Hoy, festividad de San Ignacio, es un día particularmente apto para discutir sobre un pensamiento muy típico de los adeptos al jesuitismo. O a dos. El primero es el más típico de la escuela del dilecto soldado de Dios: «El fin justifica los medios». No insistiré en catalogar la bajeza ética de esa idea; ya […]
Hoy, festividad de San Ignacio, es un día particularmente apto para discutir sobre un pensamiento muy típico de los adeptos al jesuitismo. O a dos.
El primero es el más típico de la escuela del dilecto soldado de Dios: «El fin justifica los medios». No insistiré en catalogar la bajeza ética de esa idea; ya lo he hecho muchas veces.
El otro resulta también bastante común, aunque sea sólo jesuítico de rebote, porque procede del Derecho Romano. Me refiero al pincipìo según el cual «la causa de la causa es causa del mal causado».
El jefe del Gobierno de Israel echó ayer mano de ese remedo de razonamiento para justificar la matanza que sus bombas causaron en Canáa, allí donde in illo tempore había bodas con milagro. Según Ehud Olmert, si el Ejército israelí ha bombardeado esa población, es porque Hizbulá ha estado disparando desde allí misiles contra territorio controlado por los hijos de David. En consecuencia, Hizbulá, en tanto que «causa de la causa», debe ser considerado «causa del mal causado». Eso sin contar con que Israel ya avisó a la población de Canáa de que debía desalojar sus casas y marcharse a otra parte, por lo que no puede pretender que ha sido cogida por sorpresa. (Olmert no ha llegado a decir abiertamente que la culpa la tienen las víctimas, pero ésa es la idea de fondo.)
Ya sé que la comparación va a disgustar a muchos, pero me es imposible no establecer el llamativo paralelismo que existe entre la línea de defensa adoptada por las autoridades de Israel y la que durante años hizo suya ETA: si ella ponía bombas y mataba incluso a gente ajena al conflicto vasco, era en razón del «contencioso» existente entre Euskal Herria y el Estado español, «contencioso» del que era culpable el Estado español. En consecuencia, si la causa que explicaba sus bombas era la obstinación opresora del Estado español, el culpable de los muertos producidos por sus bombas no podía ser otro que el propio Estado español, dado que «la causa de la causa es causa del mal causado».
El paralelismo entre las dos líneas de coartada es completo: cada vez que ETA puso bombas en casas-cuartel de la Guardia Civil y mató a pobres chavalines, se justificó recordando que ya había avisado a los del tricornio que los combatientes sensatos no se llevan a sus hijos a la guerra. Tal como ayer Olmert, ETA también dejaba claro que ya había avisado.
Hijos del mismo pensamiento, todos ellos vienen a considerarse meros instrumentos de una especie de designio superior, que está por encima de sus voluntades y les exculpa. Sus dedos aprietan el botón, pero en realidad no son sus dedos: es la maldad del otro la que acciona el arma homicida.
Gracias a esa justificación, adoptan aires de tener la verdad en el bolsillo y de estar sacrificándose por sus sufridos pueblos. Pobrecillos.