Traducido para Rebelión por LB.
Fue un día de alegría. Alegría para el pueblo palestino.
Alegría para todos aquellos que anhelan la paz entre Israel y el mundo árabe.
Y, modestamente, para mí personalmente.
La Asamblea General de las Naciones Unidas, el máximo foro mundial, ha votado abrumadoramente a favor del reconocimiento del Estado de Palestina, aunque de manera limitada.
La resolución adoptada por el mismo foro hace exactamente 65 años para la partición de la Palestina histórica entre un Estado judío y un Estado árabe ha sido finalmente reafirmada.
Confío en que me disculpen unos momentos de celebración personal.
Durante la guerra de 1948, que siguió a la primera resolución, llegué a la conclusión de que existe un pueblo palestino y que el establecimiento de un Estado palestino al lado del nuevo Estado de Israel es el requisito previo para la paz.
Como simple soldado he luchado en decenas de combates contra los habitantes árabes de Palestina. Vi cómo docenas de ciudades y aldeas árabes eran destruidas y abandonadas. Mucho antes de ver al primer soldado egipcio vi a las gentes de Palestina (que habían comenzado la guerra) luchar por lo que era su patria.
Antes de la guerra abrigaba la esperanza de que la unidad del país, tan cara a los dos pueblos, podría ser preservada. La guerra me convenció de que la realidad había hecho añicos para siempre ese sueño.
Todavía vestía yo uniforme cuando a principios de 1949 traté de lanzar una iniciativa a favor de lo que ahora se llama la solución de los dos Estados. Con ese propósito me reuní con dos jóvenes árabes de Haifa. Uno era un árabe musulmán, el otro un jeque druso (ambos se convirtieron en miembros de la Knesset antes que yo.)
Por aquel entonces aquello parecía misión imposible. «Palestina» había sido borrada del mapa. El 78% del país se había convertido en Israel, el otro 22% había sido dividido entre Jordania y Egipto. La clase dirigente israelí negaba vehementemente la existencia misma del pueblo palestino, de hecho la negación se convirtió en un artículo de fe. Mucho más tarde, Golda Meir pronunció su célebre frase: «el pueblo palestino no existe». Respetados charlatanes escribieron libros populares «demostrando» que los árabes en Palestina eran advenedizos recién llegados. El liderazgo israelí estaba convencido de que el «problema palestino» había desaparecido de una vez para siempre.
En 1949 no llegarían a cien en todo el mundo las personas que creían en esta solución. Ni un solo país la apoyó. Los países árabes todavía creían que Israel simplemente desaparecería. Gran Bretaña apoyó a su Estado cliente, el reino hachemita de Jordania. EEUU tenían a sus propios caudillos locales. La Unión Soviética de Stalin apoyó a Israel.
La mía fue una lucha solitaria. Durante los siguientes 40 años, en mi calidad de editor de una revista de noticias saqué el tema a la palestra casi cada semana. Cuando fui elegido miembro de la Knesset hice lo mismo allí.
En 1968 me fui a Washington DC con el fin de difundir la idea por aquellos lares. Fui recibido amablemente por altos funcionarios del Departamento de Estado (Joseph Sisco), de la Casa Blanca (Harold Saunders), de la misión de EEUU ante la ONU (Charles Yost), por los principales senadores y congresistas, así como por el padre británico de la Resolución 242 (Lord Caradon). La respuesta unánime de todos ellos, sin excepción: un Estado palestino estaba fuera de cuestión.
Cuando publiqué un libro dedicado a esta solución, la OLP en Beirut me atacó en 1970 en un libro titulado Uri Avnery y el neo-sionismo.
Actualmente existe un consenso mundial en torno a la idea de que la solución del conflicto es algo absolutamente inviable sin la creación de un Estado palestino.
Entonces, ¿por qué no celebrarlo ahora?
¿POR QUÉ AHORA? ¿Por qué no ha sucedido o después?
A causa de la Columna de Nube, la histórica obra maestra de Benjamín Netanyahu, Ehud Barak y Avigdor Lieberman.
La Biblia nos habla del héroe Sansón que desgarró un león con sus propias manos. Cuando regresó al lugar, un enjambre de abejas se había alojado en el cuerpo del león y producía miel. Así que Sansón propuso un acertijo a los filisteos: «Del exterior del fuerte manó la dulzura». Esa frase es hoy en día un proverbio hebreo.
Pues bien, de la «fuerte» operación israelí contra Gaza ha manado ciertamente dulzura. Se trata de otra confirmación de la regla que dice que cuando comienzas una guerra o una revolución nunca sabes lo que surgirá de ella.
Una de las consecuencias de la operación fue que el prestigio y la popularidad de Hamas se disparó por las nubes, mientras que la Autoridad Palestina de Mahmoud Abbas se hundió en nuevas simas. Ese fue un resultado que Occidente no podía tolerar de ninguna manera. Una derrota de los «moderados» y una victoria de los extremistas «islámicos» era un desastre para el presidente Barack Obama y para el campo occidental. Había que dar con algo que proporcionara a Abbas un éxito rotundo, y había que hacerlo urgentemente.
Afortunadamente, Abbas ya estaba en camino de obtener la aprobación de la ONU para el reconocimiento de Palestina como «Estado» (aunque no todavía como miembro de pleno derecho de la organización mundial). Para Abbas fue un movimiento desesperado. De repente, se convirtió en un símbolo victorioso.
La competencia entre los movimientos Hamas y Fatah se considera un desastre para la causa palestina. Pero existe también otra manera de verlo.
Volvamos a nuestra propia historia. Durante los años 30 y 40 nuestra Lucha de Liberación (como lo llamábamos) quedó dividida en dos campos que se odiaban mutuamente con creciente intensidad.
Por un lado estaba la dirigencia «oficial» dirigida por David Ben-Gurion y representada por la «Agencia Judía «, que colaboró con el gobierno británico. Su brazo militar era la Haganah, una milicia muy numerosa y semi-oficial ampliamente tolerada por los británicos.
En el otro lado estaba el Irgun («Organización Militar Nacional»), el mucho más radical brazo armado del partido nacionalista «revisionista» de Vladimir Jabotinsky. Fruto de su escisión surgió una organización aún más radical. Los británicos la llamaron «la Banda Stern» por el nombre de su líder, Avraham Stern.
La enemistad entre estas organizaciones fue intensa. Durante un tiempo los miembros de la Haganá secuestraron a combatientes del Irgún y los entregaron a la policía británica, que los torturó y los envió a campos de África. Una sangrienta guerra fratricida se evitó sólo porque el líder del Irgun, Menajem Begin, prohibió realizar acciones de venganza. Por contra, la gente de Stern informó sin rodeos a la Haganá de que matarían a cualquiera que tratara de acercarse a sus miembros.
En retrospectiva las dos partes pueden ser vistas como los dos brazos de un mismo cuerpo. El «terrorismo» del Irgun y de Stern complementó la diplomacia de los dirigentes sionistas. Los diplomáticos explotaron los logros de los combatientes. A fin de contrarrestar la creciente popularidad de los «terroristas», los británicos hicieron concesiones a Ben-Gurion. Un amigo mío llamó al Irgun «la agencia de tiros de la Agencia Judía «.
En cierto modo, esa es ahora la situación en el campo palestino.
Durante años el gobierno de Israel ha amenazado a Abbas con las consecuencias más graves si se atrevía a ir a la ONU. Anular los acuerdos de Oslo y destruir la Autoridad Palestina era lo mínimo. Lieberman calificó la medida como «terrorismo diplomático».
¿Y ahora? Nada. Mucho ruido y pocas nueces. Incluso Netanyahu comprende que la Columna de Nube ha creado una situación en la que el apoyo del mundo a Abbas se ha hecho inevitable.
¿Qué hacer? ¡Nada! Fingir que todo es una broma. ¿A quién le importa? ¿Qué es la ONU a fin de cuentas? ¿Qué diferencia supone?
A Netanyahu le preocupa más otra cosa que le ha ocurrido esta semana. En las elecciones primarias del Likud todos los «moderados» de su partido fueron expulsados sin ceremonias. No quedó dentro ni una sola coartada liberal ni democrática. La facción del Likud-Beitenu en el próximo Knesset estará compuesta exclusivamente por ultraderechistas, entre ellos varios fascistas declarados, gente que quiere destruir la independencia de la Corte Suprema de Justicia, tapizar Cisjordania con asentamientos e impedir la paz y el Estado palestino por todos los medios posibles.
Aunque Netanyahu está seguro de ganar las próximas elecciones y seguir siendo primer ministro, es demasiado inteligente para no darse cuenta de en qué situación se encuentra ahora: rehén de los extremistas, susceptible de ser rechazado por su propia facción en la Knesset con que solo mencione la palabra paz, y expuesto a ser desplazado en cualquier momento por Lieberman o algo peor.
A primera vista nada ha cambiado. Pero sólo a primera vista.
Lo que ha sucedido es que ahora la creación del Estado de Palestina ha sido oficialmente reconocida como el objetivo de la comunidad mundial. La «solución de dos Estados» es ahora la única solución sobre la mesa. La «solución de un solo Estado», si es que alguna vez existió, está más muerta que el dodo.
Por supuesto, el Estado apartheid único ya es una realidad. Si nada cambia sobre el terreno se irá haciendo cada vez más profundo y fuerte. Casi a diario surgen noticias que confirman su creciente enrocamiento (la compañía monopolista del servicio de autobuses [israelí] acaba de anunciar que a partir de ahora los palestinos de Cisjordania que viajen en Israel deberán hacerlo en autobuses separados).
Sin embargo, la búsqueda de la paz basada en la coexistencia entre Israel y Palestina ha dado un gran paso adelante. El siguiente paso debería ser la unidad entre los palestinos. Poco después debería venir el apoyo de EEUU a la creación efectiva del Estado de Palestina.
Lo fuerte ha de conducir a lo dulce.
Fuente: http://zope.gush-shalom.org/home/en/channels/avnery/1354274520/