Traducido por S. Seguí
Las negociaciones entre israelíes y palestinos, que están ya en su vigésimo año, habían sido calificadas en un primer momento de históricas, al haber inaugurado un «proceso de paz» que debía resolver lo que comúnmente se conoce como el conflicto palestino-israelí. Para los palestinos y la comunidad internacional, representada por las Naciones Unidas y la miríada de resoluciones que su Consejo de Seguridad y su Asamblea General han aprobado desde 1948, lo que iba a negociarse era la colonización de las tierras, la ocupación de territorio y población, y las leyes que establecen la discriminación étnica y religiosa en Israel, que, entre otras cosas, impiden a los refugiados palestinos el regreso a sus tierras y el acceso a sus bienes confiscados. En su lucha contra estas prácticas israelíes, los líderes palestinos, ya sea en Israel, los territorios ocupados o la diáspora, siempre han invocado los derechos basados en el derecho internacional y las resoluciones de la ONU, que Israel se ha negado a aceptar o cumplir desde 1948. Así, para los palestinos, armados del derecho de las Naciones Unidas y del derecho internacional, las negociaciones tienen por objeto precisamente poner fin a la colonización, la ocupación y la discriminación.
Por otra parte, uno de los argumentos más consistentes y persistentes que el movimiento sionista e Israel han desplegado desde 1948 en defensa de la creación de Israel y sus políticas posteriores es la invocación de los derechos de Israel, que no se basan en el derecho internacional o en resoluciones de la ONU. Es ésta una distinción crucial que debe hacerse cuando palestinos e israelíes aseguran estar en posesión de derechos. Mientras que los palestinos invocan derechos que están reconocidos internacionalmente, Israel invoca derechos sólo reconocidos a nivel nacional del propio Estado de Israel. Para el sionismo, se trata de un nuevo nivel de argumentación en el que, en su desarrollo, Israel invoca no sólo principios jurídicos sino también morales.
En este terreno, Israel ha argumentado durante años que los judíos tienen derecho a establecer un estado en Palestina, que tienen derecho a establecer un estado judío en Palestina, que este estado tiene derecho a existir y derecho a defenderse, que además incluye el derecho subsidiario a ser el único país de la región que posee armas nucleares, que tiene el derecho a heredar toda la tierra bíblica que el Dios judío les prometió, y también goza del derecho a promulgar leyes que son racistas y discriminatorias en materia de religión con el fin de preservar el carácter judío del Estado, concepto articulado en la fórmula más reciente de «un estado judío y democrático». Israel también ha insistido en que sus enemigos, incluido el pueblo palestino, a quien despoja, coloniza, ocupa y discrimina, deben reconocer todos estos derechos, sobre todo entre ellos su «derecho a existir como estado judío» como condición y elemento precursor de la paz.
Los derechos no son negociables
Israel comenzó a invocar este derecho con vehemencia en la última década, después de que la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) hubiera satisfecho su demanda de principios de la década de 1970 y 1980 de que los palestinos reconocieran su «derecho a existir». Con arreglo al derecho internacional, a los países se les reconoce su existencia de facto y de jure, pero no hay ningún principio que establezca que un país tenga «derecho a existir», y mucho menos que otros países deban reconocer ese derecho. No obstante, la modificación introducida por Israel de esta exigencia de que otros tengan que reconocer su «derecho a existir» y su transformación en que tengan que reconocer «su derecho a existir como estado judío», es promovida en la actualidad por todos los medios, ya que va al meollo de la razón de ser del proyecto sionista desde su creación, y apunta a la discrepancia existente entre la propia comprensión de Israel de su derecho a la realización de estos objetivos sionistas y el diferente concepto que la comunidad internacional abriga sobre ellos. Este es un asunto crucial, ya que todos estos derechos que Israel afirma poseer, pero que no son reconocidos internacionalmente, se traducen en sus derechos a colonizar la tierra de Palestina, a ocuparla y a discriminar al pueblo palestino no judío.
Israel insiste en que estos derechos no son negociables y que lo que está negociando es algo totalmente diferente, a saber, que sus enemigos deben aceptar todos sus derechos invocados de forma inequívoca como base para establecer la paz en la región y poner fin al estado de guerra. Sin embargo, los derechos que reclama Israel para sí son fundamentalmente lo que los palestinos y la comunidad internacional sostienen que son objeto de negociación, a saber, la colonización, la ocupación y la discriminación racial y religiosa. Pero estas tres prácticas, como Israel ha dejado muy claro, están protegidos como derechos autoatribuidos y no son objeto de negociación. De hecho, son aspectos fundamentales nucleares de la autodefinición misma de Israel. Negociar sobre ellos significaría anular la noción de un Estado judío. Siendo así, ¿qué cree Israel que ha estado negociando con los palestinos desde la conferencia de paz de Madrid que inauguró en 1991? Permítanme volver a la historia de estas alegaciones con el fin de entender el punto de vista de Israel y poner en claro cuál es la base de las negociaciones.
Los derechos de Israel y los datos históricos
El movimiento sionista ha afirmado a menudo que el establecimiento de un Estado judío destinado a los judíos del mundo era una necesidad moral e histórica que debía ser protegida y consagrada por ley, algo que persiguió incansablemente durante décadas. Sin embargo, esto no significa que sus textos fundacionales emanaran de este principio jurídico o moral. De hecho, en sus dos textos básicos, El Estado judío y Vieja nueva tierra, Theodor Herzl, el padre del sionismo, no invoca en ningún momento el concepto de derechos judíos a la hora de abogar por un estado de y para los judíos, ya sea en Palestina o en Argentina, la otra ubicación que propone. Herzl habló de una solución al problema judío, pero no de un derecho. Y tampoco lo hizo el primer Congreso Sionista que Herzl convocó en 1897, de donde surgió el Programa de Basilea, que no cita ningún derecho de este tipo. Otro tanto en lo que se refiere a los tres textos fundamentales internacionales que el sionismo internacional se esforzó en lograr.
El primero, la Declaración Balfour, emitida el 2 de noviembre de 1917 por el gobierno británico, en lugar de utilizar el lenguaje de los derechos utiliza el lenguaje de la simpatía, y asegura que el gobierno británico «ve con buenos ojos» la creación en Palestina de un «hogar nacional judío», y que su declaración es una «declaración de simpatía con las aspiraciones sionistas judías.»
Este primer texto fue seguido por el Mandato de Palestina, establecido en 1922 por el Consejo de la Liga de Naciones, que se basa en la Declaración Balfour y tampoco reconoce ningún derecho judío a un estado, ni siquiera a Palestina. Lo que sí reconocía era «la conexión histórica del pueblo judío con Palestina» como «base para reconstituir su hogar nacional en este país», afirmando de nuevo, como antes la Declaración Balfour, que este Mandato no debe perjudicar los derechos de los no judíos.
El tercer y más importante texto, la resolución (181) de la ONU, de 1947, por la que se establece un Plan de Partición, adoptada por la Asamblea General de la ONU, procedía a partir de una exposición de motivos de orden moral, a saber, que la Asamblea General consideraba que «la situación actual en Palestina es susceptible de perjudicar el bienestar general y las relaciones amistosas entre las naciones» y por lo tanto se imponía la necesidad de proporcionar una solución al «problema de Palestina.»
Las exigencias de Israel
A diferencia de estos documentos fundacionales sionistas e internacionales, que no utilizan el lenguaje de los derechos, ya sean los internacionalmente reconocidos o los que se ha autoatribuido, el movimiento sionista insistió en su utilización en el propio documento fundacional del Estado, es decir, la denominada declaración de independencia, oficialmente titulada «Declaración del Establecimiento del Estado de Israel». La declaración, firmada por 37 líderes judíos, 35 de los cuales eran colonos europeos, y sólo uno de los cuales había nacido en Palestina, nos proporciona una pieza de desinformación, según la cual «En el año … 1897 … por invocación del padre espiritual del Estado judío, Theodore Herzl, el Primer Congreso Sionista convocó y proclamó el derecho del pueblo judío al renacimiento nacional en su propio país.» Como muestra el registro documental, sin embargo, ni Herzl ni el Congreso Sionista proclamaban este derecho en absoluto. Sin embargo, la Declaración de la Independencia nos afirma que: «Este derecho fue reconocido en la Declaración Balfour del 2 de noviembre de 1917, y fue confirmado en el Mandato de la Liga de las Naciones Unidas que, en particular, sancionó internacionalmente la conexión histórica entre el pueblo judío y Eretz Israel y el derecho del pueblo judío de reconstruir su Hogar Nacional … El 29 de noviembre de 1947, la Asamblea General de Naciones Unidas aprobó una resolución que insta al establecimiento de un Estado judío en Eretz Israel; la Asamblea General instó también a los habitantes de Eretz-Israel a adoptar las medidas que fueran necesarias de su parte para la aplicación de esa resolución. Este reconocimiento por parte de las Naciones Unidas del derecho del pueblo judío a establecer su Estado es irrevocable.»
Como ninguno de estos documentos en absoluto establecía este derecho, la imputación del mismo a dichas instancias corresponde más bien al terreno de una inversión sionista en el nuevo lenguaje de las relaciones internacionales en el que se consagró el concepto de derechos, después de la Segunda Guerra Mundial, en particular en la Declaración Universal de Derechos Humanos. Esto también coincidió con la aparición del discurso de los derechos en el mismo período, como forma por excelencia de formulación de reivindicaciones. De hecho, la Declaración de independencia de Israel está tan imbuida de este modo de argumentación que invoca el concepto originario de la Ilustración europea de «derechos naturales» cuando afirma en su preámbulo que «este derecho [a un Estado judío] es el derecho natural del pueblo judío a ser dueño de su propio destino, como todas las demás naciones, en un Estado soberano propio.» Los autores de la Declaración concluyen afirmando que «En virtud de nuestro derecho natural e histórico y la fuerza de la resolución de la Asamblea General de las Naciones Unidas, proclamamos el establecimiento del Estado judío en Eretz Israel, que será conocido como el Estado de Israel.»
Es importante señalar aquí que la lógica de este documento es su insistencia en que su invocación del derecho de los judíos a establecer un estado judío en Palestina tiene una genealogía legal y moral clara, de la cuál no es sino su conclusión, y que este derecho se le concedió por fin «irrevocablemente» por el Plan de Partición. Que nada de esto fuera cierto no disuadió a los autores, los cuales, para hacer valer un derecho que se arrogaban, instituían ahora un modo de argumentación que sería la retórica más poderosa en el establecimiento de los hechos israelíes sobre el terreno.
El significado del Estado judío
El Plan de Partición de la ONU el Plan era una propuesta no vinculante que nunca fue ratificada o aprobada por el Consejo de Seguridad, y que por lo tanto nunca adquirió personalidad jurídica, como los reglamentos de las Naciones Unidas requieren (aunque por lo que se refiere al pueblo palestino, las Naciones Unidas no tenían ningún derecho a ningún tipo de partición que no recaía en su capacidad, y mucho menos que lo hicieran sin consultar al pueblo palestino mismo, negándoles así el derecho a la libre determinación).
Sin embargo, es importante tener en cuenta lo que el Plan entiende por Estado judío y Estado árabe, por cuanto el gobierno israelí utiliza este documento como autorización de su creación y políticas posteriores. Para que Israel se basara en el Plan para su constitución y sus políticas, era necesario determinar si el Plan proponía que los dos estados derivados de la partición iban a ser exclusivamente judío y árabe, respectiva y demográficamente, o que sus leyes debían conceder derechos a los judíos y los árabes de un modo diferenciado y discriminar a los no judíos o no árabes. Como era de esperar, este no era el caso. A pesar de que Israel procedió a dictar una serie de leyes discriminatorias en materia racial y religiosa contra los ciudadanos árabes palestinos (de las cuales, cerca de 30 siguen existiendo en la actualidad), y comenzó la expropiación de la gran mayoría de las tierras del país propiedad de árabes palestinos, el Plan de Partición nunca propuso o autorizó a hacerlo.
Al contrario, el Plan establecía claramente que «No se procederá a discriminación de ningún tipo entre los habitantes por motivos de raza, religión, idioma o género» (capítulo 2, artículo 2) y que «no se autorizará ninguna expropiación de tierras propiedad de un árabe en el Estado judío (de un judío en el Estado árabe) …, salvo para fines de utilidad pública. En todos los casos de expropiación, la indemnización total la fijará el Tribunal Supremo y se hará pública antes de la expropiación misma.» (capítulo 2, artículo 8). Cuando se publicó la Declaración de Independencia israelí el 14 de mayo de 1948, las fuerzas sionistas habían expulsado ya cerca de 400.000 palestinos de sus tierras, y en los meses siguientes expulsarían a otros 350.000. De esto se deduce claramente que no sólo la afirmación de Israel de establecer un Estado judío que establecía una mayoría demográfica mediante la limpieza étnica no estaba autorizada por el Plan de Partición, sino que tampoco lo estaba su pretensión de constituirse en Estado judío, en el sentido de un Estado que privilegia a los ciudadanos judíos sobre los ciudadanos no judíos legal e institucionalmente.
El Plan de Partición propuesto en el que Israel fundamenta su creación preveía inicialmente la creación de un Estado judío con una mayoría árabe, que más tarde modificó ligeramente para incluir un 45 por ciento de población árabe, y por lo tanto nunca previó un país libre de árabes, o Arabrein, como el Estado de Israel había esperado ser y como muchos judíos contemporáneos contemplan todavía hoy. De hecho, cuando Palestina se dividió en 16 distritos, de los cuales nueve se hallaban en el Estado judío previsto, los árabes palestinos eran mayoría en ocho de los nueve distritos. En ningún lugar, el uso que se hace en el Plan de Partición de la expresión Estado judío autoriza la limpieza étnica o la colonización por un grupo étnico de las tierras confiscadas a otro, especialmente en la medida en que el Plan preveía que los árabes en el Estado judío iban a ser una permanente gran minoría; y, por tanto, estipulaba los derechos que debían darse a las minorías en cada estado. Pero el hecho de que los árabes fueran una minoría grande que podía en pocos años superar a la población judía en el Estado judío era un aspecto que no se contemplaba en el Plan. Por ejemplo, el Plan no tuvo en cuenta las consecuencias del hecho de que si el nacionalismo judío era lo que definiría el Estado judío, ¿cómo podría acomodar a casi la mitad de su población que tenía una noción diferente del nacionalismo y a la que excluye de su nacionalismo estatal a priori? E incluso en el caso de que los árabes palestinos en el Estado judío no fueran adeptos al nacionalismo palestino, no podían llegar a ser, aunque lo desearan, nacionalistas judíos, ya que quedaban excluidos del nacionalismo judío ipso facto. Entonces, ¿cómo podría el Estado judío no discriminar en contra de ellos?
Esta situación demográfica no habría sido un problema para el Estado árabe, ya que el Plan de Partición preveía que el Estado árabe tendría un mero 1,36 por ciento de población judía. Mientras que el movimiento sionista era consciente de las contradicciones del Plan de Partición y en base a ese entendimiento se había propuesto expulsar a la mayoría de la población árabe del proyectado Estado judío, no fueron capaces de hacer que el Estado fuese totalmente Arabrein, lo que con el tiempo les complicó las cosas. Hoy, más del 22 por ciento de la población de Israel son árabes palestinos a los que se les impide su inclusión en el nacionalismo judío y sufren de discriminación institucionalizada en su contra como no judíos. Por supuesto, si el Estado judío hubiera sido totalmente Arabrein, no habría habido necesidad de implementar leyes israelíes que discriminaran entre judíos y no judíos, entre otras la Ley del Retorno (1950), la Ley de Propiedades de Ausentes (1950), la Ley de Propiedad del Estado (1951), la Ley de Ciudadanía (1952), la Ley Estatutaria (1952), la Ley de Administración de Tierras de Israel (1960), La Ley de Construcción (1965), y la ley provisional de 2002 que prohíbe el matrimonio entre israelíes y palestinos en los Territorios Ocupados. Aquí, algunos sionistas, incluidas figuras destacadas como el historiador Benny Morris han argumentado que es la presencia de árabes en el Estado judío lo que impulsa al Estado judío a consagrar su racismo en todas estas leyes. De lo contrario, si Israel hubiera tenido éxito en expulsar a todos los palestinos, la única ley que habría necesitado para preservar su condición judía Arabrein habría sido una ley de inmigración que lo estipulara.
En última instancia, el supuesto derecho exige de Israel a establecer un Estado judío se traduce de inmediato en el derecho de los judíos a colonizar las tierras de los palestinos, lo que requiere la confiscación previa de sus tierras para que puedan ser colonizadas por judíos, la reducción del número de palestinos a través de la expulsión y la promulgación de leyes que impidan su repatriación, y la neutralización de los derechos de los no expulsados a través de la discriminación institucional y legal.
Aquí es importante destacar que para los arquitectos del Plan de Partición, el Estado judío significa un estado gobernado por los nacionalistas judíos que se adhieren al sionismo, pero cuya población es casi la mitad de los árabes palestinos cuyas tierras no pueden ser confiscadas para la colonización judía y que tienen los mismos derechos que los judíos y no sufren ningún tipo de discriminación racial o religiosa. Para Israel, el significado de Estado judío es muy diferente, ya que parece implicar la expulsión de la mayoría de la población árabe, la negativa a su repatriación, la confiscación de sus tierras para la colonización exclusiva de los judíos y la promulgación de las leyes discriminatorias contra los árabes palestinos que permanecieron en el país.
Cuando Israel insiste hoy en que la Autoridad Palestina y otros países árabes reconozcan su derecho a ser un estado judío, no significa que se deba reconocer su judaísmo en la forma en que el Plan de Partición previó, sino en la forma en que Israel entiende y hace uso de esa definición sobre el terreno. Es importante señalar a este respecto que no queda claro qué entiende el presidente Obama -y el presidente Bush antes de él- cuando se exige que los árabes y los palestinos reconozcan el derecho de Israel a ser un estado judío, si el sentido previsto en el Plan de Partición o el que le atribuye Israel.
Los derechos de los palestinos
En contraste con la reivindicación de derechos no sancionados internacionalmente por parte de Israel, los palestinos invocan una serie de derechos reconocidos por la comunidad internacional que desafían los que Israel se ha autoatribuido. Por ejemplo, los palestinos afirman su derecho a vivir en el Estado judío del que fueron expulsados, un derecho recogido en la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948, que afirma inequívocamente que «Toda persona tiene derecho a salir de cualquier país, incluso del propio, y a regresar a su país» (artículo 13 (2)), y en el Cuarto Convenio de Ginebra de 1949. Por otra parte, la resolución 194 de la Asamblea las Naciones Unidas resolvió en 1949 se debía permitir que los refugiados [palestinos] que desearan regresar a sus hogares y vivir en paz con sus vecinos lo hicieran a la mayor brevedad posible, y que deberían pagarse compensaciones por las propiedades de los que decidan no regresar, y por la pérdida o daños a la propiedad que, con arreglo a los principios del derecho internacional o en equidad deben ser objeto de reparación por parte de los Gobiernos o autoridades responsables.
En 1974, la resolución 3236 de la Asamblea General, aprobada el 22 de noviembre de dicho año, declaraba que el derecho de los palestinos al regreso era un derecho inalienable. El derecho de los refugiados a regresar también se consagró en 1976 en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, al declarar que «Nadie podrá ser arbitrariamente privado del derecho a entrar en su propio país» (artículo 12).
Por otra parte, los palestinos citan el Plan de Partición de Israel contra la confiscación de sus tierras para uso exclusivo de la colonización judía, así como la resolución 194, entre otras disposiciones de las Naciones Unidas, contra la confiscación por parte de un estado de la tierra de un pueblo basándose en la etnicidad. De hecho, muchos palestinos invocan los mismos instrumentos jurídicos que Israel utilizó para recuperar los bienes robados y decomisados a los judíos europeos antes de la Segunda Guerra Mundial. Por otra parte, los grupos de la sociedad civil palestina en Israel continúan luchando sin cesar contra las leyes de discriminación racial de Israel en los tribunales israelíes, hasta ahora con poco éxito.
Los derechos que Israel invoca no sólo afectan a la población palestina de Israel y a los refugiados palestinos que viven en la diáspora. A pesar de que se afirme que las negociaciones de Israel con la Autoridad Palestina se refieren únicamente a los Territorios Ocupados de Cisjordania y la Franja de Gaza -y no a Jerusalén Este-, parece que estos derechos que los israelíes invocan también se aplican a ésta ciudad. Para empezar, Israel ha insistido desde 1967 que los judíos tienen derecho a colonizar Cisjordania, Gaza y Jerusalén Este, y que este derecho no es negociable. En efecto, para dejar bien claro este punto y asegurarse de que no haya malentendidos, desde la firma de los Acuerdos de Oslo en 1993, Israel ha más que triplicado su población de colonos judíos en Cisjordania y más que duplicado en los Territorios Ocupados, incluida Jerusalén Este, con un total de aproximadamente medio millón de colonos.
Israel sigue confiscando tierras palestinas en Cisjordania con fines colonizadores y suprime toda resistencia palestina a la colonización. Por otra parte, y además de la confiscación continuada de tierras palestinas dentro de Israel, en Jerusalén Este y en Cisjordania, Israel ha ampliado las leyes discriminatorias y promulgado nuevas con el fin de privilegiar a la población colonizadora judía en Cisjordania y Jerusalén Este en detrimento de los árabes palestinos. Esto incluye una separación tipo apartheid entre árabes y judíos, con la construcción del Muro del Apartheid, la construcción de carreteras sólo para judíos en Cisjordania, y el acceso diferenciado a los recursos hídricos, aun en los casos de confiscación de tierras, de los colonos judíos. Las Naciones Unidas han invocado el Cuarto Convenio de Ginebra y han aprobado numerosas resoluciones (la más famosa de las cuales es la resolución 446 de la ONU, aprobada en marzo de 1979) que instan a Israel a desmantelar sus asentamientos de colonos judíos y anule la confiscación de tierras, todo ello en vano.
Los líderes israelíes sostienen que sus actividades colonizadoras no van en detrimento de su compromiso moral con la paz. Por el contrario, para Israel es obvio que es la Autoridad Palestina el culpable de la paralización de las negociaciones. El actual primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, no sólo está comprometido con las negociaciones, sino que él, como sus predecesores, insiste en que las protestas de la Autoridad Palestina para detener la colonización judía deben cesar antes de iniciar las negociaciones, ya que constituye nada menos que una violación de los derechos de Israel y una imposición de condiciones previas para las negociaciones, que no puede aceptar.
Sobre la cuestión de la ocupación y de si las negociaciones pueden ponerle fin, Israel ha mantenido que su ocupación de Jerusalén Este, que inicialmente se multiplicó por doce (de 6 a 70 kilómetros cuadrados) a expensas de tierras de Cisjordania, y que recientemente se ha ampliado a 300 kilómetros cuadrados, abarcando un total del 10 por ciento de Cisjordania, es permanente y que su ocupación del valle del Jordán y de otro diez por ciento de Cisjordania que ahora se encuentra al oeste del muro del apartheid también son permanentes. Israel insiste en que las negociaciones se refieren a un reordenamiento de la naturaleza de la ocupación de lo que queda de Cisjordania que podría facilitar una forma de autonomía para los palestinos que no incluiría la soberanía pero que podría estar dispuesto a llamar Estado palestino.
Documentos recientemente filtrados a Al Jazeera han demostrado que los negociadores de la Autoridad Palestina ofrecieron más concesiones en todos estos frentes y que, a pesar de esta «flexibilidad», los negociadores israelíes rechazaron todas las ofertas. De hecho, Netanyahu ha insistido desde la década de 1990 en que la base de las negociaciones ya no debe ser la fórmula de «paz por territorios», sino «paz por paz», afirmando así la negativa de Israel a poner fin a la colonización, la ocupación, o la discriminación. Más recientemente, propuso que las negociaciones tratasen de la «paz económica», en donde su compromiso con la paz se ofrece como una postura moral que protege los derechos jurídicos autoatribuidos por Israel de estar sujetos a negociación.
Como he afirmado antes, el sionismo e Israel tienen mucho cuidado de no generalizar los principios que justifican los derechos de Israel para colonizar, ocupar y discriminar, sino que invocan con vehemencia su la defensa de ellos como subconjuntos de un principio moral excepcional. No es que ningún otro pueblo haya sido oprimido históricamente, es que los judíos han sido los más oprimidos; no es que la existencia cultural y física de ningún otro pueblo haya sido amenazada, es que la existencia cultural y física de los judíos se ve más amenazada. Esta ecuación cuantitativa es la clave de por qué el mundo, y los palestinos en particular, deben reconocer que Israel necesita y merece tener el derecho a colonizar, ocupar y discriminar. Si los palestinos, o cualquier otra persona, rechazan esto, entonces es que deben estar comprometidos con la aniquilación del pueblo judío física y culturalmente, por no mencionar su enfrentamiento al dios de los judíos.
Negociando lo no negociable
El derecho de Israel a defenderse implica su derecho a salvaguardar sus derechos (a colonizar tierras palestinas, ocuparlas y discriminar a los no judíos) contra cualquier amenaza que pudiera poner en peligro estos derechos, sobre todo entre ellos la amenaza de las negociaciones. Su derecho a defenderse es un derecho a que se respeten estos derechos y es por lo tanto subsidiario, aunque esencial, derivado directamente de su derecho a ser un estado judío. La lógica es como sigue: Israel tiene el derecho de colonizar y ocupar la tierra palestina y de discriminar a los palestinos tanto en Israel, dentro de sus fronteras anteriores a 1967, como en los territorios adicionales que ocupó en 1967, y si esta población se resiste a estas medidas e Israel responde con la violencia militar causando numerosas víctimas civiles, Israel está simplemente defendiéndose, como es su deber.
Informado por una comprensión de sus derechos derivada de la Ilustración europea, especialmente de la tesis de John Locke sobre derechos alienables frente a derechos inalienables, con arreglo a la cual, según este autor, las poblaciones indígenas, en contraste con los colonos europeos, no tienen esos derechos, ya que viven parasitariamente de la tierra y no la mejoran, la arrogación de estos derechos por parte de Israel implica su insistencia en que los palestinos, de acuerdo con las afirmaciones de Locke, no tienen derecho a resistir. Por lo tanto, la defensa moral y jurídica que Israel hace de sí mismo se combinan en este contexto, según el cual Israel tiene derecho a colonizar y ocupar las tierras de los palestinos, y discriminar en contra de ellos basándose en el principio de excepcionalidad y supremacía colonial europea, con arreglo al cual los palestinos no tienen derecho a defenderse contra el ejercicio de Israel de estos derechos autoatribuidos. Y en los casos en que los palestinos se defendieran, Israel tendría derecho a defenderse en contra de esta defensa ilegítima y contra de un ejercicio ilegítimo e inmoral de sus propios derechos .
Pero del mismo modo que Israel no tiene ningún derecho reconocido internacionalmente a colonizar, ocupar o discriminar, tampoco tiene un derecho moral o jurídico universalmente sancionado a la excepcionalidad. Así pues, el único mecanismo por el cual es capaz de hacer tales afirmaciones es la falta de rendición de cuentas a escala internacional, o más concretamente su negativa a rendir cuentas ante el derecho internacional y las convenciones legales. Esta negativa está protegida por su alianza con Estados Unidos, que veta todas las resoluciones del Consejo de Seguridad de la ONU que instan a Israel a rendir cuentas con arreglo al derecho internacional, haciendo así inaplicable el derecho internacional. El veto más reciente tuvo lugar el 11 de febrero de 2011, cuando el gobierno de Obama vetó una resolución, apoyada por los otros 14 miembros del Consejo de Seguridad, en la que se pedía a Israel el cese de la colonización de Cisjordania y Jerusalén Este.
Es en este contexto que Israel y el Departamento de Estado de EE.UU. -con el gobierno de Bush y con el de Obama- han pasado a una velocidad superior estos últimos años, y han calificado el recurso de los palestinos a los mecanismos jurídicos y el derecho internacional para cuestionar los supuestos derechos de Israel como «guerra jurídica», que exigen parar inmediatamente. Lo que incluye el rechazo por parte de Israel de la resolución de 2002 de la Corte Internacional de Justicia sobre la ilegalidad del Muro del Apartheid construído en Cisjordania, o las acusaciones de crímenes de guerra recogidas por la ONU en su Informe Goldstone y dirigidas contra Israel en relación con su guerra contra Gaza de 2008-2009. Es significativo que el término «guerra jurídica», que surgió hace una década, se utilice generalmente para tipificar «el esfuerzo por conquistar y controlar pueblos indígenas mediante el uso coercitivo de medios legales.» Que Israel y EE.UU. pongan a los colonizados palestinos en posición de potencia conquistadora, y a los colonizadores judíos de Israel como indígenas da testimonio de la grave preocupación por el peligro de que los mecanismos jurídicos de impugnación representan para los supuestos derechos de Israel.
El discurso de los derechos, en sí diversos y con escaso acuerdo, no es en última instancia pertinente, y se lleva a cabo, o no, en la negociación (o no negociación) del poder político. Esto se manifiesta claramente en la continua insistencia de Israel de que sus supuestos derechos no son negociables. Con la reciente caída del régimen egipcio y la más reciente reconciliación entre Hamás y Fatah, no está claro cómo va a proceder la Autoridad Palestina (AP). El plan de ésta para obtener un reconocimiento más de un Estado palestino en la Asamblea General de septiembre próximo, incluso si tiene éxito, tendrá muy pocos resultados positivos sustanciales y bien podría tenerlos negativos. A menos que la Autoridad Palestina suspenda toda negociación y busque una reparación legal internacional mediante una creciente presión diplomática (sobre todo de los estados europeos y árabes) sobre el gobierno de EE.UU. para que se sume al consenso internacional y deje de vetar las decisiones internacionales, los derechos de Israel seguirán estando protegidos.
Lo que Israel ha estado negociando con los palestinos es la forma, los términos y la medida en que los palestinos deben reconocer sus derechos sin dar pie a equívocos. Es esta realidad la que ha caracterizado las últimas dos décadas de negociaciones con los palestinos. Las negociaciones nunca restablecerán los derechos internacionalmente reconocidos de los palestinos; por el contrario, las negociaciones que los palestinos iniciaron con Israel hace dos décadas son de un tipo en el que una de las partes, los palestinos, debe entregar todos sus derechos reconocidos internacionalmente y reconocer los derechos autoatribuidos de Israel, que no reconoce el derecho internacional o para el caso el de ningún otro país.
Sesenta y tres años después del establecimiento de la colonia judía de pobladores, una acción palestina de este tipo no sólo otorgaría legitimidad internacional a las reclamaciones israelíes, sino que constituiría, en la práctica, nada menos nada menos que el primer reconocimiento internacional de los derechos que Israel se otorga a sí mismo. Israel no necesita renunciar a nada a cambio.
Joseph Massad es profesor asociado de Política Árabe Moderna y de Historia de las Ideas en la Universidad de Columbia en Nueva York. Sus últimas publicaciones son Desiring Arabs, ( University of Chicago Press, 2007) y The Persistence of the Palestinian Question: Essays on Zionism and the Palestinians (Routledge, 2006).
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