Los dictadores del siglo XX no se resistieron a asociar su imagen a una urna. Pero la democracia requiere además otros elementos, como el respeto a las leyes, la utilización no partidista de las instituciones o la libertad de expresión
Quizás ningún símbolo ha encarnado de manera tan precisa la democracia como una urna electoral. De hecho, las imágenes más icónicas de los procesos de transición, o de la obtención por parte de un grupo social de un nuevo estatus, suelen estar asociadas a urnas llenas de papeletas. Los partidarios de la independencia de Cataluña, por ejemplo, son muy conscientes de ello y han sabido construir una narración simbólica muy potente alrededor de las urnas. Posiblemente por eso resultan tan chocantes, y a la vez magnéticas, las imágenes que nos presentan a dictadores votando. De hecho, en la serie documental España después de la guerra: el franquismo en color emitida por la cadena de televisión DMx pudimos ver en HD y a todo color cómo Francisco Franco y su esposa, Carmen Polo, depositaban sus papeletas en una urna del colegio electoral de El Pardo en el referéndum de 1947 para aprobar la Ley de Sucesión. No menos icónicas y conocidas son las fotos que nos muestran a un Hitler exultante votando en la Anhalter Bahnhof de Berlín para, imaginamos, dar su apoyo al sí en el referéndum de anexión de Austria al III Reich, que se celebró en 1938. Igualmente impactante resulta ver a un envejecido Antonio Oliveira Salazar entregar su papeleta a uno de los miembros de la mesa electoral durante los comicios para elegir al presidente de la República que se celebraron en Portugal en 1958. A Mussolini no fue tan fácil captarle votando, pero muchos habrán visto la mítica imagen del Palazio Braschi de Roma, entre la Piazza Navona y el Corso Vittorio Emanuele II, completamente empapelado de papeletas con el sí y en el centro, la cara del Duce, animando a los italianos a votar a favor de la lista única de 400 nombres para formar el Gran Consiglio del Fascismo en 1934.
A pesar de lo contradictorio que pueda resultar, los dictadores del siglo XX rara vez se han resistido a la posibilidad de asociar su imagen a una urna, a identificar su régimen con una voluntad mayoritaria de la población. Esa es la razón por la que el referéndum o las listas únicas han sido sus herramientas favoritas. Instrumentos sencillos de controlar y muy efectivos a la hora de vincular al líder carismático, o a los situados por él en una lista, con la voluntad del pueblo. Son muy conocidas las imágenes de los españoles que acudieron a votar sí a la Ley de Sucesión en junio de 1947 con las cartillas de racionamiento en la mano para que se las sellasen después de depositar su voto en la urna. Menos conocidas son, sin embargo, las maniobras orquestadas por el partido único del régimen, FET-JONS, para eliminar de los censos electorales a quienes consideraban potenciales enemigos del régimen, o la machacona publicidad que todos los medios, concertados y sin concertar, realizaban durante semanas para identificar el “sí” con el futuro y la prosperidad y el “no” con el desorden, la violencia y la muerte.
Así pues, Ortega Smith no mentía. El régimen de Franco organizó elecciones, es cierto, muchas, a decir verdad. Además del citado referéndum de 1947 y del incluso más conocido de diciembre de 1966 para aprobar la Ley Orgánica del Estado, los españoles fueron convocados nueve veces, entre 1948 y 1973, para elegir a los concejales familiares en los ayuntamientos y dos veces, en 1967 y 1971, para votar a los procuradores familiares en las Cortes. En estos casos, el cambio de contexto histórico, tras la derrota del ejército nazi en mayo de 1945, tuvo un papel insoslayable. A partir de esa fecha, ningún régimen político que quisiese ser considerado en el ámbito internacional podía evitar la celebración regular de comicios. Por ello, además de los referéndums, el franquismo empezó a convocar regularmente a sus súbditos con la intención de poner de manifiesto no solo la conexión entre su líder y el pueblo, sino también la relativa frecuencia con la que los españoles podían elegir a algunos de sus representantes. El Estado Novo portugués se vio en la misma disyuntiva, por lo que los portugueses fueron frecuentemente llamados a depositar su voto para elegir a sus representantes en la Asamblea Nacional y, hasta 1958, cuando el candidato del régimen estuvo cerca de ser derrotado, también al presidente de la República. Las cosas no fueron muy distintas en la República Democrática Alemana, en Polonia, en Hungría, en Bulgaria, en Rumanía, en Yugoslavia o en la mismísima Unión Soviética. Un rápido vistazo al día a día político de todos esos regímenes revela de inmediato la gran cantidad de procesos electorales que se celebraron en ellos de manera regular a partir de 1946.
Ahora bien, ¿pueden esos comicios asimilarse a aquéllos en los que estamos acostumbrados a participar nosotros? La respuesta es no. A nivel general, es difícil encontrar una mejor descripción de cómo eran aquellas elecciones que la realizada por Walter Ulbricht, primer secretario del Partido Socialista Alemán Unificado, cuando al albur de las primeras elecciones regionales que se celebraron en la zona de ocupación soviética en 1946 afirmó: “Deben parecer democráticas, pero tenemos que controlarlo todo”. En la España de Franco ocurrió exactamente lo mismo. Todas las etapas que conformaban el proceso electoral fueron controladas por el régimen a través de los gobernadores civiles, dependientes del Ministerio de la Gobernación, y las delegaciones provinciales de FET-JONS: desde la elaboración de los censos, a la selección de los candidatos, pasando por las campañas –autorizadas desde 1967–, la composición de las mesas electorales y el recuento de las papeletas. Por si eso fuese poco, el número de votantes sobre los que se ejercieron todos esos controles era mucho más limitado que el de los que votan en elecciones organizadas por democracias liberales ya que solo podían votar los cabezas de familia, es decir, los sustentadores económicos de un hogar y, a partir de 1966, las mujeres casadas. Es verdad que en los referéndums, mucho más reducidos en número y mucho más dirigidos a lograr una imagen interna y externa de apoyo social, se utilizó el sufragio universal masculino y femenino.
¿Y si todos estos cortafuegos fallaban? Eso era altamente improbable. De hecho, a lo largo de todos los años dedicados a investigar estas votaciones he podido encontrar muy pocos ejemplos en los que un “enemigo” del régimen lograse ser elegido. Uno de ellos fue Enrique Cucalón Tejero, un antiguo simpatizante del Frente Popular que resultó elegido concejal de representación familiar en Zaragoza en las elecciones municipales de 1954, siendo cesado de inmediato de su cargo por el Ministerio de la Gobernación una vez que fueron conscientes de sus antecedentes. Otro ejemplo, quizás más conocido es el de Fernando Rodríguez Ocaña, el presidente de la asociación de vecinos del barcelonés barrio de Trinitat Nova. Este simpatizante del Partido Comunista logró hacerse con la concejalía de representación familiar del distrito de Nou Barris en las elecciones de 1973. Sin embargo, nunca tomó posesión de su cargo ya que la Junta Electoral, a instancias del gobernador civil, impugnó su elección arguyendo que no había presentado las cuentas de su campaña en el plazo correcto. Con todo, tanto el franquismo como el resto de dictaduras aludidas tenían una última empalizada que las protegía de posibles desgracias inesperadas. Ninguna de las elecciones que organizaron dieron acceso a cargos de poder ejecutivo. Dicho de otro modo, en los ayuntamientos mandaban los alcaldes y las Cortes no tenían poder legislativo.
El carácter completamente antidemocrático de aquellas elecciones no debería llevar a relegarlas al cajón de los hechos históricos absurdos, intrascendentes y a los que se mira con la soberbia a la que a veces invita la retrospectiva. Los mecanismos electorales permitieron a las dictaduras del siglo XX lavar su imagen, crear cuadros dirigentes y consolidar las coaliciones políticas que las soportaban. Una mirada atenta a las mismas permite traer del pasado una enseñanza fundamental para nuestro presente. Las elecciones son mecanismos políticos que no garantizan por si solos las libertades de las que hoy gozamos. La democracia, además de elecciones, requiere de la existencia de otros elementos igual de fundamentales como el respeto a las leyes, la utilización no partidista y honesta de las instituciones, la defensa de la libertad de expresión de todos y cada uno de los integrantes de la comunidad política y su aceptación como iguales, así como la ausencia de cualquier tipo de violencia física o verbal. Sin todo eso, las elecciones sirven de bastante poco. Al recordárnoslo de manera involuntaria, Ortega Smith quizás nos haya hecho un favor.
Carlos Domper Lasús es investigador postdoctoral “Juan de la Cierva” en el Departamento de Historia de la Universidad de Zaragoza. Doctor Europeo en Historia Política Comparada por la Libera Universitá Internazionale degli Studi Sociali de Roma. Autor del libro Dictatorship and the electoral vote. Francoism and the Portuguese New State in comparative perspective, 1945-1975, Brighton/Chicago/Toronto, Sussex Academic Press, 2020.