» a Netanyahu, quien prefirió no hablar allí dada la presión internacional a la que está sometido para que mantenga la congelación de los asentamientos. La negativa de Netanyahu a ceder en este punto demuestra que no cree que la paz sea posible. La voz es la de Lieberman pero las manos son las de Netanyahu. La construcción se reanudó en la fecha prevista, el 26 de septiembre, después de una moratoria de diez meses, y con una petición de Netanyahu a los colonos para que dieran a las celebraciones un perfil bajo.
El discurso de Lieberman prepara el terreno para las excusas que Israel pondrá cuando fracasen las conversaciones: el resto del mundo no es realista, los árabes no están preparados para la paz, los conflictos en Iraq, Afganistán, Yemen, Irán, Líbano e incluso entre las facciones palestinas, no se deben a Israel. Desde hace años el ala derecha de Israel viene declarando que sólo cuando esos conflictos hayan terminado, y sólo cuando la paz se asiente sobre el resto de nuestra región, estará justificado que el resto del mundo exija a Israel llegar a un acuerdo con los palestinos. Y dado que las soluciones a esos otros conflictos llevarán varias décadas por lo menos, la paz en nuestra parte de Oriente Próximo no es una opción de momento. No tiene sentido, por lo tanto, exigir una congelación de los asentamientos.
La negativa israelí de mantener la congelación se basa en la afirmación cierta de que desde la firma de los Acuerdos de Oslo, las negociaciones con los palestinos siempre han tenido lugar a la vez que la construcción. La Autoridad Palestina (AP) nunca antes ha condicionado las conversaciones a la congelación porque sabe que tal exigencia supondría un inconveniente para iniciarlas. La moratoria de diez meses de Netanyahu ha sido una anomalía, una respuesta a la presión estadounidense.
Mientras que la disputa sobre la congelación rezuma lentamente, los asentamientos interrumpen la contigüidad del posible Estado palestino. En efecto, lo que Washington pide a Israel es un compromiso concreto. Los estadounidenses quieren un compromiso de Netanyahu para que llegue a un acuerdo sobre las fronteras en un plazo de tres meses. ¿Cuánto se puede construir en tres meses después de todo? ¿Y quién va a construir en zonas cuya soberanía se prevé que sea palestina? La negativa de Netanyahu a continuar la congelación está conectada, entonces, a la decisión de su gobierno de no comprometerse con un calendario sobre fronteras.
Cuando el ministro de Asuntos Exteriores israelí niega cualquier posibilidad de llegar a un acuerdo de paz, es justo asumir que sabe que cuenta con respaldo, y no sólo de Netanyahu. De hecho el ministro de Defensa, Ehud Barak, que era primer ministro en Camp David en julio de 2000, fue el primero que dejó caer la idea de que «no hay socio». La entrada del partido Laborista en la coalición de derechas de Netanyahu no fue sólo el resultado de la ambición de Barak por convertirse en ministro de Defensa a cualquier precio, sino que estuvo basada en el concepto de que «no hay nadie con quien hablar».
La dirigente de la oposición, Tzipi Livni, no es muy diferente. Durante su etapa como ministra de Asuntos Exteriores en el gobierno de Olmert trabajó por un acuerdo meramente para dejarlo «colgado en el estante» hasta que se impusiera la realidad, porque los palestinos, pensaba, no estaban preparados para un Estado. El autogobierno sólo podría ser operativo dentro de unas décadas (usando la expresión de Lieberman).
La tendencia dominante del gobierno actual de Israel encuentra su mejor expresión en las siguientes palabras del discurso de Lieberman: «[…] El acuerdo final entre Israel y los palestinos debe basarse en el intercambio de territorios y poblaciones. Ello no significa un acuerdo para trasladar población sino el establecimiento de fronteras que reflejen mejor la realidad demográfica». Según este plan, Umm al-Fahim pasará a formar parte del Estado palestino, y a cambio, Israel recibirá las zonas de Cisjordania que están pobladas por judíos. Dado que el acuerdo tendrá efecto sólo después de varias décadas, la construcción en los asentamientos se extenderá mientras tanto, ocupando lo que quede de Cisjordania. En Umm al-Fahim, por el contrario, como en todas las áreas destinadas al intercambio, no habrá inversión o desarrollo alguno, porque en cualquier caso, está previsto que se conviertan en parte de Palestina.
No citaríamos los delirios visionarios de Lieberman si creyésemos que está totalmente fuera de la realidad. Lamentablemente, representa la realidad. Cuando habla de transferir territorios con población, basa sus palabras en la realidad existente que viven los ciudadanos árabes de Israel. La discriminación que se les inflige, la hostilidad, el abandono en todos los ámbitos -desde la educación primaria a la falta de desarrollo industrial- y la ausencia absoluta de vida cultural, crean un suelo fértil para los racistas como Lieberman. A Jaim Herzog, representante de Israel ante Naciones Unidas en 1975, se le recuerda por haberse puesto en pie en el podio de la Asamblea General levantando una resolución de la ONU que equipara el sionismo al racismo, y haber roto el papel en pedazos. Hoy, 35 años más tarde, Lieberman se sitúa en el podio y, en nombre del Estado de Israel, declara el deseo que tiene su país de librarse de sus ciudadanos árabes.
La «verdad» de Lieberman viene a demostrar que la razón de que se mantenga el conflicto actual no es el rechazo palestino a aceptar el Estado judío, sino la negativa de Israel a aceptar la existencia de un pueblo palestino y su derecho a un Estado propio. Dos intifadas y varias guerras han obligado a la opinión pública israelí y a sus principales partidos políticos a renunciar a la visión del Gran Israel. Netanyahu, en su discurso de Bar Ilan, se declaró a favor de una solución de dos Estados, pero sus palabras se han quedado en agua de borrajas: ni él ni ningún otro líder israelí está dispuesto a soportar las consecuencias de esa idea, a saber, ordenar a los colonos que abandonen sus casas y sus sueños.
Tanto Lieberman como Netanyahu se engañan si piensan que cuentan con «varias décadas» para hacer comulgar al mundo con ruedas de molino. Entre el Estado de Israel más los territorios que ocupa, el equilibrio demográfico ya está próximo al 50-50. En unas décadas, (por mencionar sólo uno de los muchos escenarios), los árabes serán ya una mayoría neta, e Israel en tanto que Estado judío, perderá cualquier reclamación de ser una democracia. ¿Tolerarán los países la situación de respaldar un Estado judío a cualquier precio? En Israel, ¿irán los jóvenes a la guerra?, ¿estarán sus padres dispuestos a enviarlos a la guerra en aras de defender el apartheid? Tal es la herencia que lega Lieberman a las generaciones venideras. Tal es el significado de su «verdad».
Fuente: http://www.challenge-mag.com/