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Las llaves del pasado

Fuentes: La Jornada

Una máscara con la foto de Condoleezza Rice -quien ayer visitó Israel- cuelga de un alambre de púas mientras soldados arrastran a un participante en una manifestación contra la construcción del muro de separación, ayer en Belén FOTO Ap En 1948, 750 mil palestinos huyeron de sus casas para no volver. Uno de ellos, Mahmoud […]

Una máscara con la foto de Condoleezza Rice -quien ayer visitó Israel- cuelga de un alambre de púas mientras soldados arrastran a un participante en una manifestación contra la construcción del muro de separación, ayer en Belén FOTO Ap

En 1948, 750 mil palestinos huyeron de sus casas para no volver. Uno de ellos, Mahmoud Dakwar, ha hecho su misión preservar la memoria de esta sociedad desaparecida y ponerla a disposición de sus descendientes

Matchouk, sur de libano. Hay billetes de una libra impresos en inglés, árabe y hebreo, monedas de una piastra, escrituras de tierras otomanas, declaraciones de impuestos dirigidas al mandato británico, arados y azadones, y hasta una chapa de la prisión de Acre, con fecha de 1918. Es todo un cuarto lleno de artefactos de una tierra perdida llamada Palestina. Mahmoud Dakwar defiende cada fotografía de la vieja Jerusalén, cada delicado collar azul, cada cuenta de collar y cada mapa con la preocupación de un usurero. Esta es la deuda perdida de Palestina y los últimos vestigios de una sociedad desaparecida. De algún lado saca dos resplandecientes y bruñidos trozos de metal y va con ellos afuera para verlos a la luz del sol.

Los levanta. Las llaves de Palestina; una de color oro, la otra de un negro siniestro. Alguien usó la llave dorada para cerrar su puerta principal en Safad, en 1948. Alguien más utilizó la llave negra para cerrar su hogar en Nazareth, ese mismo año. Y, por supuesto, se volvieron refugiados, llevándose estas llaves con la esperanza de regresar a casa.

Las chapas se cambiaron, las viviendas probablemente fueron destruidas. La nakba, la catástrofe, hizo que 750 mil personas huyeran de sus tierras. Algunas viven en casuchas a lo largo del camino hacia el campamento de Baas, en Tiro. A unos cuantos kilómetros del museo se puede ver la frontera de lo que era Palestina y ahora es Israel.

Este es el primer, y por lo pronto, el único Museo de Palestina, y su fundador, curador y celoso guardián es Dakwar, de 68 años, maestro de escuela que hace más de 10 años se percató de que nadie, ni la Organización para la Liberación de Palestina, ni ninguno de los habitantes de los asfixiantes campamentos de refugiados, ni siquiera alguna de las sagradas oficinas que afirman representar a la cultura palestina, había abierto un museo para mostrar a los palestinos, a sus hijos y a sus nietos, lo que perdieron en 1948, y a lo que pueden aspirar si algún día regresan.

Hay 8 mil volúmenes en la biblioteca del museo, muchos de ellos provenientes de la colección de Dakwar, y éstos incluyen mil 500 libros sobre Palestina y mil sobre Líbano. Hay muchos más sobre el islamismo, el judaísmo y el cristianismo.

Un soplo de aire acondicionado se mueve por ese salón administrado por el Comité Palestino para la Cultura y el Patrimonio. Dakwar usó 140 mil dólares de su bolsillo para construir su museo, un tributo a la generosidad de un hombre que cree que la historia tiene más valor que el dinero.

La joyería es exquisita; los collares son la memoria de una sociedad agrícola. Es impactante darse cuenta de lo rural que era Palestina, la forma en que animales, maíz, dátiles y aceitunas eran el centro de su industria cuando los británicos entraron marchando a Jerusalén y «liberaron» la ciudad del imperio Otomano.

Dakwar ha dibujado un mapa de su propia aldea, en las afueras de Safad. «Este bloque marcado con el número 2 es mi hogar, y aquí -su dedo se mueve cuidadosamente para señalar los alrededores- estaban nuestros campos y huertos».

Hay pilas de actas de nacimiento, pases para la Fuerza Policial Palestina, escrituras sobre tierras, todos genuinos y todos sin valor, al igual que los peritajes de valuación.

También hay una licencia para cultivar tabaco en un acre, recibos con 10 por ciento desglosado y destinado al pago de impuestos, un cheque emitido por el Banco Agrícola Otomano y un permiso de construcción que perteneció a un difunto tío de Dakwar.

También hay historias, desde luego. Dakwar tenía 11 años cuando la nakba lo avasalló, y su historia de terror, huída y pérdida debe ser contada en sus propias palabras.

«Recuerdo los minutos de mi vida en ese tiempo. ¿Me entiende? Recuerdo los minutos, cada segundo. Tenemos el deber de recordarlo siempre. Esta es nuestra historia.»

Su narración comienza, como tantas otras, el otoño de 1948, el 29 de octubre, para ser exactos, cuando salió de la escuela por última vez y se preparó para dejar Palestina.

«Tomé dos clases en mi escuela en Qaditha. La aldea vecina, Ein Zeitoun (que significa ‘manantial de los olivos’), ya había caído en manos de los israelíes.

«En nuestro pueblo había algunos combatientes voluntarios sirios. Estábamos muy cerca de una colonia judía. Por la tarde, fui con mis padres a la parte de nuestra propiedad que no podía ser vista por la gente de esa colonia. Algunas casas de nuestro pueblo habían sido destruidas. Yo tenía mucho miedo. Mis padres fueron a nuestros olivares para recoger aceitunas. Era época de cosecha. Antes de la puesta del sol, acompañé a mi abuela a nuestros huertos, teníamos muchos, y luego salimos hacia la aldea de Jesqalah.»

Dakwar hace una pausa y levanta su mano derecha, extendida, por encima de su cabeza. «Había aviones tirando bombas sobre tres propiedades de nuestro vecindario. Yo no podía ver dónde estaban mis padres, y lloré.

«Había una señora cristiana que le rogaba a Dios que nos salvara. Nos escondimos detrás de un muro. Yo preguntaba una y otra vez dónde estaban mis padres. Oí que algunos de mis compañeros de escuela habían muerto por las bombas.

«Después de un rato, llegó mi padre, Youssef, y nos dijo que una bomba había caído cerca de él. Mis padres tenían un burro para cargar las aceitunas. Le pregunté si mi madre había muerto. Me respondió que estaba con otras mujeres en un valle, detrás de la aldea.

«Escuchamos llanto que venía de los huertos grandes, cerca de la iglesia. Mucha gente había muerto, algunos fueron decapitados por los trozos de metralla.

«Oímos fuego de artillería y salimos de la aldea hacia el valle; a pie, por supuesto. Luego empezaron a caer bombas sobre el valle y cambiamos de rumbo para caminar hacia el norte, en dirección a la frontera libanesa, adonde llegamos el amanecer del 30 de octubre.

«Llegamos a aldea de Yaroun, y luego fuimos a Bin Jbeil. Encontramos a muchos palestinos sentados debajo de los árboles. Me encontré a un compañero de la escuela, cubierto de sangre, y le pregunté: ‘¿Qué te pasó?’ Me dijo que a su madre le cortó la cabeza una bomba que cayó de un avión. Su hermano, que en ese momento estaba en brazos de su madre, murió también. Su hermana quedó herida.»

Después de dos noches de caminar bajo los árboles de Bint Jbeil, Youssef y Latifa Dakwar llevaron a Mahmoud, a su hermano menor y a su hermana mayor a la localidad chiíta de Jouaya. «Viajamos en un camión con mi familia esa noche. Luego dormimos bajo unas higueras, en Jouaya.

«No conocíamos a nadie. Nos quedamos un día completo bajo esos árboles. No teníamos amigos ni parientes, pero los libaneses fueron muy amables y generosos con nosotros. Nos prepararon comida y pan. Ahora éramos refugiados. Teníamos tierras y huertos y un hogar en Palestina, pero ahora no teníamos techo, ni alimento. Nada.»

Dakwar narra su vida como una cronología. Trabajó para la Agencia de Trabajo Humanitario de Naciones Unidas durante 44 años, de los 16 a los 60 años, como maestro y director escolar en el campamento de refugiados de Bourj Shemali, en el sur de Líbano.

«Traté de enriquecer la biblioteca escolar con mi propia colección», afirma. «Compraba libros siempre que iba a Siria, a Egipto, libros en árabe, literatura árabe. Puse mi biblioteca a disposición de maestros, alumnos y de cualquiera que tuviera interés, palestinos o libaneses. En 1989 visité un museo en Damasco y quedé asombrado de que en él no había nada que representara a Palestina.

«Así que cuando volví a Líbano, visité a otros profesores de la escuela en que trabajaba y les dije que abriría una exposición sobre Palestina antes de 1948, en 1990.

«Llenamos cinco salones de clase con objetos de Palestina y los mostramos a todos los alumnos. ‘Esto era Palestina’, les dije. Todos estaban estupefactos. Lamento decir que perdimos algunos de esos objetos. Pero entonces decidí construir el Museo de Palestina fuera de Palestina.»

Dakwar estableció un comité -esa institución tan amada en todo el mundo árabe- formado por hombres y mujeres sin asociaciones políticas. «Puse toda mi biblioteca a su disposición, para que sirviera como biblioteca pública. Fui a otros campamentos de refugiados, a Europa y Estados Unidos para comprar objetos de Palestina.

«Tuve que comprar en Estados Unidos las monedas palestinas. Fueron muy caras. Construimos este salón el año pasado. Así que ahora el museo existe y todo mundo es bienvenido.»

La brisa del aire acondicionado remueve los papeles que están en la gran mesa, junto a los libros palestinos y el mapa de la aldea de Dakwar, dibujado de memoria en 1996. «Puente de Bier el Sheij», dice sobre un río cerca de uno de los huertos familiares. «Un día regresaremos para vivir en nuestra aldea. Tal vez yo no, pero mis hijos sí, a una nación, a un hogar para todos; árabes y judíos juntos, como solía ser».

Es el sueño ya familiar, la mitología fatalista; el mandato británico de la Palestina en que musulmanes y judíos vivían felizmente juntos, donde no había revuelta árabe ni ambiciones sionistas, ni una estrategia imperial, ni disturbios, ni ahorcamientos, ni asesinatos ni bombardeos aéreos. Los israelíes ganaron. Los árabes palestinos perdieron y hoy, cuando se aferran a tener autoridad sobre 22 por ciento de Palestina, siguen perdiendo.

© The Independent
Traducción: Gabriela Fonseca