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Lo woke y la experiencia española

Fuentes: Rebelión

En relación con lo woke, para comparar y adecuar las enseñanzas de esa movilización y esa cultura proveniente de EEUU, referida particularmente a los campos antirracista y feminista, es importante tener en cuenta y valorar la especificidad de la experiencia española. Es el ámbito más inmediato de elaboración de una respuesta a este problema de fondo: la articulación de la acción colectiva y la movilización popular, con una dinámica de cambio global de progreso, así como su conexión con la formación de sus élites representativas y la elaboración de una teoría social crítica que mejore su capacidad interpretativa y orientadora.

Análisis concreto de la situación concreta

Se trata de profundizar en las particularidades españolas, sobre su diversidad social y política, y no repetir esquemas interpretativos referidos a otras realidades. En especial, hay que tener en cuenta la experiencia popular de acción cívica, con sus marcos socioculturales y los procesos democratizadores, junto con algunas particularidades significativas como la incorporación reciente de la inmigración y la articulación territorial y de la plurinacionalidad.

Por tanto, es necesario un doble esfuerzo interpretativo y crítico, desde cierta orfandad teórica, ya que la teoría social está bastante estancada y con diversos sesgos que dificultan el análisis. Y siempre contando con que, en general, la práctica social suele ir por delante de la teoría, y hay que ir planteando problemas y dilemas que, en la medida que son manifestación de amplias experiencias populares, demandan una explicación de conjunto y una orientación transformadora.

En ese sentido, con un enfoque sociohistórico, hago un repaso sintético de la experiencia de los movimientos sociales en España, parcialmente diferente de la de Estados Unidos, desde donde viene la mayor parte del bagaje analítico, teórico y normativo sobre este tema.

Adelanto dos características específicas para tener en cuenta. Aquí la inmigración es más reciente, con un ritmo, dimensión, composición y articulación diferentes y emergente, incluida la actual virulencia de la reacción ultra. Por ello es distinta, respecto de la realidad estadounidense o de los países europeos centrales, la doble dinámica interactiva. Por un lado, el racismo, el llamado supremacismo blanco, autoritario e identitario esencialista, con la creciente reacción ultraconservadora y derechista. Por otro lado, los variados procesos de la integración social y la interculturalidad con la comunidad autóctona, por parte de las distintas partes de la población inmigrante (latinas, magrebís-musulmanas, subsaharianas, del este europeo), incluida la primera generación infantil y juvenil ya nacida aquí y la nacionalizada.

Pero, sobre todo, a partir de esa nueva realidad, hay que valorar la actual conformación de la conciencia social de las desigualdades étnicas y nacionales y las dinámicas neocoloniales, respecto de las poblaciones del Sur global, así como la dimensión creciente de las actitudes de solidaridad y antirracismo -incluida la reciente de la solidaridad propalestina-, entre la población autóctona y, especialmente, el despertar en sus derechos de la propia población de origen migrante.

Igualmente, es singular la conexión interseccional de movimientos sociales -parciales-, iniciativas de acción colectiva, articulaciones asociativas y actividades socioculturales, que tienen distinto impacto sociopolítico y diferente combinación entre ellos pero que, al mismo tiempo, mantienen otras características comunes. Una, la configuración de una base social compartida, que llamo progresismo de izquierdas -rojo, verde, violeta-. Otra, un significativo proceso participativo y democratizador en el cambio sociopolítico e institucional, desde la acción antifranquista y la transición democrática, que ha permitido la configuración de una amalgama de corriente social crítica, con varias oleadas de regeneración juvenil y renovación político-cultural de las élites asociativas y de izquierda. Todo ello, con altibajos en su activación y su impacto sociopolítico y con distintos protagonismos simbólicos y articulaciones representativas -incluidas referencias culturales, artísticas o deportivas-.

Una rica y particular experiencia cívica

En España también hemos tenido una rica y particular experiencia expresiva y articuladora de movimientos sociales, con interacción entre ellos y con dinámicas transformadoras progresistas más globales. Esa práctica colectiva, acumulada en estas décadas, ofrece una peculiar característica, más multidimensional, para abordar este tema de la formación de identificaciones colectivas y su interacción, así como la relación entre su especificidad y su generalidad. Veamos algunos rasgos básicos de las últimas etapas.

La más amplia, profunda y duradera experiencia sociopolítica, en los años setenta, estuvo constituida por la combinación de movimientos sociales progresistas y movilización democrática antifranquista. Se conformó, por un lado, por el impulso del movimiento obrero y sindical, junto al vecinal y el estudiantil, así como por el movimiento feminista y los procesos de reivindicación de los derechos nacionales en diversos territorios; por otro lado, por la acción colectiva antifranquista y por las libertades civiles, sociales y políticas, con un significativo carácter antirrepresivo y solidario y un relevante papel de las izquierdas para la conquista de la democracia.

La trayectoria sociopolítica de una amplia base progresista y de izquierda social, aparte de un fuerte componente juvenil, tenía un perfil democratizador, igualitario y cooperativo. Se interrelacionaba la lucha concreta por motivos inmediatos desde situaciones específicas, gente especialmente afectada o dinámicas sectoriales y locales, con una relevante y continuada acción democrática y, en algunos sectores de izquierda, por un cambio social e institucional más avanzado.

Podemos decir que había una fuerte imbricación o interseccionalidad en un doble sentido: por una parte, la interacción popular, a través de la participación e intercomunicación de las experiencias compartidas de acción colectiva y legitimidad cívica; por otra parte, la conexión de dinámicas reivindicativas y objetivos inmediatos y concretos, con aspiraciones y exigencias más generales, de tipo político-democrático o de solidaridad.

En los años ochenta, con unas características especiales, así como en las dos décadas siguientes, se disociaron dos procesos articulatorios de experiencia sociopolítica e impacto identificador. Primero, una cierta dinámica de estabilización político institucional, en el marco del asentamiento bipartidista del nuevo régimen político democrático, junto con la crisis política de las izquierdas transformadoras, aun con su lenta y parcial recomposición.

Segundo, una reactivación de la movilización popular y de clase trabajadora, principalmente con el movimiento pacifista contra la OTAN, el movimiento sindical contra la precariedad laboral y por el giro social y el movimiento feminista, con gran potencia expresiva y de base; todos ellos con la diferenciación -incluso oposición- respecto de la socialdemocracia gobernante. A ellos se unió, con discontinuidades, el movimiento ecologista, y más adelante, en los primeros años dos mil, la movilización cívica contra la participación española en la guerra de Irak y el militarismo estadounidense, en este caso, posición crítica compartida con la socialdemocracia española -y el eje francoalemán-.

Todo ello, con altibajos, produce una particular experiencia colectiva de esa izquierda social o progresismo rojo (laborista), verde (ecopacifista) y violeta (feminista) que se va sedimentando en sus mentalidades y actitudes a través de dos factores.

Uno, la dimensión masiva y las características progresistas de la acción colectiva y su amplia legitimidad pública, más autónoma de lo político-institucional (aunque el Partido Socialista siga teniendo la primacía electoral). Llegaron a tener gran impacto sociopolítico, a través de amplias campañas en las que una u otra movilización colectiva y su correspondiente élite sociopolítica tenía, coyunturalmente, un papel más relevante en la representación del conjunto y acogía la capacidad expresiva del malestar social y democrático existente.

Dos, la menor capacidad articuladora de las organizaciones políticas de izquierdas y su discontinuidad como mediadoras y representantes institucionales de las corrientes sociales progresistas, el distanciamiento de gran parte de la izquierda social respecto de la socialdemocracia gobernante y la reconfiguración del espacio de Izquierda Unida y diversos nacionalismos de izquierda.

Por tanto, a diferencia de la anterior etapa de movimiento antifranquista y transición democrática, en esta larga fase de tres décadas, se produce una relativa disociación entre el campo sociopolítico y cultural, relativamente activo, aunque heterogéneo y discontinuo, y el campo político-institucional y electoral, dominado por la socialdemocracia gobernante y el bipartidismo.

En este periodo perviven dinámicas movilizadoras y participativas, algunas muy amplias y contundentes frente a los poderes establecidos, con identificaciones parciales significativas, así como élites asociativas, incluido el sindicalismo, que pugnan por su influencia y legitimidad particular. Han configurado importantes pulsos sociopolíticos y democráticos, como en el referéndum contra la permanencia en la OTAN -con un apoyo al NO del 43% de los votantes, siendo mayoría en Catalunya, Euskadi, Navarra y Canarias-; o la gran huelga general del 14 de diciembre de 1988, con apoyo masivo, contra la precariedad laboral y por el giro social. Así, se constituyen empoderamientos colectivos, referencias simbólicas y culturales, representaciones sociopolíticas específicas e intersecciones colaborativas más amplias. Constituyen procesos identificadores de un campo sociopolítico crítico con la gestión del poder establecido.

No obstante, no hay una traslación de una masividad equivalente hacia la formación y la pertenencia partidista a un bloque político e institucional transformador, aun contando con la presencia emergente, a finales de los ochenta y primeros de los noventa, de Izquierda Unida y las izquierdas nacionalistas. La expresión partidaria y la presencia institucional de un proyecto de cambio global, protagonizado por la izquierda política transformadora y alternativa, se había debilitado, tras su profunda crisis en los primeros tiempos de la estabilización democrática.

Al mismo tiempo se dan distintas fases de la situación social y en la gestión gubernamental socialdemócrata y los procesos de reformas -o recortes- sociales e institucionales, que condicionan la consistencia de la protesta social progresista. El cambio cualitativo se produce con la crisis socioeconómica (2008) y las políticas de austeridad de 2010/2012, junto con el correspondiente movimiento de protesta e indignación, conocido por el movimiento 15-M, con su conversión parcial más adelante en un campo político electoral e institucional diferenciado del Partido Socialista y la articulación de una nueva izquierda alternativa: Podemos, su alianza en Unidas Podemos y sus convergencias territoriales y, más tarde, con la formación de Sumar y la división existente con Podemos, con difíciles perspectivas. Aparte está la persistente relevancia de las izquierdas nacionalistas.

Nueva etapa y un futuro en la encrucijada

En los últimos quince años entramos en una nueva etapa de esta configuración de movimientos populares -parciales- y una vertebración política más institucional. Se produce la explosión de la movilización cívica, sobre todo juvenil, simbolizada por el movimiento 15-M, frente a los recortes sociales y por la democratización, así como la posterior articulación político electoral de esa ciudadanía indignada con las llamadas fuerzas del cambio de progreso o nueva izquierda alternativa, que adquiere una significativa influencia político-mediática e institucional en los gobiernos de coalición progresista. Se pueden mencionar cuatro procesos paralelos.

Uno, la persistencia de una amplia corriente social crítica y alternativa, diferenciada de la socialdemocracia y de las izquierdas nacionalistas, de hasta seis millones de personas, aunque en declive cuantitativo y cierto retraimiento de expectativas transformadoras. Hoy se cifra en unos tres millones de personas, con una cobertura más amplia, según temas y circunstancias, con posiciones alternativas diferenciadas, aunque participa, junto con el conjunto de las izquierdas, en un marco de confrontación política y discursiva frente al bloque de las derechas y la involución reaccionaria.

Dos, la fragmentación y la dificultad articuladora de las representaciones políticas alternativas (Sumar, con su heterogeneidad grupal, y Podemos), con relativa incapacidad para su colaboración que condiciona su influencia reformadora y su estatus institucional. Ese debilitamiento y división -si no se avanza en algún arreglo-, junto con el estancamiento socialista y la gran ofensiva derechista, puede conllevar la pérdida de la gestión gubernamental progresista y el advenimiento de un cambio de ciclo político-institucional de carácter reaccionario y la correspondiente involución social y democrática.

Tres, la reactivación de algunos procesos movilizadores progresistas de gran impacto expresivo y sociopolítico. En primer lugar, hay que destacar la amplia ola feminista contra la violencia machista desde el año 2017, que ha sufrido la reacción derechista y ultraconservadora. Aparte de las movilizaciones nacionalistas, en particular del procés catalán, se han producido estos años otras campañas colectivas significativas de dos modelos: de tipo social y en defensa de la protección pública, principalmente por la sanidad y la educación públicas, la vivienda o las pensiones, y de carácter pacifista y solidario, contra el rearme y propalestina.

Cuatro, la fuerte ofensiva derechista y ultra, en especial, la mayor iniciativa política y mediática del racismo, el nacionalismo esencialista y excluyente y el machismo antifeminista, que promueven retrocesos discriminatorios en las relaciones sociales, con el refuerzo de las desigualdades y jerarquías dominantes y contra la igualdad y la convivencia cívica. Desarrollan discursos divisivos y sectarios desde una polarización identitaria de un ‘nosotros civilizado’ -cristiano, españolista, masculino y blanco-, dominador de un ‘ellos bárbaro’. Aprovechan el miedo a la pérdida de la ventaja relativa de unos segmentos sociales frente a otros, para reforzar su supremacismo; se amparan en un gran apoyo financiero y mediático de ciertos grupos de poder que pugnan por una regresión de las condiciones socioeconómicas y vitales, los derechos sociales y políticos y la neutralización de las izquierdas y la propia democracia.

En perspectiva, por una parte, nos encontramos con el agotamiento de este ciclo político-institucional de orientación progresista y la incertidumbre sobre las dos hipotéticas salidas gubernamentales: su continuidad renovada, tras la hipotética victoria electoral en los próximos comicios generales de las fuerzas de izquierda, democráticas y nacionalistas; o bien, el giro en un sentido reaccionario, con una fuerte activación derechista y su victoria electoral. Por otra parte, persiste una amplia identificación y pertenencia social de izquierdas, una parte más moderada y otra más transformadora, al mismo tiempo que confluyen unos perfiles o identificaciones masivas de carácter feminista (dos tercios de mujeres y un tercio de varones), ecologista, pacifista y plurinacional.

En particular, dada la división de la izquierda política alternativa y la impotencia de sus actuales liderazgos para conseguir una suficiente representación parlamentaria que facilite una nueva etapa de progreso, el foco de la respuesta se traslada a la esfera sociopolítica y cultural; es decir, al dinamismo participativo de la izquierda social y los movimientos sociales, que permitan una renovación y un refuerzo de sus representaciones políticas.

De ahí que sean cruciales las dinámicas de activación cívica, democratización popular y articulación asociativa, con sus correspondientes procesos identificadores y de pertenencias grupales particulares, enraizados en la especificidad de cada realidad social. Y, al mismo tiempo, con la participación colectiva en una trayectoria más general hacia el cambio político-institucional, por una democracia social avanzada, y una transformación global del sistema capitalista, imperialista y patriarcal, que amenaza a la humanidad y la viabilidad del planeta.

Todo ello permitiría avanzar en una identificación colectiva compartida, más universal a la vez que integradora de su experiencia relacional ante su diversidad concreta (de clase social, sexo/género, raza/étnico-nacional…), de ese llamado progresismo de izquierdas multidimensional -rojo, verde, violeta y plurinacional (decolonial)-. Se trata de una base sociopolítica y cultural activa, en formación y heterogénea pero unitaria, que puede favorecer una nueva vertebración política de las izquierdas, en particular de la izquierda alternativa y sus liderazgos, auténtico enemigo para la ultraderecha y el poder establecido.

Antonio Antón. Sociólogo y politólogo.

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