Comienzo a escribir esto desde una profunda tristeza, negarlo supondría distanciarme del texto y no quiero hacerlo esta vez. Desde esta sensación pienso en el desarraigo. La primera definición de ‘desarraigo’ es “arrancar de raíz una planta” y, aunque no es de plantas de lo que vengo a hablar aquí —estaría guapo—, es un retrato bastante claro del dolor que siento en las entrañas tras nueve años viviendo lejos de Fuerteventura. Para esta pieza charlé con personas que han tenido que abandonar Canarias —o que están a punto de hacerlo— en busca de un futuro mejor. La tercera acepción del verbo ‘desarraigar’ es “separar a alguien del lugar o medio donde se ha criado o cortar los vínculos afectivos que tiene con ellos”. Esto ya se va pareciendo más a lo que quería tratar. Leo que etimológicamente significa “acción de arrancar raíces” y esto nos da una estampa precisa de lo que puede ser y cómo puede sentirse.
Me fui de ese lugar que dicen paraíso pero que suele encabezar las tasas de paro. Una de las comunidades con más suicidios y unos niveles de precariedad inmensos. Si nos paramos a analizar los datos anuales del número de suicidios registrados en Canarias y su tasa de paro, vemos dos líneas con muchas relaciones. El archipiélago canario es la segunda comunidad con el salario más bajo de todo el país según la Encuesta Anual de Estructura Salarial del INE y presenta unas tasas de suicidio superiores a las del conjunto de España según el informe epidemiológico sobre la conducta suicida en Canarias. Los datos de este informe subrayan que las violencias y desigualdades en torno a la clase social y el género influyen en la ideación suicida, teniendo una mayor prevalencia en mujeres y en personas con una situación económica más desfavorecida.
Frente a un sistema ya violentamente desigual e insostenible por su misma estructura, y agravado por la crisis sanitaria provocada por la Covid, Canarias es la segunda comunidad que ha sufrido un mayor impacto en cuanto al número de personas trabajadoras afectadas por ERTE y reducción de salarios, según el informe Mercado de trabajo y pensiones de la Agencia Tributaria.
Ante la desigualdad feroz y la soledad en sociedades cada vez más individualistas, las consecuencias afectivas y sociales son evidentes. El cuerpo somatiza la tristeza, así como la desesperanza y otros malestares psicoemocionales. Necesitamos contar con una red de personas que nos acompañen. ¿Cómo echar raíces cuando el sistema te empuja a permanecer en otros lugares? La escritora Meryem El Mehdati plantea que, el no poder quedarnos en nuestro lugar de origen por una cuestión de falta de oportunidades, se une muchas veces a la imposibilidad de poder echar raíces: “Es importante tener un núcleo, un colchón sobre el que caer y que te sujete cuando tú no puedes”. La filósofa Judith Butler plantea que, para que la vida sea digna de ser vivida, “es necesario reivindicar nuestra interdependencia, la implicación de los unos con los otros, y adquirir un compromiso con el planeta y sus habitantes, humanos y no humanos, para respirar en un auténtico mundo común”.
La investigadora Rosa María García invita en Ctxt a repensar los intereses económicos y sociales de fondo desde el conflicto entre el capital y la vida. Me pregunto, ¿cómo estar bien cuando los intentos de llegar a final de mes son asfixiantes? ¿Qué hacer ante el deseo de tener tiempo para compartirlo? La psicoterapeuta Beatriz Cerezo plantea que el cuerpo habla de los daños psicosociales que sufrimos y ofrece una visión feminista y crítica de la psicoterapia que tenga presente la influencia del contexto: “Tengo una gran crítica a cómo se concibe muchas veces la salud mental. Me refiero a ese centrarse en que el individuo está enfermo sin darnos cuenta de que es una sociedad la que nos enferma. Ese poner toda la responsabilidad en la persona, que tiene que gestionarse para seguir adaptándose a todas las presiones que nos están poniendo allá fuera, es como si te dijeran ‘vengo aquí para que no me duela que me peguen’, ¿no? A ver cómo puedes hacer esto”. Destacar la importancia de contar con más profesionales que nos acompañen (y que esta ayuda no dependa del dinero que tengas) no debe nublar ni desvirtuar la necesidad y urgencia de cuestionar las estructuras que nos violentan.
Natalia González, coordinadora de Salud Mental del Servicio Canario de Salud, muestra en el programa ‘Informe Trópico’ que cuando se habla de salud mental se debe hacer alusión a cómo está la población de Canarias. Desde su índice de pobreza hasta su estado socioeconómico, entre otros factores: “La salud mental tiene mucho que ver con dónde vives, cómo vives, los ingresos económicos y los apoyos que puedas tener para afrontar la vida cotidiana”. Beatriz Cerezo, que es de Tenerife y lleva 12 años viviendo en Barcelona, expone: “La clase social en Canarias me parece un temazo a abordar y lo digo, no solo como psicóloga, sino como canaria enfadada. El tema del colonialismo todavía sigue estando ahí. La sensación de colonizadas está muy fuerte y ese cierto desprecio a las islas genera una indefensión aprendida fuerte”.
Todas aquellas que vinimos a estudiar a la Península porque allí no teníamos opción (en Fuerteventura, por ejemplo, no hay universidades), no pudimos empadronarnos aquí. Había que elegir entre una asistencia sanitaria de calidad o ver a nuestras familias, pues no todas las personas cuentan con el dinero que cuesta un pasaje sin el descuento de residente canario. “Empadronarte aquí significa que no puedes volver a casa, ¿vas a pagar 300 euros por un vuelo? La gente no puede permitirse estos precios que suben las aerolíneas en ciertas fechas. En la sanidad tienes la condición de desplazada y, a veces, te tratan mal. Me ha llegado a pasar que no quisieran darme recetas por no estar empadronada y con la Covid aquí no nos vacunaban por esto mismo. Es una sensación de desprotección por origen horrible y tiene que ver con la clase social”, refleja Beatriz.
Meryem indaga en el imaginario que existe alrededor de las islas. Desde “viven en el paraíso” hasta “qué bien, récord de turistas”. Se pregunta a quién está enriqueciendo el turismo en Canarias: “Si hemos vuelto a las tasas de ocupación anteriores a la pandemia, ¿por qué tenemos una de las tasas más altas de exclusión social? Me cuestiono si realmente esto es lo único de lo que podemos vivir, ¿no hay formas mejores de plantearlo y hacer que realmente el beneficio que genera llegue a nosotras como población canaria? Si recibimos 14 millones de turistas, ¿por qué con esa cifra tenemos a tanta gente muriendo de hambre? La desigualdad de distribución de la riqueza es bestia”.
El capitalismo nos echó de Canarias a muchas personas por falta de oportunidades y el viaje nos trajo una sensación de desarraigo y una falta de red de afectos lejos de nuestras raíces. Recuerdo un texto hermoso de la psicoterapeuta Beatriz Cerezo en el que expresaba el malestar de estar entre dos lugares: “Después de unos días con la familia de origen (con sus gestiones y dificultades) estoy en el aeropuerto con una sensación extraña. Estoy ‘en casa’ (Tenerife) con la idea de que ‘vuelvo a casa’ (Barcelona). Reflexiono mucho sobre dónde está el lugar seguro, esa gente ‘hogar’ donde una puede ser tranquilamente. Nos bombardean con que la intimidad, el afecto y el buen querer están en las figuras primarias de apego. Pero no para todes es así. Hoy me siento con la tristeza de estar entre dos mundos: el origen identitario y el construido”. Me cuenta, a través de una llamada, que el desarraigo tiene que ver con la identidad que se construye tanto en base a la biografía como a las propias experiencias, entre las que se encuentra la cotidianidad del lugar o tu círculo.
Asegura que genera una especie de ‘limbo identitario’ en torno a quién eras —ya no eres ni de aquí ni de allá— y a cuál era tu cotidianeidad, ya que creamos una identidad en base a lo que somos y lo que hacemos: “Entre el hacer y hacer, vamos construyendo un ser. Cuando te cambias de sitio, los haceres son distintos y tienes que volver a verte”, indica. “El desarraigo está claramente relacionado con la salud mental. A nivel psicológico, se producen varias cosas: una identidad que ha de construirse de nuevo quitando un poco las bases de quien fuiste, pero también un duelo sobre todo aquello que dejas atrás, como los sitios cotidianos o la gente de la que te alejas. Imagínate cuántas embestidas hay en cuanto a salud mental y cuántos procesos sucediendo a la vez: de adaptación, de creación de una nueva identidad, de duelo del sitio del que te vas… Nunca me lo había planteado y ahora me doy cuenta de, ¡guau!, cuántas cosas hay aquí metidas”, afirma Beatriz.
Además, confiesa: “Tengo amigas allí, pero como hace tanto que no las veo, la amistad es distinta. Aquí es como que soy amiga, pero no del todo. Voy a Tenerife y me dicen ‘hablas como una goda’ y vengo aquí y me dicen ‘eres de Venezuela’. Te quedas todo el rato como en un limbo de no ser nada y serlo todo. Sientes dolor porque ya no eres de aquí, pero tampoco de allá”.
Por su parte, Brenda de la Nuez es de Gran Canaria y lleva 13 años en Madrid, donde hizo la carrera de psicología y se especializó en el área de atención temprana y orientación: “Cuando acabé la carrera tuve una crisis monumental. No sabes qué hacer con tu vida, no tienes trabajo y te metes en un máster. Intentas sacarte la oposición y entras en una crisis enorme porque hasta dentro de dos años no vuelven a salir plazas. Acabé haciendo otro máster para coger puntos. Eso suponía que nos tuviéramos que endeudar porque era muy caro y sentía un agobio enorme”. Brenda destaca que el sentimiento de culpabilidad por el esfuerzo económico que supone a las familias pobres que sus hijes puedan estudiar una carrera es algo más común de lo que imaginamos.
La tinerfeña Irene Negrín, agente de igualdad, comparte una vivencia similar. Estuvo viviendo cinco años en Madrid, donde estudió Relaciones Internacionales, una carrera que no se oferta en Canarias: “Me fui a vivir a Madrid pensando que allí iba a tener más oportunidades laborales. Entendía que quedarme en las islas era quedarme en la mediocridad y que estudiar en Madrid me daría más prestigio. Era la idea de una chica de 18 años que había recibido toda su vida los bulos de que, si ponías Universidad de La Laguna en el currículum, no te contrataban”. Irene narra que en Madrid tuvo muchos sentimientos encontrados: “Lo que más recuerdo es la sensación de saturación y agobio constante. La ciudad es muy apabullante, me saturaba la gentrificación. Nunca me sentí en casa y no encontré posibilidades de hacer conexiones de ningún modo sin consumir”. Así, reivindica que hacen falta más espacios que no estén ligados al consumo: “Madrid es una ciudad hecha para consumir. A eso se le suma que eres una estudiante que tiene 200 euros al mes para sobrevivir. Es imposible desarrollar una vida así”.
La glotofobia y la búsqueda de pisos: desde aplatanados hasta vagos, los estereotipos clasistas hacia la canariedad
Entrar en plataformas de búsqueda de piso se convierte en un ejercicio de desesperación absoluta. Te encuentras con que te piden entradas de tres meses, precios desorbitados y una clara discriminación por clasismo, machismo y glotofobia. ¿Cómo es posible que tener un techo bajo el que vivir sea la odisea en la que se ha convertido? Irene Negrín cuenta que, tras los scrolls infinitos y encontrar una opción que se pudiera ajustar a su presupuesto, no le alquilaron el piso por su acento y que se sentía la otredad: “Esa otredad se traducía no solo en sentirme fuera de lugar, sino en que me hayan rechazado en pisos por ser canaria. Cuando fui a la entrevista me empezaron a decir ‘Ah, ¿eres canaria? son unos vagos allí, eh, ¡y les gusta mucho la fiesta!’. Recibí la estereotipación al límite y, por supuesto, me descartaron. Sufrí esa violencia varias veces por parte de caseros y de la gente con la que me relacionaba laboralmente, que decían ‘a los canarios no les gusta trabajar, solo quieren fiesta’, cuando encima todas las personas canarias que conozco son trabajadoras de sol a sol”. Una experiencia similar la cuenta Beatriz, quien asegura que tras experiencias desagradables en torno a su acento buscando piso, se obligaba a cambiar el acento para no recibir un trato desigual.
La glotofobia, es decir, la discriminación por el acento al considerar unos por encima de otros o con mayor estatus en la jerarquía de prestigio social, indica la psicóloga que puede afectar a la autoestima al hacer sentir vergüenza con el propio habla. Esto me trasladó a la primera vez que me sentí humillada por mi acento. Fue en la universidad, donde se me exigía “neutralizar” mi acento canario al no considerarlo legítimo para ciertos entornos formales como el periodismo. Sentí el desprestigio al que nos suelen someter a los sures en mi carne, y con el tiempo comprendí que aquello que me había sucedido tenía que ver con este tipo de discriminación concreto relacionado, entre otras cosas, con el clasismo, ya que históricamente los sures han sido más pobres y se leen como aplatanados, vagos o catetos. Esto, para muchas personas, llega a suponer una discriminación laboral, dificultad para encontrar piso o sentimiento de vergüenza cuando tienes que hablar en público. A propósito de la glotofobia, la lingüista Carmen Torrijos cuenta en el programa ¿Existe discriminación por el acento? de Playz que no existe una variedad estándar del lenguaje ni “acentos neutros”, sino que se establece un prestigio social que no tiene nada que ver con lo lingüístico, sino más bien con temas sociales, políticos y económicos.
Beatriz Cerezo concluye que, con esos bombardeos de mensajes, se produce también la endofobia, entendida como ese proceso de minusvalorar lo propio de un modo irracional: “Esa idea de que el mago de campo cultivando papas es un mierda frente al intelectual de la ciudad. El reniego de las tradiciones o el menosprecio a bailarte una isa o una polca. Fenómenos que hace que haya un reniego tanto de fuera como de dentro de la canariedad. Es decir, rechazo hacia tu propio lugar de origen”. Sobre los estereotipos hacia las personas del mundo rural, el Instituto Canario de Igualdad publicó el documental Magas y Maúras en el que recuperan diversos relatos del campo canario más allá de los márgenes.
Frente a la vergüenza impuesta hacia personas por su clase socioeconómica, su acento o por su identidad, que la literatura de mujeres jóvenes, canarias y de clase obrera como Meryem o Andrea Abreu esté recibiendo el reconocimiento que merece, es un acto de justicia y de orgullo colectivo. La lucha contra los estereotipos y discriminaciones que nos violentan sucede tanto en los entornos activistas de las calles como en las lecturas que nos acompañan. Meryem ironizando sobre la glotofobia en las presentaciones de su libro en la península o Andrea Abreu defendiendo la escritura desde la oralidad Canaria en la prensa internacional nos ofrecen un abrazo. Son justicia y son sanadoras: “Ha sido complicado enfrentarme a la posibilidad de escribir la novela en canario en cuanto he crecido con un sentimiento de vergüenza constante debido a esa idea dominante de que el canario no es una lengua que pueda utilizarse en contextos oficiales […] No se nos debe pedir que adaptemos nuestra manera de hablar”.
Sobre el sentimiento compartido de desarraigo me di cuenta en una conversación con mi amiga Isa. El pensamiento y el entender lo que nos atraviesa son procesos colectivos: «Me aferro a mi empadronamiento en Gran Canaria para huir de la constatación de que ser canaria ha sido incompatible con la vida que he elegido”, me escribe por WhatsApp. Claro. Ahora lo entiendo. Entonces pienso en la necesidad de compartirlo y ponerle palabras para la sanación.
La estructura social capitalista y sus normas son incompatibles con la vida
Remedios Zafra explica, en su obra Frágiles (Anagrama, 2021), que vivimos en unas vidas-trabajo que nos empujan a sostener el sistema por encima de nuestra red de cuidados. Esta idea de las vidas-trabajo me recuerda a cuando un día, trabajando desde casa, mi sobrina con cinco años me dijo que o dejaba de trabajar o se me iban a romper los ojos. O a cuando me apagaba el ordenador para que estuviera con ella. Zafra escribe que no es casual que la ansiedad avivada por las economías de mercado favorezca una docilización de las personas frente a poderes explícitos de quienes tienen el dinero y la posición social privilegiada.
Refleja, además, que tampoco es anecdótico que esto acontezca reforzando un individualismo necesariamente competitivo. Y es que la competición es lo contrario a compartir y cooperar, verbos sin los que no podemos entender una red de cuidados: “La sumisión que implica sentirnos domesticados es posible porque se debilitan las formas de solidaridad entre nosotras”. Siento que con estas vidas-trabajo, unidas al desarraigo de las personas canarias que viven en la península, el sentimiento de soledad y tristeza es inmenso. Si en sociedades cada vez más individualistas no generamos redes, nos organizamos y nos cuidamos mucho entre nosotres ¿qué nos queda? Pero, ¿cómo colectivizo afectos con jornada laboral completa y partida? Si el afecto es una de las principales necesidades humanas según la Pirámide de Maslow, no puede ser que el trabajo esté en el centro de nuestras vidas.
Meryem El Mehdati recoge en su obra Supersaurio (Blackie books, 2022) un pensamiento sobre ello: “Si fallece un familiar próximo tuyo, has de seguir trabajando. Si tienes una depresión de caballo, has de seguir trabajando. Cuando te pones enfermo has de seguir trabajando. Todas nuestras vidas se han construido de forma que lo único que ha de seguir funcionando pase lo que pase es el trabajo, por encima de todo y de todos. Me parece demencial”. Meryem me recibe en una videollamada para hablar del desarraigo, la precariedad y del impacto de todo ello en la salud mental de las personas canarias.
Somos las hijas de la clase obrera que pudimos estudiar en la universidad gracias a las becas públicas y al esfuerzo familiar. Crecimos con el espejismo de un futuro mejor que nunca llega. Nos vendieron la certeza de que solo de nuestro esfuerzo dependía poder dedicarnos a nuestra profesión de una manera digna. Pero, como canta Tremenda Jauría, no estamos todxs igual, partimos de casillas diferentes y no es casual que el 1% más rico del planeta siga acumulando el 45,6% de la riqueza global. Nos bombardean con discursos políticos de que lo tenemos todo, pero que “nos falta la cultura del esfuerzo”. Enlazamos trabajos precarios y recibimos narrativas adultistas, meritocráticas y clasistas bajo frases como “son la generación de cristal”. Venga, un poquito más, rómpete las entrañas, escáchate contra el piso para llegar a fin de mes. Mi madre tuvo que dejar sus estudios a los 12 años para ponerse a trabajar y ejercer los cuidados; mi abuela no sabe leer ni escribir y ambas vivieron violencias inaguantables. Sé muy bien de dónde vengo. Tomar conciencia de la suerte que supone haber nacido en este momento, no debe ser incompatible con la necesidad de poner sobre la mesa la precariedad y desigualdad salvaje en la que seguimos inmersas para llegar a esa vida digna de ser vivida de la que hablaba Butler.
Meryem indica que la mayoría de los jefes de empresas canarias son peninsulares o extranjeros adinerados: “Si lo piensas, la cabeza te da una vuelta de campana”. Sigue: “Los trabajadores son canarios, hijos de trabajadores que en su día se partieron el lomo para que su prole se sacase una carrera […] hacen horas extra que no les corresponde hacer y estiran sus paciencias hasta el infinito en pos de un reconocimiento que nunca llega. Terminan quemados y marchitándose antes de tiempo”.
A eso se une que, además, seguimos escuchando cada día bulos xenófobos sobre la migración. Según un estudio de Oxfam Intermón, 8 de cada 10 personas han escuchado un bulo sobre personas migrantes: “Hay un grupo de personas a las que les conviene muchísimo que estemos más centrados en que recelemos de nuestro vecino, antes de preguntarnos por qué el casero nos sube el alquiler como le da la gana y cuando le da la gana. El bulo es ruido que escapa a los datos y a la información veraz”, indica la escritora.
La intersección entre género, orientación, clase y canariedad
Encuentro ciertas similitudes entre vivir con vergüenza el acento canario y la bisexualidad. Todo lo que me empuje a ser lo que no soy me va a doler. En ‘Educar hasta la ternura siempre’ (Chirimbote, 2021) se recoge que todas las normas sociales o todos los ‘centrismos’ surgen de esa idea de que hay una parte que se impone como única y se valora por encima de otra: ten un acento neutro, una orientación hetero, una expresión de género normativamente binaria, aparenta una determinada clase social, etc. Todo esto no son más que jaulas o categorías a las que nos empujan para entrar en lo que se considera ‘neutro’ o ‘normal’ en la jerarquía social.
Vivir teniendo que esconder quién eres o mirarnos desde constructos heteronormativos, coloniales y patriarcales nos aleja de lo que somos. “Un cuerpo triste obedece la norma sin creer en ella”, escribe Sara Torres, a lo que añade “la sumisión al poder jerárquico, aquel donde no hay conversación o negociación posible, nos entristece”. Sobre la necesidad de entender la interseccionalidad como la forma en que operan las estructuras sociales en nuestros cuerpos habló Vasallo en ‘El Sentido de la Birra’. Expuso que la interseccionalidad tiene que ver con el lugar en el que estás dentro de la sociedad: “No se pone una cosa por encima de otra, todo interactúa y va junto con lo que soy”.
También lo abordó Ayme Román en su ensayo Después del Me too (Penguin, 2022): “Para articular un feminismo interseccional se trata de atender a la forma compleja y a veces inesperada en que interactúan las relaciones históricas de clase, género y raza, algo imposible de alcanzar con meras sumas y restas”. La canariedad y bisexualidad no habitan como realidades separadas. Cuando ocupo cualquier espacio voy con mi acento, mi orientación, mi situación económica y mi identidad. Poner fin a las violencias en el proceso de nombrarnos y visibilizarnos es fundamental para dejar de habitar la vergüenza por cómo somos, qué sentimos o cómo hablamos. La experiencia colectiva nos dice que no es una dolencia individual, sino que es el sistema. Y nos invita a cuestionar qué es lo neutro. Me acompaña en el malestar que sentí aquella vez en la universidad y me ayuda a ponerle palabras que me permiten nombrar la discriminación, denunciarla y colectivizarla.
Pienso en el desarraigo; en la cuestión de clase; en la precariedad y en la falta de una red afectiva amplia y segura lejos de las islas. Me vienen a la mente y a la tripa las palabras de la poeta canariona de la generación del 27 Josefina de La Torre, que también viajó a Madrid para terminar sus estudios: “Rondo por las oscuras paredes de mí misma, / interrogo al silencio y a este torpe vacío, / y no acierto en el eco de mis incertidumbres. / No me encuentro a mí misma […] Este desalentado y lento desganarse / que convierte en preguntas todo cuanto es herida / Y rondo por las sordas paredes de mí misma / esperando el momento de descubrir mi sombra”.
Tras todas estas llamadas encajé piezas. Me sentí acompañada. Pienso en todos esos movimientos sociales contra la estructura desigual que vende los resquicios de naturaleza que quedan sin edificar a los intereses del capital. Me sanan las consignas de las activistas del puertito de Adeje al ritmo de ‘El Apagón’ de Bad Bunny. Gracias a todas las que ponen el cuerpo; salvar la Tejita, salvar Chía Soria o salvar El Puertito. Gracias por tomar las calles por el bien común.
Termino de escribir este texto en un avión de vuelta ¿a casa? Tenía en mi móvil la canción Rastastas full HD que me había enviado mi hermana por WhatsApp con un “yuuooos esta canción se sale”. La escucho en bucle, cierro los ojos y me imagino perreando en medio del pasillo del avión con ella como cuando íbamos juntas a la verbena de Puerto y como si no estuviéramos a 3.000 kilómetros de distancia. Entonces río. Y duele menos.
Nadia Martín es periodista, fotógrafa e investigadora especializada en género y en el desarrollo de proyectos culturales y coeducativos.