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Lo han roto todo: la desmoralización de la izquierda y la crisis de la democracia

Fuentes: Rebelión

«En general, la política no está por encima de los valores y la moralidad: se trata del instrumento que nos permite bien realizar, bien aniquilar los valores a gran escala.»

(Mario Bunge: Filosofía política)

Te doy mis ojos es una película dirigida por Icíar Bollaín estrenada en 2003, un año antes de la aprobación en diciembre de 2004 de la Ley Orgánica de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género. Señalo la fecha porque la historia que en ella se cuenta es la de una mujer, interpretada de manera admirable por Laia Marull, que sufre maltrato a manos de su marido, al que interpreta con toda su espeluznante autenticidad Luis Tosar. Una excelente película de obligado visionado, no solo por su indiscutible calidad cinematográfica sino también por abordar el tema de la violencia en el seno de la pareja con gran profundidad tanto psicológica como sociológica. Pienso en ella no por lo que es evidentemente el drama que aborda –por cierto en un tiempo en el que todavía la violencia de género estaba lejos de hallarse reconocida social y políticamente en toda su gravedad–, sino porque en ella se nos ofrece sin paliativos una muestra del enorme daño que puede suponer que alguien te decepcione cuando ello lleva consigo el derrumbe de la fe en lo que se tiene por lo más valioso. En el caso de esta conmovedora película la protagonista cree ciegamente en el ideal del amor romántico que ella está segura de haber hallado en su relación conyugal; y a pesar del temperamento violento de su marido, está segura de poder redimirlo a través de la fuerza del amor que se profesan. Ya acercándose el desenlace de la historia, cuando sufre la enésima humillación, acude rota de dolor a denunciarle a la policía. En la comisaría el agente que la atiende le pregunta: «¿Dónde la agredió?». A lo que ella responde: «No tengo nada por fuera. Es por dentro». El policía, que está cumplimentando la denuncia y necesita precisar los hechos, le demanda más concreción: «Dice que no la ha agredido físicamente. ¿La insultó? ¿La amenazó verbalmente?». «Lo ha roto todo», acierta a declarar con un hilo de voz la mujer. Insiste el funcionario en modo burocrático: «¿Ha roto objetos suyos personales?». Es entonces cuando ella, sin poder reprimir las lágrimas y con la voz quebrada de puro sufrimiento moral, repite como si de una patética letanía se tratase: «Todo, lo ha roto todo. Lo ha roto todo, todo».

La clave de esa lapidaria frase reside en el «todo». Destruye todo quien mediante su conducta liquida nuestra fe en aquello que otorga valor y sentido a lo que hacemos, socavando así la base sobre la que se sustenta el conjunto de principios que nos impulsa a vivir de una determinada manera; dejando una devastación moral absoluta. La protagonista de la película de Bollaín constata ya sin margen ninguno para el autoengaño que el amor que se profesan su marido y ella no puede obrar milagros. Y esto lo era todo para ella.

Lo han roto todo. Es la frase que me vino al pensamiento cuando me enteré de la fea realidad: dos señalados gerifaltes del PSOE y un advenedizo indocumentado de la estirpe de los más rancios pícaros de la tradición hispana se lo han estado llevando crudo durante años entre quedadas amenizadas por mujeres a las que, según las famosas grabaciones, trataban como mercancía. Todo presuntamente, salvo alguna cosa, como en su día dijera el ínclito «M. Rajoy». Pero esos audios, ay, esos audios lo han roto todo. Porque en la malhadada presente coyuntura –no nos engañemos– ese es su efecto, que cabe en dos ominosas palabras: cinismo y nihilismo. ¿Qué les decimos a los jóvenes millennials criados al desamparo de las últimas crisis del capitalismo global y a los de la generación Z mesmerizados por el discurso que crece como una ola ineluctable en las redes sociales cuestionando el valor de la democracia? Nihilismo, que supone la pérdida total del norte ético, convirtiendo el territorio jerárquico de los valores en un desierto yermo donde se perdieron las referencias de las que la historia nos dotó. Cinismo: renuncia a la fe en la política para lograr que el ser humano se eleve por encima de las miserias específicas de la humanidad; pero se replicará que quién se lo puede reprochar a quienes están hartos de comprobar una y otra vez que las promesas dadas se incumplen, cuestionándose entonces de qué sirve el gobierno y el parlamento. Es una verdad incuestionable: la corrupción y la impunidad socavan su legitimidad.

Fiat iustitia, et pereat mundus: hágase justicia, aunque eso signifique el fin del mundo. Diríase que es el exhorto justiciero, una especie de mandato que persigue la depuración moral de la Sodoma y Gomorra de la política democrática. De este modo se nos entrega a los brazos de un autoritarismo patriarcal que por fin sabrá ponerle fin a la decadencia moral de quienes deberían dar ejemplo por ser nuestros dirigentes. ¿Por qué si no escogió el inefable Alvise Pérez el título de Se acabó la fiesta para su personalísimo proyecto político? Nada purifica más que el fuego. La tentación de hacer tabula rassa, borrón y cuenta nueva, es irresistible cuando sentimos, como la protagonista de Te doy mis ojos, que lo han roto todo.

El golpe ha sido muy fuerte. ¿No cabía esperar ejemplaridad de quienes llegaron al gobierno en 2018 por medio de una moción de censura que tuvo éxito porque se percibió que la corrupción del PP –del partido como tal, no lo olvidemos, verificada judicialmente– había conducido a nuestra democracia a una situación insostenible? En la coyuntura actual, con la furibunda ofensiva de la derecha y la ultraderecha, entregada prácticamente al discurso de odio contra todo lo que suponga progresismo político, sin escatimar recursos y con la connivencia de los sectores tradicionalmente conservadores de nuestro país (una parte significativa de la judicatura, de los medios de comunicación y la Conferencia Episcopal recién incorporada al ataque), el daño que hace la revelación de las actividades del así llamado trío tóxico, con sus bochornosas conversaciones, es de una magnitud incalculable. Y con el susto en el cuerpo por lo que pueda venir.

Creo que no se debe pasar por alto que la crisis actual de la democracia viene pareja con la crisis de la izquierda, particularmente de la socialdemocracia, decisiva en las décadas de la posguerra, especialmente en Europa Occidental. Algo debe de significar. Para el profesor alemán Rainer Mausfeld la raíz de ambos fenómenos radica en la despolitización de la sociedad que ha traído consigo la fragmentación y la descomposición de los movimientos emancipatorios y sociales, y por ende de la izquierda en general. La clave se encuentra a su entender en lo que denomina «la subyugación neoliberal de la izquierda política organizada en partidos»; así lo deja por escrito en su libro ¿Por qué callan los corderos? En él expone los defectos de una «democracia de élites» incompatible con el proyecto genuino de la izquierda transformadora que nació de la propuesta revolucionaria que supuso la Ilustración. Este es el verdadero origen histórico de la democracia moderna como alternativa posible al sistema institucional del Antiguo Régimen. El cambio político de trascendencia histórica viene de la mano de la apuesta por un paradigma ético, cuyo núcleo es el humanismo universal. Él constituye el sustento filosófico de una nueva moral que manda la inclusión de todo ser humano en la aspiración a una vida buena. Para ello es imprescindible que los privilegios de unos pocos, justificados sobre una moral heterónoma de corte religioso, sean menoscabados a favor de los derechos de todos, basados en la racionalidad y en el reconocimiento de la autonomía del individuo. Este esfuerzo moral por así decir, arraigado en la tradición ética de la Ilustración, se ha librado siempre en contra de las inveteradas instancias de poder. Desde la perspectiva de la izquierda se deben tener por inmorales todas las políticas que favorecen a los poderosos –es decir, que protejan y/o fomenten sus privilegios– en desmedro de los débiles. Toda decisión política ejecutada por los partidos políticos identificados de izquierdas que incurra en esa inmoralidad acarrea forzosamente su des-moralización; lo que significa su desarme ético, así como su des-ánimo, esto es, su pérdida de ánima, de alma. Y nada desmoraliza más en ese sentido que contemplar atónito cómo los que tienen que dar ejemplo del esfuerzo moral señalado por estar en primera línea de la brega política se entregan en cuerpo y alma al chalaneo de los poderosos. A fin de cuentas no otra cosa es corromperse sino vender nuestra alma.

El neoliberalismo ha centrado su batalla de las últimas décadas en hacer de la ideología un elemento incompatible con la práctica de una política “razonable” –o sea, reducida a la mera gestión de lo dado, separada de cualquier ánimo transformador– con el objetivo de vencer toda resistencia a su proyecto político global. El mayor éxito de la socialdemocracia es el estado del bienestar convertido en un garante de la igualdad a través de la redistribución de la riqueza. Para ello un sistema fiscal progresivo es necesario si se quiere hacer de la justicia algo más que una palabra. El éxito del neoliberalismo ha radicado en revertir ese proceso histórico que dio comienzo tras finalizar la Segunda Guerra Mundial y darle la vuelta a la historia acercándonos a las así llamadas democracias liberales a los niveles de desigualdad previos a ese momento, tal y como lo documentó en 2013 Thomas Piketty en su libro El capitalismo en el siglo XXI. Se ha logrado implantar como válido a ojos de la opinión pública que la ideología, en tanto que percepción de la realidad sesgada por prejuicios políticos, es un pecado exclusivo de la izquierda, mientras que las propuestas de corte liberal conservador cuentan con el aval de la “ciencia económica”; eso sí, en su versión –que no está libre de su sesgo ideológico– neoclásica.Según su dictado se ha construido la globalización desde los años noventa del siglo pasado de acuerdo con lo establecido por el consenso de Washington, que impone en todo el mundo la desregulación, la privatización, el blindaje jurídico de la propiedad privada, la reducción de la presión fiscal con la capidisminución del Estado, entre otras medidas, todas de corte neoliberal.

Los partidos de la izquierda que han gobernado han sido cómplices de ese proceso. Se dice que al final de su vida Margaret Thatcher, la inquebrantable lideresa del punto de inflexión histórico-político al que hemos aludido, aseguró al final de su vida que su gran logro fue Tony Blair. En efecto el caso del Nuevo Laborismo fue ejemplar en el peor sentido: de izquierdas por su retórica electoral, pero más cercano al liberalismo político si nos atenemos a los efectos objetivos de su gobierno. Algo de lo que ha tiempo se contagió toda la izquierda europea, resultado al menos en parte de haber asumido de facto la tesis del final de la historia, acompañado de un cierto olvido de la propia genealogía ideológica.

Hay que darse cuenta de cómo ha sido desplazada la ventana de Overton en estas últimas décadas. La ventana de Overton representa la gama de ideas políticas aceptables para la ciudadanía en un momento dado, lo que conlleva el espectro de opiniones que la sociedad tolera como válidas. El hecho –tal y como lo expuso Mario Bunge en su Filosofía política–  es que «ha habido un notorio desplazamiento hacia la derecha en casi todos los grupos políticos de todo el mundo»; lo que él denomina el «desvanecimiento de la izquierda» (especialmente alarmante en el grupo de los más jóvenes según ponen de manifiesto últimamente las encuestas). Entre las causas de este imparable proceso hay que identificar esa des-moralización de la izquierda de la que el enésimo episodio de corrupción que en estos días nos cabrea y des-anima a partes iguales es un síntoma, siendo la pérdida de fe en la democracia su más preocupante consecuencia. (Irónicamente ha sido un hombre de fe quien recientemente ha mostrado su comprensión hacia esa apostasía política; me refiero al prelado Luis Argüello, presidente de la Conferencia Episcopal Española.) Esta es la explicación de que crezca la percepción de que votar no sirve para nada; que para muchos la más efectiva revolución de la mayoría social consistiría en la unánime abstención de la ciudadanía ante las convocatorias electorales. Este es el significado de un runrún que viene existiendo desde hace ya más de una década y que tuvo su momento de expresión más notable en el 15M con lemas como «le llaman democracia y no lo es», «no hay pan para tanto chorizo» o «que no, que no, que no nos representan». La democracia ha dejado de ser percibida por buena parte de la ciudadanía como el mejor instrumento político para mejorar la vida de la gente para pasar a ser un sistema simplemente conservador del statu quo que favorece a las élites. Es evidente la conexión con la desmoralización de la izquierda. La percepción es que nuestra clase política se ha constituida en élite o en casta, como se dijo también en aquellos días que parecen tan lejanos de ascenso de la nueva izquierda que tuvo en Podemos su concreción en forma de partido.

Da la impresión de que nuestros políticos han roto relaciones con la realidad creando un universo separado de los demás a base de discursos autorreferenciales, amplificados por los medios que rara vez traspasan la pantalla de las apariencias, en los que ellos son siempre los protagonistas agónicos en perpetua contienda por hacerse con el poder. De este modo nos hace ver que el poder es el fin en sí mismo, y no el medio del que hay que servirse para hacer el bien. Esto hace especialmente daño a la izquierda, pues su recorrido histórico consiste justamente en la lucha contra los poderes que mantienen contra el más elemental sentido moral los privilegios de unos pocos en detrimento de los derechos de los muchos.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.