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Las obsesiones de Leonardo Padura

Fuentes: Cubarte

La editorial villaclareña Sed de Belleza acaba de publicar Un hombre en la isla, recopilación de ensayos, crónicas y artículos de Leonardo Padura, quien fuera periodista antes que narrador. Activo en ambos oficios, de manera inevitable, el uno establece el diálogo imprescindible con el otro. Ocurre entonces, como apunta su compañera Lucía en el prólogo, […]

La editorial villaclareña Sed de Belleza acaba de publicar Un hombre en la isla, recopilación de ensayos, crónicas y artículos de Leonardo Padura, quien fuera periodista antes que narrador. Activo en ambos oficios, de manera inevitable, el uno establece el diálogo imprescindible con el otro. Ocurre entonces, como apunta su compañera Lucía en el prólogo, que en los trabajos sometidos al apremio de las circunstancias, se revelan con nitidez algunas obsesiones del escritor.

Implícita en el conjunto de su obra, se define aquí una posición estética adherida a una noción del compromiso del escritor. Tras la cobertura del debate acerca de las políticas culturales, focalizado a la luz pública en torno a la libertad de creación, subyacen otras tendencias contrapuestas. Algunos preconizan la autonomía de la literatura, según la cual los textos se escriben sucesivamente sobre otros que los antecedieron. En el extremo opuesto se colocan quienes han demandado de la creación artística la mera ilustración, con fines didácticos, de ideas políticas. Tal es el concepto que presidió el llamado realismo socialista con sus derivaciones más o menos confesas, punto de vista que conduce a la instrumentalización de la obra a favor de lo inmediato y, por ende, efímero. Padura, en cambio, privilegia la perspectiva social. Es el testimoniante, guardián de una memoria, comprometido en la exploración de los conflictos de su tiempo.

En su narrativa y en su prosa reflexiva, Padura persigue la configuración del ser cubano. Pero, en realidad, se trata de definirlo o de proseguir su construcción. Como Jean-Paul Sartre, considero que la existencia precede a la esencia. Cuando el escritor aspira a rescatar para el presente la novela de la vida de José María Heredia, se está empeñando en dar continuidad a la empresa utópica emprendida por el cantor del Niágara, quien contemplara el grandioso espectáculo de la naturaleza transido por el sueño de una nación que comenzaría a fraguar en la guerra de independencia. El novelista toma partido del lado del poeta y calimba a Del Monte en tanto persona y personaje, en tanto representante de una línea regida por un concepto instrumental, la de Arango, la de los anexionistas y la de los autonomistas de toda laya. En un pueblo nuevo, hechura del coloniaje, cultura y nación recorren un mismo cauce. Conscientes de la vulnerabilidad de una isla abierta al horizonte infinito del océano, hoy como ayer, nos estremecen los «horrores del mundo moral».

Emerge con acierto entre las obsesiones de Padura el reconocimiento de la memoria y el olvido como factores decisivos en la construcción de la cultura y la nación. Hay olvidos intencionales con fatídicos resultados en el intento por borrar zonas de nuestro devenir histórico. Otros, no menos dañinos, resultan de la simplificación reduccionista de realidades complejas. La memoria se resguarda en el ámbito de la subjetividad que puede dejar rastros tangibles en documentos, informaciones de prensa, cartas cruzadas, diarios, autobiografías, todo ello fragmentario, tendencioso, donde asoman rencores o esfuerzos por justificar conductas, impregnado por circunstancias epocales. Porque antiesencialista como soy, opongo al concepto de naturaleza humana inconmovible el más poroso de condición humana. Sucede que al sobrepasar el medio siglo intenso de Revolución cubana, se sobreponen ya e interactúan sucesivas generaciones. Conocí el esplendor de una Escuela de Letras recién fundada, donde Padura fue estudiante en la grisura de los setenta. Mientras Padura practicaba un periodismo creativo en los ochenta, yo participaba en el ISA de la singularísima experiencia de auspiciar el brote de una nueva vanguardia desde el ámbito de la academia. Selectiva por necesidad, semejante a lo que fue nombrado alma por los antiguos, intangible como ella, la memoria se nutre de la mente y del corazón, del análisis y la vivencia. Así sucede en el plano individual y en lo colectivo. Es un legado que se complementa con el olvido. Resurja cuando las circunstancias la convocan en jornadas heroicas y, en circunstancias críticas con el reverdecer de la picaresca unida a valores latentes de raigambre pequeño burguesa.

Carpenteriano desde siempre, Leonardo Padura mantiene su fidelidad al autor de Los pasos perdidos. La cercanía no responde a la actitud del colegial mimético. Se manifiesta, a mi juicio, en la preocupación por los contextos y a la sistemática labor de investigador que acompaña su creación narrativa. Sucede entonces que el intenso trabajo de documentación que precedió la escritura de El hombre que amaba a los perros permea su relectura de España bajo las bombas. Su perspectiva y la mía se contraponen porque otra es mi vivencia personal, la de una niña a la que hicieron un dictado inolvidable en una escuela italiana bajo el fascismo. Comenzaba de esta manera: «Hoy es un día de celebración para todos nosotros, porque las heroicas tropas italianas, junto a los falangistas españoles, entraron en Madrid». En aquellos años tenebrosos, no había lugar para matices. Como dijo Alejo en más de una oportunidad, había que escoger entre Burgos y Madrid, sobre todo cuando las potencias occidentales actuaron como cómplices del pronunciamiento franquista bajo el manto de neutralidad. Francia, en particular, encerró en campos de concentración a quienes lograban atravesar los Pirineos en la estampida final, allí donde Julio Cuevas -el Gaspar de La consagración de la Primavera- preservó la alegría, la voluntad de seguir viviendo con su célebre «reculez, reculez…». Mi memoria personal, forjada a través del exilio de todas las tendencias me lleva a pensar que la clave de las crónicas españolas de Carpentier se encuentra en la urgencia de unir voces y voluntades en defensa de un país desgarrado y en destacar la voluntad de vivir persistente aún bajo las bombas, en oposición al desafiante «Viva la muerte, muera la inteligencia», de Millán Astray.

Paradójico, el título de esta recopilación, Un hombre en una isla, contiene una ambigüedad intencional destinada a provocar en el lector la inquietud y hasta la polémica, a remover nuestras pequeñas células grises. Padura rehúye la noción de «la maldita circunstancia del agua por todas partes». Por el contrario, la isla es promontorio abierto a un amplio horizonte y raíz sustancial, referente ineludible y razón de compromiso intelectual. Por ese motivo, su orientación estética se vuelve hacia lo social y lo impulsa a abordar por la vía directa de la comunicación periodística una temática múltiple. No faltan en ella los problemas derivados del vínculo entre mercado y creación artística. Quiero pensar que sus trabajos sobre este asunto no pretenden decir la última palabra, sino reclamar un debate profundo que restituya para nosotros la visión crítica de la transformación del mundo editorial desde que Argentina y México ejercían un dominio casi absoluto en las letras y el pensamiento de habla hispana e indagar por otra parte, otros rostros del mismo fenómeno, como el de las artes visuales, articulado a la especulación financiera en tanto inversión segura por su carácter de objeto suntuario. Con un poco de sal y alguna pimienta, Leonardo Padura convoca a los muchos de la isla a sentir escozor en la piel para seguir construyendo, tomando partido junto a Heredia y contra Del Monte, la utopía del ser cubano.

Fuente: http://www.cubarte.cult.cu/periodico/letra-con-filo/las-obsesiones-de-leonardo-padura/23591.html