Soy israelí. Lo soy por elección, porque un día decidí que quería construir mi vida aquí, en este país. No me arrepiento, y volvería a tomar la misma decisión si tuviera nuevamente 20 años. Precisamente por eso, a la par del orgullo de vivir en un país envidiable en muchos aspectos, llevo la vergüenza encima […]
Soy israelí. Lo soy por elección, porque un día decidí que quería construir mi vida aquí, en este país. No me arrepiento, y volvería a tomar la misma decisión si tuviera nuevamente 20 años. Precisamente por eso, a la par del orgullo de vivir en un país envidiable en muchos aspectos, llevo la vergüenza encima como un lastre, siempre. Está ahí, agachada, esperando que la mire cuando recuerdo cómo tratamos cotidianamente a los palestinos, o emboscándome, cuando veo lo que hacemos con toda persona quien por su origen o religión no pertenezca a la casta de los privilegiados.
Hay momentos, como en las últimas semanas, en las que nos dedicamos sistemáticamente a destruir a un país indefenso, (sin importarnos, por supuesto, el precio que ellos pagan, e importándonos muy poco el que nosotros mismos pagamos), en que la vergüenza pasa a ser algo cotidiano y palpable, con la que me levanto y me acuesto todos los días.
Y hay días como hoy, en los que masacramos, desde el aire y quirúrgicamente, a decenas de civiles en Kfar Kana (quienes se suman otros cientos de libaneses desde el principio de las operaciones), en que la vergüenza me pesa en los hombros, y no me deja caminar.
Un pueblo duro de cerviz, dice en la biblia. Pareciera que vivimos empecinados en no aprender nada. Los terroristas palestinos nos obligaron a vivir con temor durante largos meses, en el punto más álgido de la ola de atentados suicidas. Los aplastamos brutalmente, reproduciendo todas las condiciones para que una nueva generación de condenados nos odie tanto como para inmolarse junto a nosotros (en nuestro idioma eso se llama «guerra contra el terrorismo» y «cerco de separación»). Durante 18 años mantuvimos al sur del Líbano bajo nuestra férrea bota militar. Los milicianos de Hezbolá que combaten hoy al ejército israelí son los hijos de quienes la sufrieron. Hoy, con nuestras desproporcionadas reacciones a lo largo y a lo ancho del Líbano, nos estamos asegurando una larga temporada de hostilidades en nuestra frontera norte. En unos cuantos años nos rasgaremos nuevamente las vestiduras cuando alguien nos provoque desde el Líbano, ya que nosotros «nunca les hicimos nada».
Democracia, me enseñaron en la escuela primaria, es el gobierno del pueblo, para el pueblo y por el pueblo. En nuestra zona, democracia es el gobierno que le agrada a Israel (y a nuestro patrón, el hacendado Bush). Si los palestinos se atreven a elegir al partido incorrecto, los sometemos a bloqueo y los hambreamos, ya que no entienden lo que significa la bendita palabra. Si se atreven a golpearnos, secuestrando a un soldado, arrasamos con sus pueblos, los matamos de a decenas y conspiramos abiertamente en contra del gobierno legítimamente elegido. En el Líbano, nuestro objetivo es borrar del mapa a un gran sector social y político (en nuestro idioma, «cambiar la realidad»). En este caso, la población chiita no comprende que para ser democrático hay que elegir un representante blanco, que sepa hablar inglés y ame a McDonald’s y Chevron. Y los muy ignorantes se empecinan en conservar sus costumbres y religión, extremizándose cada vez más a medida que se intenta occidentalizarlos a la fuerza. Por suerte estamos nosotros, quienes por medio de tanques, aviones, y buena voluntad, tratamos de explicarles como se hace para entrar en el mundo libre.
A tres quilómetros de mi casa hay una base de misiles. A diez quilómetros hay una base de entrenamiento de reclutas, que queda pegada a Pardes Hana, una ciudad mediana. Al lado de Safed (una de las ciudades mas bombardeadas por Hezbolá) está la base central del comando norte del ejjército. Los cañones del ejercito israelí disparan desde posiciones ubicadas entre poblaciones en el norte del país. El estado mayor conjunto está ubicado en pleno centro de Tel Aviv. Pero son los milicianos de Hezbolá los únicos cínicos que cobardemente se escudan entre civiles para perpetrar sus atropellos.
Del mismo modo, muchos civiles israelíes se convierten en soldados como por arte de magia, cuando son reclutados en el servicio de reserva. Cuando el mismo truco ocurre del otro lado de la frontera, se trata de terroristas que se aprovechan de la benevolencia humanista israelí, para ocultarse entre sus escudos humanos.
Nuestra dirigencia político-militar no comete sus barbaridades por su cuenta: lo hacen en mi nombre. Ante cada operación militar, conquista de un poblado, bombardeo o asesinato, me invocan impunemente: el país lo exige, la retaguardia es fuerte, la población pide que terminen la tarea. Les grito en cada manifestación en contra de esta guerra criminal que no lo hagan en mi nombre, que nunca los autoricé a arrasar un país vecino solo para demostrar nuestra virilidad y que nadie nos va a mojar la oreja. Pero somos unos pocos miles gritando consignas: a la gran mayoría de gente no le importa (en el mejor de los casos) o apoya abiertamente la masacre.
¿Qué otra cosa se puede esperar en un país que vive fantaseando durante décadas con que puede ser el matón del barrio, hacer lo que le plazca a cualquiera de los vecinos, y todo eso pagando precios irrisorios?
Aquí en Israel, es obligatorio ser equilibrado: no se puede criticar al gobierno sin un «pero» que explique cuán malvados son nuestros enemigos y cuánto sufrimos nosotros.
Así que aquí va: no me simpatiza el fanatismo religioso de Hamas, ni el de Hezbolá. Ambos son movimientos sociales y políticos contrarios a cualquier valor que se me ocurriría esgrimir. Ambos utilizan métodos terroristas injustificables en sus luchas, a veces justas, a veces no. Si fuera palestino o chiita libanés seguramente viviría exiliado, ya que considero imposible vivir bajo regímenes como el del Hamas. Pero como dije al principio, soy israelí. Eso quiere decir, que mi posibilidad de influir sobre Palestina o el Líbano es muy limitada. Mi marco de referencia, mi posibilidad de influir sobre lo que ocurre, esta aquí, en Israel.
Mis representantes son, lamentablemente, un corrupto con aires de grandeza como Olmert y un ex-luchador social devenido en criminal de guerra como Peretz, ambos guiados por un militar fascio-guerrerista como Halutz. A ellos tengo que pedirles cuentas, no a Hezbolá. Son ellos los que mantienen a un millón de ciudadanos israelíes en los refugios durante semanas. Son ellos los que destrozan al Líbano día a día en una furia macho-militarista sin límites. Son ellos los que al fin de la guerra van a liberar a miles de prisioneros en canje por nuestros tres soldados, cuando lo podrían haber hecho el primer día sin derramar ríos de sangre. Son ellos los que espero, como ciudadano israelí preocupado por su futuro y por el de sus hijos, que sean juzgados un día en el tribunal internacional para crímenes de guerra de La Haya.
Dani Broitman nació en Rosario (Argentina) pero es israelí por adopción. Hace casi dos décadas se instaló en el Kibutz Magal, detrás de un ideal. Desde un primer momento cuestionó la política israelí respecto a los territorios ocupados en Gaza y Cisjordania y se rehusó una y otra vez a participar, como miembro del ejército, de las maniobras militares en esos lugares. Cada una de las negativas le valieron la prisión junto a otros objetores de conciencia, en algunos casos por casi 40 días. Aunque ya fue desafectado como reservista, él sigue participando de las manifestaciones pacifistas. Aquí se reproduce una carta que envió a lavaca minutos después del bombardeo a Qana, donde murieron 60 refugiados, 37 de ellos niños.