Quienes son asesinados en Siria hoy y desde hace nueve meses son parte del vulgo, los más pobres y desprotegidos. Eso es lo que les une a pesar de las diferencias. Por su parte, quienes dan las órdenes de matar y planean acabar con la rebeldía de los pobres son los ricos, los que disfrutan […]
Quienes son asesinados en Siria hoy y desde hace nueve meses son parte del vulgo, los más pobres y desprotegidos. Eso es lo que les une a pesar de las diferencias. Por su parte, quienes dan las órdenes de matar y planean acabar con la rebeldía de los pobres son los ricos, los que disfrutan de prerrogativas y los que están armados hasta los dientes. Eso es lo que los une y los mueve en el proyecto del genocidio de los súbditos rebeldes.
Los ricos se valen para matar, en muchas ocasiones, de pobres, sobre todo los shabbiha, que asesinan a otros pobres como ellos e incluso matan a sus semejantes en algunas ocasiones. Lo que está claro es que entre los muertos no hay ricos acomodados, porque a ellos los protegen sus armas de calidad superior, sus enormes riquezas, un muro de pobres que se sacrifican «en cuerpo y alma» y su dominio del Estado. Por el contrario, nada protege al resto de la población en Siria: ni jueces, ni armas, ni dinero, ni la ética de unos gobernantes que carecen de ella. No les queda más que su solidaridad para consigo mismos, algo que han demostrado con creces, y no tienen más que a Dios, a quien solicitarle asilo político supone un verdadero desahogo.
Sin embargo, la violencia que escapa a todo raciocinio no es lo único que han utilizado la banda de ricos gobernantes contra el vulgo, sino que se han afanado también en expandir el odio. Todo el que ha seguido la situación de cerca ha visto terribles ejemplos de ello, tales como el pisoteo de aldeanos indefensos, el pataleo con las botas militares de la cabeza de un hombre anciano, formas horribles de tortura, humillaciones como las que describía el informe de la Comisión de Derechos Humanos de la ONU hace unos meses, entre las que se encuentra la violación de niños (en un caso, al menos, ello sucedió bajo la mirada del padre y en otro caso, se castigó a tres asesinos de los servicios secretos por violar a un niño de 11 años). También están los cigarros apagados en los traseros de los detenidos, el apaleamiento de cuerpos desnudos y la frase «No hay más dios que Bashar y su hermano» que los supuestos enemigos son obligados a repetir. Esto último es una expresión que va más allá del odio y supone la decapitación moral de quien debe repetirla.
El mismo propósito tiene la dedicación que han mostrado los medios oficiales, públicos e «independientes» durante nueve meses incitando contra la revolución, difundiendo historias falsas y movilizando a los partidarios del régimen en contra de los revolucionarios, contra los que (considerados gentuza, escoria, ignorantes, retrasados, extremistas y salafistas) se les han infundido el odio y la ira. Además, se ha reducido enormemente la censura contra los comentarios de corte sectario en los medios financiados por los sirios en conjunto.
El objetivo de estas campañas de siembra del odio es mantener los límites morales y éticos que protegen la vida del conjunto de los manifestantes y de su ambiente social, y por ende, facilitar la misión de asesinarlos. La vida de la gentuza, los extremistas y los ignorantes no importa, o al menos tiene menos valor que la de los notables «abiertos» e «intelectuales» que gobiernan y reinan el país, además de representarlo. Lo que aumenta la separación entre unos y otros es que los segundos son la materialización pura del nacionalismo, algo que está incluso por encima del hecho de que gozan de una sabiduría inusual, un genio inaudito y una perfección incomparable. Así, lo justo y correcto es protegerlos matando a la gentuza y los ignorantes que se rebelan contra ellos.
Quizá el concepto adecuado para englobar los distintos fenómenos de asesinato de los más pobres y desprotegidos y de las campañas de siembra del odio que llevan a cabo los ricos bribones armados contra amplios sectores de la población sea el fascismo, con la connotación que el término tenía en los setenta y los ochenta del siglo pasado en América Latina. El fascismo es una forma de ejercicio del poder, dirigido a proteger a los grandes propietarios y beneficiarios de prerrogativas mediante el trato salvaje e inhumano de los débiles, y mediante una ilimitada matanza, detención y tortura de activistas políticos. Países como Brasil, Argentina, Uruguay, Chile y El Salvador han conocido este tipo de gobiernos asesinos, pero el fascismo sirio tiene unas características que lo diferencian de los fascismos de América Latina.
En primer lugar, estos países fueron apoyados por EEUU y estuvieron inmersos en la lógica de la guerra fría, destacando por la extrema violencia empleada contra los izquierdistas y los que eran considerados agentes del comunismo. El fascismo sirio no está dentro de esa lógica y sus campañas en las que se acusa de traición (a los «enemigos de la patria») y en las que se incita a unos contra otros insertan a los opositores al régimen en una gran conspiración internacional dirigida por EEUU. Para ello, el régimen se apoya en la histeria implantada en la cultura y la psicología árabes frente a Occidente, pero a fuerza de alimentarla, la ha convertido en una paranoia, facilitando el aislamiento de sus gobernados del mundo y presentando una realidad que poco tiene que ver con lo que pasa en el exterior.
En segundo lugar, el contenido clasista del fascismo árabe se mezcla con la dimensión sectaria, y mientras se utilizan expresiones como extremistas, ignorantes, retrasados y salafistas, se exageran las diferencias de clase. Ello está relacionado con un odio que roza el racismo contra los sectores de la sociedad desposeídos y desprotegidos, que viven exclusivamente de su trabajo y habitan en los suburbios y barrios decadentes. La ideología de la modernidad juega aquí un papel importante en la potenciación de la ambigüedad entre lo sectario y lo clasista, dando una justificación «moderna» a la diferenciación entre clases. Lo importante es que la ideología modernizadora va dirigida a combatir «el fundamentalismo» y «la opresión» de los islamistas, mientras el despotismo, la corrupción y el sectarismo no ven la viga en el ojo propio. Esto hace de la modernidad una ideología extremadamente adecuada para los objetivos del fascismo sirio y los que siguen sus postulados. De hecho, es aún más adecuada si cabe, porque las cuestiones morales de la libertad, la justicia, la igualdad y la dignidad humana le son desconocidas.
En tercer lugar, tal vez el fascismo sirio se diferencie hoy de los fascismos latinoamericanos en el hecho de que los ricos y beneficiarios de prerrogativas deben sus riquezas y su posición prácticamente en exclusiva «al régimen», pues no son propietarios tradicionales ni fabricantes relacionados con empresas multinacionales. Por ello, su peso intrínseco es nulo sin el régimen, un régimen al que están inexorablemente unidos. Aunque los grandes propietarios agrícolas e industriales puedan estar relacionados con los mercados internacionales, esos no son más que la base sui generis de los fascismos de América Latina porque la base específica del fascismo sirio es el propio régimen, es decir el núcleo político y securitario que dirige el aparato de la muerte hoy y cuya «base material» es el dominio «de la soberanía del pueblo».
En otras palabras, la base de nuestro fascismo es «el poder» (seguido de la riqueza), mientras que en América Latina, su base es «la riqueza» (seguida del poder). Y tal vez nuestra revolución vaya en primera instancia contra la forma de ejercer dicho poder conformándose simplemente con decir «el pueblo quiere derrocar al régimen». En Latinoamérica, el contenido social es más fuerte, algo que se ha confirmado con el ascenso de la izquierda socialista en los últimos años.
Pero el fascismo es fascismo aquí y en todas partes: la lucha de la banda de ricos armados contra el vulgo revolucionario.
Fuente: http://international.daralhayat.com/internationalarticle/342995