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Comentarios al hilo de Historia de España, de Pierre Vilar

Llega España

Fuentes: Rebelión

[1] Decía Heráclito que el carácter es el destino. Quizá sería más exacto -aunque suene excesivamente rotundo- afirmar que la geografía es el destino. Como sugiere Pierre Vilar en las primeras páginas de Historia de España (Libraire Espagnole, París, 1963) es la misma estructura física de la península la que invita a la fragmentación; territorial […]

[1] Decía Heráclito que el carácter es el destino. Quizá sería más exacto -aunque suene excesivamente rotundo- afirmar que la geografía es el destino. Como sugiere Pierre Vilar en las primeras páginas de Historia de España (Libraire Espagnole, París, 1963) es la misma estructura física de la península la que invita a la fragmentación; territorial y políticamente hablando, al federalismo. Dicho rápidamente: aquí nos vamos a meter con la fealdad, la maldad y la estupidez del unitarismo español: España no existe (como nación); son los padres (de la Constitución del 78). La construcción radial y la vertebración a la fuerza desde la Corte del Reino suponen una ordenación completamente artificial [2]. España no existe pero se podría inventar haciendo una especie de bricolaje histórico y dando una función directiva a la periferia. Con las oligarquías centrales ya sabemos lo que hay. La tensión entre lo que llama Vilar «la Iberia marítima», con una demografía y economía favorables, y la «voluntad persistente de dirección» de Madrid, tiene que resolverse de una forma justa, antes de que se llegue a un punto de no retorno entre pueblos hermanos y se vaya todo a la mierda. En esto último, el Partido Popular y Ciudadanos, con la complicidad del PSOE, se están empleando a fondo, empeñados, al parecer, en utilizar el independentismo como antígeno insuperable frente a la Antiespaña.

La geografía es, en efecto, el destino (pp. 6 – 8): «Ningún centro geográfico puede presentar aquí el papel que asumieron en sus países un París o un Londres. Estrechos desfiladeros en las salidas de sus mesetas, cierran casi todos los grandes valles.» El francés habla de «la Iberia montañosa y continental, caracterizada por las dificultades de acceso -de ahí su aislamiento-, y por la brutalidad de las condiciones del clima -de ahí lo precario de los medios de vida.» Ib. «El hombre de las mesetas desempeñará un gran papel en el relato». Y continúa: «De la naturaleza de su país ha sacado su pasión por la independencia, su valor guerrero y su ascetismo, su gusto por la dominación política y su desprecio por la ganancia mercantil, su aspiración a hacer o a mantener la unidad del grupo humano de la Península. / Pero esta última aspiración, ¿no expresa en realidad el sentimiento confuso de una necesidad vital? Aislada, la España central llevaría vida precaria. Carece de medios y alimenta pocos hombres. Se comunica difícilmente con el extranjero. No se adapta, sino con retraso, a la evolución material y espiritual del mundo. Para mantener contacto con éste, para vivir y actuar en él, está obligada a asociarse estrechamente, orgánicamente, con esa magnífica periferia marítima peninsular, de tanta vitalidad y capacidad de asimilación, tan extraordinariamente situada frente al Viejo Mundo, y frente al Nuevo. (…) Desgraciadamente, esta Iberia feliz, esta Iberia activa (por un fenómeno que es, además, clásico en el Mediterráneo) siente difícilmente la atracción de esa parte interior del país. La franja litoral se aísla y se fragmenta materialmente por la disposición del relieve, por la forma y orientación de los valles, y vuelve la espalda a las mesetas del Centro. (…) Por eso tantas regiones marítimas de Iberia tuvieron destinos autónomos en múltiples momentos de la historia. Por el contrario, ninguna de esas pequeñas potencias, cuyos triunfos fueron sobre todo de orden económico, tuvo jamás suficiente amplitud territorial ni energía política bastante continua para arrastrar decisivamente a toda la Península. La historia de ésta encierra, pues, una lucha constante entre la voluntad de unificación, manifestada generalmente a partir del Centro, y una tendencia no menos espontánea -de origen geográfico- a la dispersión. (…) La cuestión reside en quién triunfará decisivamente, si el arcaísmo económico y espiritual de las regiones rurales más aisladas, o el torbellino de influencias que actúan sobre los grandes puertos y las grandes ciudades. No olvidemos que los catalanes y los vascos, esto es, los españoles más accesibles al contacto con el extranjero, han tenido tendencia, desde hace cincuenta años, a desertar de la comunidad nacional. Es preciso superar una crisis, y dentro de lo posible, rehacer una síntesis.»

Vale. Uno se ve tentado a leer como en palimpsesto el presente sobre los trazos del pasado: la presencia en lo material y en lo ideal de toda aquella sedimentación provocada por la lentitud de la Reconquista y el espíritu colonizador y de guerra santa impulsada por la fe: un feroz unitarismo que en buena medida ha lastrado y lastra las posibilidades modernizadoras, la intolerancia, la hidalguía y la guerra al trabajo cualificado, desde la expulsión de judíos y moriscos hasta la guerra civil del 36. Cortes, un imperio en el que no se pone el sol (frente a países tan pequeños que este no está nunca seguro de haberlo visto al pasar), pagas de mercenarios (pues unas pocas decenas de miles de buenos soldados, como recuerda el francés, no son suficientes para sostenerlo), parasitismo, burocracia, deuda, etiqueta, corrupción, intrigas… Quizá sea una extrapolación abusiva; pero creo que existe cierta continuidad entre ese proyecto oligárquico centralista y unitarista, y una estructura laboral basada en la baja cualificación y la temporalidad, la falta de un verdadero esfuerzo productivo de origen interno, una economía que solo funciona por la afluencia de ahorro internacional en forma de burbujas especulativas vinculadas a la construcción, el turismo y los transportes, alimentadas por lo que Jane Jacobs llamó «dinero cataclísmico» (en oposición al «dinero gradual»), políticas presupuestarias orientadas en función de la posibilidad de «sacar tajada».

No todo es horror en la historia de España, también hay épica y grandeza, hitos en el orden jurídico internacional sorprendentes que todavía titilan en la noche negrísima del colonialismo. Pero ahí está la huella, el rastro de una metapolítica, de un mito que se pretende anterior a cualquier esfuerzo constituyente, de un esencialismo «rabiosamente español» que ningún esfuerzo político es capaz de conmover. No se trata de la constitución de una comunidad lingüística que delibera acerca de lo justo y lo injusto, lo conveniente y lo inconveniente (etcétera), sino de una suerte de origen prepolítico, anterior al ordenamiento meramente político: un ordenamiento espacial basado en una violencia primordial, fundante y recurrente, sobre el que no cabe deliberación alguna.

Vilar recuerda que esa encarnizada lucha unitarista iniciada por los Reyes Católicos, quienes combaten el peligro de la mezcla de religiones, costumbres morales y razas, frente a la «elástica complejidad» del siglo XIII, esa lucha, decimos, no solo se llevó por delante a «minorías nacionales» combatidas, también, mediante las armas de luchas lingüísticas, propaganda y represión policiaca; se llevó asimismo por delante la tolerancia [3] , toda posible heterodoxia y «los vestigios de pluralidad heredados del mundo medieval» (p. 37). [4]

No, definitivamente no todo es negativo. Hay una arqueología alternativa compuesta por mitos, ideas e instituciones que podrían reciclarse. España no existe; pero nos la podríamos inventar, si es que aún el gamberrismo del Partido Popular y Ciudadanos no termina por destruir todos los puentes. Materiales para el bricolaje federalista (para al menos pensar en articular elementos residuales y emergentes frente a los dominantes): también las condiciones de la Reconquista supusieron para las clases populares «excepcionales favores», dando lugar, junto al sistema feudal, al desarrollo de «comunidades campesinas o urbanas (…) fuertes y relativamente libres» (p. 21), cierto colectivismo agrario, comunidad de bosques, ejidos, montes, repartos de campos o cosechas, comunidades hidráulicas y «costumbres en común», en oposición al individualismo moderno. Esta arqueología nos permitiría rescatar, también, la fuerza de la vida local: «las tradiciones municipales de las ciudades, burgos y villas, que se basan en el concejo elemental, reunión soberana de los habitantes, o, más adelante, asambleas más restringidas, sin olvidar la tendencia a federarse de estas municipalidades, de la que son testimonio las hermandades de Castilla, las uniones de puertos cántabros y vascos, el agrupamiento en torno a Barcelona de los burgos catalanes (…). Esta fuerza de vida local, este cantonalismo que sueña con la federación, seguirá siendo una característica constante de la política española» (p. 22). [5] Quizá algo bueno podría rescatarse de la «inadaptación de España al capitalismo».

Insistiendo en la idea del federalismo, hagamos un recordatorio para quienes llevan el nacimiento de la nación más antigua de Europa, etc., hasta la Reconquista (y eso si no se retrotrae hasta los caudillos Indíbil y Mandonio): «desde el punto de vista nacional, la España de la Reconquista se disgrega más que se unifica» [6] (p. 23). Se establece una división de Iberia: Portugal, Castilla, y la federación Aragón-Cataluña-Valencia. «Hecho tanto más amenazador para la futura unidad, cuanto que se trata de una división que corresponde a tres temperamentos en los hombres y a tres condiciones naturales en la geografía: el Océano, las mesetas y el Mediterráneo. El final de la Edad media español, inserto en este marco tripartito peninsular, influirá considerablemente en el porvenir nacional.» Ib. Frente a la debilidad económica castellana, que impide la expansión de las clases medias, en la periferia de la Península -Portugal, Cataluña, Valencia, Baleares- se forman, a semejanza de las repúblicas comerciales italianas, «verdaderos núcleos burgueses». Se impondrá, en todo caso, el sentido territorial y religioso de la expansión, y no la ambición comercial y económica. Esta tendencia realimenta la debilidad política unitarista, volviendo una y otra vez la afirmación «nacional» de las «regiones». En efecto, «sabemos que la monarquía de los Habsburgos no desempeñó la función unificadora de la monarquía francesa, ni las Cortes de Cádiz la de la Revolución de 1789. El carlismo a la derecha, y el federalismo a la izquierda atestiguan el fenómeno centrífugo en el siglo XIX» (p. 99).

Así, en plan Bricomanía, nos gustaría reivindicar un patriotismo «ligado a las aspiraciones populares y carente de hostilidad a la personalidad de las regiones, para resolver la crisis de la nación» (p. 150, el subrayado es de Vilar). Un patriotismo que renuncie a la mística fascista de la Unidad, un patriotismo orgulloso de esas cosas buenas que hemos citado más arriba, de los Comuneros, de las Germanías, de otra forma de entender la hispanidad sintiendo como propio el cuerpo dislocado y desparramado de Túpac Amaru; un patriotismo orgulloso de la sincronía popular de las reacciones federalizantes, de 1808, de 1936, de un pueblo capaz de desarmar a un ejército sublevado. Molaría entender el patriotismo de una forma según la cual diferencia no significara amenaza. Esta posición, aun hecha con retales más o menos diversos (como toda «invención de la tradición»), siempre será mejor que una identidad que diría que procede de un engendro cultural, hibridación de ideologías y violencias que fundaron la España del 39: tradicionalismo carlista, falangismo (remedo del fascismo italiano, no especialmente religioso), monarquía, caciquismo, espíritu de Contrarreforma… La furia con la que se blande la rojigualda parece un efecto de compensación, un desplazamiento acaso psicoanalítico, de la vaciedad barroca, si puede decirse así, de su significante.

Pronto será tarde y el Estado español ya no podrá ofrecer nada a Cataluña, tal vez ni siquiera un mercado interior a sus productos; solo miedo. Respecto a aquello, las políticas económicas del Partido Popular no parecen ir en la dirección de fomentar la demanda solvente del mercado, en todos los sentidos, interior: contención salarial, pérdida de poder de compra, debilitación de la organización del trabajo, endeudamiento hipotecario… Incapaz de convencer y persuadir, o sin querer hacerlo (uf, qué pereza, ¿no?, dialogar y todo eso…), prefieren derrotar y humillar; aplastar según la lógica schmittiana del enemigo. Nietzscheanos ellos sin saberlo, intuyen que el diálogo es una forma de debilidad, una mínima concesión igualitaria, de reconocimiento, que se niegan a ofrecer.

A España la rompe la secesión fiscal de los ricos, la precariedad laboral, el desequilibrio demográfico, el agujero que se está creando en la Serranía Celtibérica, la falta de consenso respecto a la financiación autonómica y la negación de la diversidad nacional. A la espera de esa otra España, arriba Espanya, reptando por lo oscuro, esa que nunca se fue y que cuando se ha querido descascarillar con la uña la grieta que mostraba el régimen del 78 ha aparecido lo que nos temíamos… Cuando despertamos, el dinosaurio del autoritarismo todavía estaba allí.

Notas:

[1] Aviso: el texto se puede acompañar de banda sonora: se puede hacer un recorrido bastante fiel por el asunto con algunos temas de Los Ganglios, en esta secuencia: desde «Babieca hiede» al «Subiduki», pasando por la sublime, aterradora, «Color de rosa», «El héroe de la transición», «Mimetic Motherfucker» y «Los arquitectos». La serie de videoclips es una especie de crónica nihilista e inteligentísima que por momentos hacer reír y por momentos hiela la sangre.

[2] La siguiente cita es de Chueca Goitia: «En España los mayores núcleos de población se distribuyen en la periferia costera. Sólo la creación artificial de Madrid, como una necesidad de la política castellana para ejercer su imperio, modificó una estructura demográfica que, de no ser por esta voluntad decidida, hubiera sido muy diferente. Madrid fue primero la capital burocrática, pero esto, dado el proceso de industrialización acelerada al que se ha llevado al país en los últimos años, no hubiera bastado para mantener su hegemonía. En un país agrario o débilmente industrializado, Madrid hubiera podido mantener su rango con sólo mantener la centralización de poder que casi siempre tuvo, pero en una sociedad industrial fuertemente desarrollada a la larga lo hubiera perdido y tras el poder económico se hubiera marchado el poder político. Es indiscutible que un sistema político preponderantemente castellano como el que se ha instaurado en España después del breve paréntesis de la República, consciente o inconscientemente, se vería abocado a reforzar el grado de poder madrileño en todos los sentidos, y no sólo en el burocrático. Esto indica a las claras cómo no son sólo los movimientos económicos los que orientan la dinámica demográfica y consiguientemente la estructura urbana de un área o país determinado» (pp. 219 – 221). Breve historia del urbanismo, Alianza Editorial, 2014, Madrid. Hombre, «política castellana»… «Castilla, menos protegida que los antiguos Estados autónomos, fue aplastada por los impuestos y progresivamente esterilizada por la burocracia y la corrupción. Bien pronto, bajo los sucesores de Felipe II, el gran sistema del Estado español, edificado con demasiada rapidez, no fue sino una fachada todavía imponente, que ocultaba un edificio ya en ruinas» (Vilar, p. 40).

[3] Carlo M. Cipolla, en Historia económica de la Europa preindustrial (Alianza Universidad, 1987), afirma que «a lo largo de los siglos, los países donde predominaban la intolerancia y el fanatismo perdieron en favor de los países tolerantes la más valiosa de todas las posibles formas de riqueza: buenos cerebros humanos. Las cualidades que vuelven tolerante a la gente la hacen también receptiva a nuevas ideas. La afluencia de buenos cerebros y la receptividad a nuevas ideas constituyeron una de las principales fuentes de la afortunada historia de Inglaterra, Holanda, Suecia y Suiza en los siglos XVI y XVII» (p. 194). Frente a esta realidad, a la hora de explicar la decadencia de España a partir de 1600, hace referencia a la «carencia de fuerza de trabajo cualificada, escalas de valores desfavorables a la actividad artesana y mercantil, los gremios y su política restrictiva». Y continúa más abajo: «La mentalidad hidalga predominante consideraba las importaciones más bien como motivo de orgullo que como una posible amenaza para la economía del país» (p. 247).

[4] «El mecanismo psicológico puesto en marcha por la pasión de unidad produce también otros resultados. El mundo cambia, alrededor de España, y esta no se adapta. El unitarismo religioso es responsable de ello. Afecta, por arriba, a la actividad financiera judía, y por abajo, a la actividad agrícola de los moriscos de Levante y Andalucía. El triunfo del ‘cristiano viejo’ significa cierto desprecio del espíritu de lucro, del propio espíritu de producción, y una tendencia al espíritu de casta. A mediados del siglo XVI, los gremios empiezan a exigir que sus miembros prueben la ‘limpieza de sangre’: mala preparación para una entrada en la era capitalista. Por otra parte, el puesto que ocupa la Iglesia en la sociedad no favorece la producción y la circulación de riquezas (…).» Historia de España, p. 38.

[5] Y un poco más adelante se habla de «las famosas Cortes, que representaron ante la realeza, y sus consejeros naturales (nobles y clero) al elemento popular de la nación. Esta institución típica de la España medieval es particularmente precoz en la historia de las asambleas representativas. Nace, seguramente, en León, antes de fines del siglo XII y, en todo caso, funciona normalmente desde mediados del siglo XIII, en todos los reinos de España: Castilla, Aragón, Valencia, Cataluña, Navarra. (…) Esto ha hecho que se hable de ‘democracia’ medieval española. (…) pocos pueblos participaron en su gobierno en el transcurso de la historia como el pueblo español en la Edad Media. Es algo que se recuerda frecuentemente con razón. Y eso representará un papel nada despreciable en la psicología política de España.» Ib.

[6] «Cada país acabó por adquirir y conservar el orgullo de sus títulos y de sus combates, la desconfianza para con sus vecinos. Señores aventureros y municipalidades libres contribuyeron a aumentar este espíritu particularista. Es verdad que, por encima de todos se alza la unidad de fe, el espíritu de cruzada, el sentido de la comunidad cristiana contra el moro, que no deben velarnos los accidentes locales ni las alianzas circunstanciales. Pero en ello reconocemos una manifestación -y acaso una de las fuentes fundamentales- de una nueva dualidad de la realidad española: por un lado tendencia al particularismo, a los vínculos que podríamos llamar infranacionales: por otro lado la tendencia al universalismo, a las pasiones ideales supranacionales. Entre las dos, no se definirá sin dificultad la conciencia del grupo español: y es un fenómeno que dura todavía» (p. 24).

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.