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Los deberes humanos

Fuentes: Rebelión

 La Asamblea General de las Naciones Unidas acaba de aprobar una Declaración sobre los defensores de los derechos humanos dirigida no solo a los Estados y a los defensores de los derechos humanos sino a todos los habitantes del planeta considerados como igualmente responsables de su cumplimiento. Y está bien que así sea. Sin embargo […]

 La Asamblea General de las Naciones Unidas acaba de aprobar una Declaración sobre los defensores de los derechos humanos dirigida no solo a los Estados y a los defensores de los derechos humanos sino a todos los habitantes del planeta considerados como igualmente responsables de su cumplimiento. Y está bien que así sea. Sin embargo si nos detenemos a pensar, advertiremos muy pronto que poco o nada se dice en la actualidad de esas y de otras responsabilidades que también nos competen. Ya en los tiempos bíblicos, aparece por primera vez la noción del otro, del prójimo, de aquel a quién nos une un destino común. Cuando después de la muerte de Abel, a manos de Caín, Yahvé lo interpela, preguntándole: «¿Dónde está tu hermano?» y este le responde «No lo sé ¿soy yo acaso el guardián de mi hermano?» Una respuesta que, sin duda, nadie podría calificar de antigua o superada, sino que sigue teniendo más bien una reconocible cotidianeidad lo que de algún modo nos recuerda que debemos ser corresponsables no solo de la debida consideración y el respeto a los derechos humanos de nuestros congéneres sino también de la supervivencia de nuestra generación y de la de las generaciones futuras, en la que es hoy nuestra casa común.

Próximamente en la prevista Cumbre Rio+20 se propondrá que la ONU apruebe la Carta Universal de los Derechos de la Naturaleza, sobre la base del documento elaborado por la Conferencia de los pueblos realizada en Cochabamba (Bolivia) y adoptada por las constituciones de Bolivia y Ecuador. Y cuyo objetivo es sin duda proteger y conservar nuestro hermoso e irreemplazable planeta azul.

Si aceptamos, sin embargo, que la naturaleza o Gaia, como la bautizara James Lovelock, por s ugerencia de su amigo el escritor William Golding y cuyo nombre evoca el de la diosa griega de la tierra, es como él mismo la definiera «un todo coherente donde la vida, su componente característico se encarga de regular sus condiciones esenciales tales como la temperatura, composición química y salinidad en el caso de los océanos» y «en el que todas sus partes están tan relacionadas como las células de nuestro cuerpo» es indudable que los derechos de la naturaleza no difieren de los de los seres humanos en cuanto al prudente respeto en que debe basarse la intervención humana en ese organismo vivo del que inexorablemente formamos parte.

De modo que cuando se habla de los derechos de la naturaleza estamos aludiendo elípticamente a nuestras propias responsabilidades con relación a ella, puesto que como decía Gandhi en una Carta de 1947 a las Naciones Unidas «Mi madre, que era ignorante pero tenía un gran sentido común, me enseño que para asegurar los derechos es necesario un acuerdo previo sobre los deberes» Y es en estos deberes en los que deberíamos poner el acento. Es cierto que según la definición de Lovelock la tierra es un organismo vivo pero un organismo que si bien se rige por leyes sabiamente estructuradas, carece de la racionalidad y de los mecanismos necesarios como para ejercer su propia defensa o delegarla expresamente en quienes pudieran hacerlo. Es decir que nosotros como seres pensantes no deberíamos siquiera plantearnos la posibilidad de hallarnos empeñados en su destrucción como lamentablemente lo estamos haciendo.

Creo que tanto nuestra supervivencia como la del planeta dependen de la adopción o la recuperación de pautas éticas que parecen haber desaparecido de nuestro bagaje cultural mientras que contrariamente se han seguido manteniendo con envidiable persistencia en las comunidades indígenas. Dice Leonardo Boff: «¿Cuáles son la ética y la moral vigentes hoy? Las del capitalismo. Su ética dice: bueno es lo que permite acumular más con menos inversión y en el menor tiempo posible. Su moral concreta reza: emplear la menor cantidad de gente posible, pagar menos salarios e impuestos y explotar mejor la naturaleza. Imaginemos cómo sería una casa y una sociedad (ethos) que tuviesen tales costumbres (moral/ethos) y produjesen caracteres (ethos/moral) igualmente conflictivos. ¿Sería todavía humana y benéfica para la vida? Aquí está la razón de la grave crisis actual»

En consecuencia pareciera hora de hablar no tanto ya de derechos sino de «obligaciones humanas» porque nuestro mundo no podrá seguir funcionando por mucho tiempo más si no reflexionamos sobre esta perentoria necesidad y no arbitramos los medios para impedir que la codicia se convierta en un nuevo Leviatán, algo que ya está sucediendo en algunas regiones del planeta y que es una de las causas más distorsivas del hambre y de la miseria en el mundo. De obligaciones y de deberes humanos en relación a las actividades extractivas, a la deforestación, a la eliminación de la biodiversidad, a los monocultivos, a la explotación irracional del suelo cuyos ciclos de recuperación solo podrían medirse en miles o millones de años… es decir transformando nuestro acendrado y egoísta individualismo en algo así como una especie de alter-eco-centrismo en el que prime la valoración del otro y la del medio con el que estamos mancomunadamente destinados a compartir la vida.

La vida en sociedad impone a cada uno de sus miembros ciertas obligaciones. Ciertas normas de conducta que implican no perjudicar los intereses de los demás según derechos previamente establecidos y contribuir además a su mantenimiento y a la defensa de los bienes comunes, de modo que si el accionar de uno o de un grupo de individuos es perjudicial para el conjunto de la sociedad, esa sociedad tiene derecho a juzgarlos y a sancionarlos, impidiéndoles en primer término la continuidad de su accionar. Cuando los conculcados son los actualmente llamados «derechos de la naturaleza» es indiscutible que toda la sociedad a través de sus gobiernos debe exigir la cancelación inmediata de esas actividades pues debe constituir un deber inalienable de las políticas de estado asumir la defensa de las riquezas naturales de su jurisdicción e impedir el deterioro ambiental que esas actividades pudieran ocasionar al medio físico y a la salud de sus habitantes.

El teólogo José M. Mardones, señala con acierto en su libro «El hombre económico, orígenes culturales» que «El problema ecológico de deterioro de la naturaleza y la misma vida en general cuestionan radicalmente la lógica del desarrollo y del crecimiento continuo, se impone una nueva cultura de la austeridad y de relaciones no explotadoras con la naturaleza. Finalmente el problema del sentido y de una ética cívica para la convivencia humana nos confronta con la desecación de las tradiciones y la pérdida de orientaciones normativas compartidas. Necesitamos recuperar el sentido personal y colectivo de la vida más allá del pragmatismo funcionalista del tener, poseer o consumir. Nuestra sociedad ansía sentido para vivir más allá de las razones económicas».

De modo que sin un rescate ético de los valores fundamentales que garantizan la vida, sin el ejercicio ciudadano del respeto y consideración hacia el prójimo, incluida la seguridad de su sustento actual y futuro, sin asumir las responsabilidades que nos competen en la defensa de la naturaleza, cuyos «derechos» solo pueden ser sostenidos por nuestros deberes y nuestras obligaciones morales hacia su carácter de madre nutricia o pachamama, es muy probable que el destino de la humanidad se halle condenado a un aciago e incierto porvenir.