Ante trastornos que él atribuía al deficiente manejo informativo y de organización frente al paso, en particular, de un huracán de pequeña intensidad, un profesional inteligente y serio exclamó airado al ver en peligro un trabajo que debía terminar: «¡No sé cómo la gente no se lanza a la calle para pedir cuentas a los […]
Ante trastornos que él atribuía al deficiente manejo informativo y de organización frente al paso, en particular, de un huracán de pequeña intensidad, un profesional inteligente y serio exclamó airado al ver en peligro un trabajo que debía terminar: «¡No sé cómo la gente no se lanza a la calle para pedir cuentas a los responsables de tanta ineficacia!» Identificado con la Revolución, y disciplinado, no pedía disturbios nocivos para el país, sino la capacidad de reacción necesaria frente a deficiencias que nos dañan y amargan.
Meses después, el mismo profesional calificaba de ortodoxos a quienes consideraban que aparecer dirigiendo los reordenamientos económicos urgentes para la nación correspondía a los Ministerios y otros organismos de esa esfera, no a la Central de Trabajadores de Cuba (CTC). Según él, pedir que las instituciones administrativas cumplan su cometido, y la CTC el suyo, significa reclamar que esta organización se mantenga en «la otra orilla», como un freno opuesto a cambios que nuestra sociedad necesita y pide.
Los términos tienen valor relativo, según los contextos en que se usen y las tendencias a las cuales sirvan. En contraposición a ortodoxos, hace años que entre nosotros tuvieron peso los vocablos problemático y conflictivo, con sabor a heterodoxo y herético, no ajenos a la herencia de una cultura en que actuó la Inquisición. De otras latitudes, recordemos que en Europa del Este y en la URSS, mientras se desmontaba el socialismo, progresista y hasta izquierda fueron rótulos usurpados por los artífices de la instauración capitalista, que reservaron conservador y derecha para quienes se oponían a ella. Así los «heterodoxos» pasaban por modernos y renovadores, cuando abrazaban las ortodoxias del capital, aunque antes hubieran sido «progresistas» de otro signo: el de la Editorial Progreso.
Los cambios planteados para Cuba no buscan desmontar el socialismo: la dirección del país los ha propuesto para salvar lo logrado en el afán de construirlo y cuidar los caminos por donde hacer de él una realidad en desarrollo hacia el futuro. Pero no debemos ignorar ni negar de antemano las deformaciones que, pragmatismo economicista mediante, podrían aflorar contra la voluntad del gobierno y de la mayoría de la población. Recordemos que lo ocurrido en aquellos lares estuvo relacionado con un modo de organización social que, no obstante sus torceduras, todavía se llamaba, y llamábamos, socialismo. Contra peligros como los allí consumados resulta poca toda precaución, por grande que sea o parezca.
Lo curioso es que el mismo profesional aludido en estos apuntes sostiene también, con lucidez y vehemencia -no es de extrañar en alguien inteligente y que está por el socialismo-, que nos urge desarrollar la cultura jurídica e institucional, en lo cual coincide asimismo con la dirección del país, y con el extraordinario sentido común. Iniciada en 1959, «Año de la Liberación», la práctica, de poner nombres-metas a los años incluyó llamar a uno de ellos el «de la Institucionalización». Se trate de lograrla o de perfeccionarla, esa es una meta vital, aunque, si de leyes se trata, ignorarlas no justifica su violación.
País relativamente joven, y que en gran parte de su historia necesitó burlar, para sobrevivir, las normas impuestas por la metrópoli que lo colonizó, probablemente entre nosotros viva, en grados que ni sospechemos, la herencia de una actitud expresada en estos términos: «La ley se acata, pero no se cumple», máxima endecasílaba que podría ser verso ramplón pero elocuente de un poema en lengua española. Al triunfar la Revolución que libró a Cuba de la potencia imperialista que sustituyó en su avasallamiento a la carcomida metrópoli colonial, fue necesario derrumbar el andamiaje jurídico hecho al servicio de los opresores foráneos e internos. Ni siquiera se había aplicado la avanzada Constitución democrático-burguesa de 1940, hecha trizas por el golpe de Estado que en 1953 entronizó a la tiranía contra la cual se hizo y triunfó la Revolución. Era ineludible trazar un camino con otros códigos.
Al cabo de más de medio siglo, la obra revolucionaria incluye, desde hace décadas, el establecimiento de su propia Constitución Socialista y de leyes concebidas para el bien del pueblo. Pero es probable que, por entre la telaraña de la burocracia, la indisciplina, los hábitos generados en torno a la propiedad social mal asumida, el desconocimiento de deberes y derechos y el propio carácter paternalista -y, por tanto, autoritario- que abiertamente se reconoce hoy a nuestro Estado, aquella vieja máxima no esté tan lejos de nuestra idiosincrasia como necesitamos. Añádase el peso que han tenido sobre la marcha normal de la nación los apremios de la defensa contra un enemigo pertinaz y poderoso, acosador y agresivo, y las urgencias para sobrevivir: para resolver en la lucha cotidiana.
En todas partes pululan supuestos chistes basados en la generalización sobre localidades, poblaciones, países enteros. Suelen ser injustos, y caracterizarse por resortes y maneras de pensar afines al racismo. Las víctimas son incontables. Mencionemos aquí apenas algo que se dice de cubanos y cubanas: lo primero que hacemos cuando adquirimos o nos cae en las manos un equipo mecánico o eléctrico es desentendernos del manual de instrucciones. Aunque para orientarse en el funcionamiento y los cuidados de un aparato tan complicado como la sociedad el manual por excelencia es la Constitución, hay indicios de que esta no es tan conocida como debería ser. Tampoco lo son las leyes que deben garantizar que ella se cumpla. Que eso pase también en otros países, si no en todo el mundo, no es motivo para que nuestro déficit deje de preocuparnos.
El propósito mayor de la cultura jurídica, que incluye en su centro el conocimiento y el respeto de la Constitución, no es graduar juristas, para cuya formación existen aulas universitarias. Pero el espíritu de las leyes no vive al margen de su soporte material -su letra- , y si no se generaliza su conocimiento, perdura un caldo de cultivo que favorece la manipulación arbitraria de las normas, cuando no dolosa, por parte de funcionarios que deben tener, con la preparación académica necesaria, la obligación de hacerlas cumplir.
La cultura jurídica es también la atmósfera natural para el buen funcionamiento de las instituciones sociales. Sería ingenuo o absurdo, por ejemplo, suponer que el cumplimiento de su papel por parte de organizaciones como la CTC es un acto de ortodoxia formal. Esa organización, una de las más importantes del país por su masividad y por la incidencia que está llamada a tener en el área laboral, quizás ni siquiera ha logrado que sus sindicatos vayan más allá de recaudar la cuota de los afiliados, organizar encuentros recreativos y celebraciones, apoyar movilizaciones a trabajos voluntarios y encauzar una emulación que necesita librarse de formalismos y ser más efectiva.
La utilidad de esas tareas nadie la debe poner en duda. Pero los principales fines de los sindicatos son otros. La idea de que ellos sean una activa contrapartida de la administración -no sus enemigos, como a menudo están obligados a serlo en la sociedad capitalista y, en general, en el ámbito de la propiedad privada- no viene de adversarios del socialismo, sino de las mejores aspiraciones para realizarlo. No ponerla plenamente en práctica será un obstáculo contra la intensa participación que deben tener trabajadoras y trabajadores no solo en el cumplimiento de instrucciones, sino a la hora de gestar decisiones fundamentales en la vida de la patria, para la planificación y las realizaciones socialistas.
Que los sindicatos cumplan su función será tanto más necesario y fértil cuanto más pleno sea el funcionamiento socialista, y este debe caracterizarse por la resuelta participación de trabajadoras y trabajadores en el cuidado de los bienes sociales y en el funcionamiento general de la sociedad. Ese propósito será aún más necesario en prácticas estatales que no se distingan por el signo autoritario del paternalismo, y cuando crece, con el aumento de la propiedad privada, el número de personas que trabajarán como empleados de particulares.
En medio de esa realidad, el papel de los sindicatos deberá afinarse y fortalecerse al calor de replanteamientos nacionales que no deben someter mecánicamente la política y los propósitos sociales a los designios de la economía. Ese sería otro extremo, comparable a ignorar que en la economía bien administrada -y en los procedimientos necesarios para hacerla productiva- está la principal fuente de recursos materiales para garantizar el sentido político de un proyecto revolucionario caracterizado por el afán de justicia social.
La debacle del Estado soviético, en cuya fundación brilló Lenin, no ha negado la razón con que él afirmó que la política es la expresión concentrada de la economía. Si no lo hubiera dicho nadie, tendríamos que acuñarlo entre todos; pero ya está dicho, y probado. Ante estragos del voluntarismo -cuyos extremos no deben confundirse con la voluntad, sin la cual no hay cambio social alguno que valga la pena-, se ha tildado de idealismo trasnochado la convocatoria, identificada especialmente con un héroe como el Che, a crear riqueza con la conciencia. El sentido práctico y la sabiduría filosófica pueden recomendar que se invierta la fórmula y se asuma crear conciencia con riqueza. Pero, si Cuba esperaba a tener riquezas para crear conciencia socialista, ¿no sería quizás hoy uno más entre los países capitalistas en crisis, en vez de ser el pueblo que hoy busca modos de salvar el programa hacia el socialismo, a contrapelo de su maltrecha economía?
Una vez más salta al camino el dilema entre razón moral y razón instrumental. En el intento de actualizar el debate, autonomistas-anexionistas de «nueva» generación evidencian preferir, antes que a José Martí, a Enrique José Varona, y no el que, ya anciano, inspiró a la vanguardia revolucionaria cubana de los años 30, sino al que derechizó el periódico Patria fundado por Martí y escribió El imperialismo a la luz de la sociología. La significación del positivismo en nuestra América, y de Varona en particular, no se despacha en un párrafo; pero recordemos que en aquel texto el venerado pedagogo explica, con sosiego y orientado por la «luz» positivista, la expansión del imperialismo, que él justifica «científicamente».
Huelga decir que, para los enemigos del afán socialista, un positivismo de tal corte es más que tentador. Al abrazarlo, intentan desautorizar, por «iluso», al Martí que expresó de modo testamentario esta aspiración: «impedir a tiempo con la independencia de Cuba que se extiendan por las Antillas los Estados Unidos y caigan, con esa fuerza más, sobre nuestras tierras de América». Era una meta necesaria para mantener vivo el ideal de Cuba como nación independiente contra los designios imperiales, y para salvar lo que en otros textos llamó «el equilibrio del mundo». No era ese un propósito que la economía y el pragmatismo -reinos en los cuales prosperaba entonces y se asienta hoy el imperio que nacía en Norteamérica- avalaran como «sensato» o «posible». Martí calaba en el subsuelo de la realidad, mientras otros veían solamente la atmósfera, en la que aún algunos se ahogan.
Por esas razones no han sido pocos los reclamos de que, aunque pensados para una reunión donde se tratarán problemas económicos vitales y requeridos de soluciones urgentes, los Lineamientos trazados que ha estado analizando el pueblo cubano den espacio al papel de las ciencias sociales y de los valores ideológicos en pos de los cuales nos afanamos en reencaminar el país dentro de las aspiraciones socialistas. La economía, una entre dichas ciencias, no se agota en sí misma. Debemos asegurar las condiciones materiales de vida necesarias, y que, logrado ese propósito -básico para vencer los agobios cotidianos de hoy-, el país continúe movido por la aspiración de construir el socialismo.
Sobre el tema jurídico, abarcador, podremos volver en otro texto. Lo perentorio es cumplir -y crearlas si aún no existen- las normas necesarias. En su momento habrá que asegurar, por ejemplo, la indemnización a víctimas de accidentes causados en la vía pública por desagües sin tapa y baches de origen diverso, como trabajos mal hechos y peor terminados. La política tributaria en marcha podrá servir de respaldo a fines como esa indemnización, y a impedir sus causas. El país, como parte de la civilidad que nos urge, necesita funcionar bien desde lo elemental cotidiano hasta las obras y empeños de mayor envergadura.
Nuestras instituciones deberán afinar su papel, y cada una de ellas cumplir su cometido, sin confundir lo administrativo y lo político, y sin olvidar que a la política le corresponde el peso cardinal. El perfeccionamiento de nuestras organizaciones no debe ni rozar la desmovilización que en otros países favoreció el desmontaje del socialismo. Para recordar la demanda desesperada del profesional antes aludido, debemos hacer innecesario que la gente se lance a la calle en protesta contra ineficacias. Lo peor no serían las protestas, aunque, con mala educación (y susceptibles de ser manipuladas por nuestros enemigos), podrían resultar terribles, sino las ineficacias mismas, que dañan y amargan al pueblo.
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