Miro su foto y repito su nombre. Miro su foto cada día y recuerdo algún detalle: las tardes de verano sentados a la sombra de la higuera a las afueras de Nablus. Repito su nombre para mantenerla en vida, para que siga existiendo. Recuerdo los campos de olivos de Ramala delante de nuestra casa, las […]
Miro su foto y repito su nombre.
Miro su foto cada día y recuerdo algún detalle: las tardes de verano sentados a la sombra de la higuera a las afueras de Nablus. Repito su nombre para mantenerla en vida, para que siga existiendo. Recuerdo los campos de olivos de Ramala delante de nuestra casa, las laderas con los almendros en flor.
Repito su nombre pero no sólo para mí. En las comidas familiares la invoco, todos lo hacemos, para que siga siendo parte de nosotros, para que esté presente. Escribo sobre ella en mis cartas, incluyo su nombre y alguna anécdota sobre ella en cada oportunidad.
Los amigos de la juventud comparten sus recuerdos de ella conmigo y eso parece reconfortarme.
Hay días que paso tanto tiempo pensando en ella, hablando de ella, escuchando su música, mirando sus fotos, que parece que aún estoy con ella. Repito su nombre para que no se evapore.
Pero hay otra gente que no conocen esta soledad, que no tienen que repetir un nombre querido para que la más estimada siga viva. Ellos no conocen esta soledad, esta pérdida. Ellos tienen lo que yo he perdido.
Los que son ajenos al duelo, a veces me dan rabia: ¡dan tanto por hecho! Ellos no conocen este dolor, ellos no tienen que repetir una palabra para evocar, para ahuyentar la soledad. Ellos no temen perder lo querido si no pronuncian una palabra. Parece que los nombres les son indiferentes y me miran con cierta pena.
En esos momentos prefiero estar a solas, sacar su foto, acariciarla y dejar que mis sentimientos afloren: lloro, siento un fuerte dolor en el pecho y me lamento: ¿qué futuro tengo sin ella?
Acaricio su foto y en voz baja, en esa intimidad entre ella y yo, pronuncio su nombre: «Palestina».