La presión continua de los grandes medios de comunicación, muchos de ellos al servicio de los intereses de las grandes potencias, fuerza al ciudadano común, en muchas ocasiones, a aceptar puntos de vista erróneos. Cuando gran parte de la actividad política se desarrolla orientada a su difusión por dichos medios, lo que en ellos se […]
La presión continua de los grandes medios de comunicación, muchos de ellos al servicio de los intereses de las grandes potencias, fuerza al ciudadano común, en muchas ocasiones, a aceptar puntos de vista erróneos. Cuando gran parte de la actividad política se desarrolla orientada a su difusión por dichos medios, lo que en ellos se afirma o se niega pasa a ser una verdad de fe que muchos admiten sin discusión alguna.
Así, por ejemplo, pocos son los medios que han puesto de relieve la doblez que supone reconocer el derecho a la independencia a un pueblo, el albano-kosovar, cuando a la vez el mismo derecho le es negado a otro pueblo que lo viene reclamando desde hace más años, con análogos o incluso más sólidos argumentos: la nación kurda.
Sin embargo, desentrañar las razones de tan evidente injusticia no sería difícil: bastaría analizar el valor geoestratégico que para EEUU tiene Oriente Próximo y el desdén con que considera los Balcanes. Y completar el análisis con el peso relativo que en ambos casos poseen Israel, Turquía, la Unión Europea y Rusia.
No es muy distinto lo que ocurre con otro asunto que, aunque sea de refilón, ha sacado a la luz pública la conferencia celebrada en Annapolis (EEUU) a finales del pasado mes de noviembre: la naturaleza «judía» del Estado de Israel y sus consecuencias sobre un amplio sector de la población que en él habita.
Durante los momentos iniciales del violento «big bang» que creó el Estado de Israel, unos 800.000 palestinos fueron expulsados por la fuerza de sus hogares o huyeron de ellos a causa de la guerra. Los que han sobrevivido, y sus numerosos descendientes, viven hoy emigrados en Cisjordania y Gaza, en algunos países árabes o dispersos por el mundo.
Por otra parte, casi un millón y medio de los actuales ciudadanos de Israel son palestinos con nacionalidad israelí y constituyen cerca de una quinta parte de la población. Esos árabes de nacionalidad israelí son los residuos que permanecen en su tierra nativa tras la implantación de Israel. Como afirma uno de ellos, profesor de un centro de investigación social en Haifa y en una universidad de EEUU, «nosotros no cruzamos la frontera como inmigrantes en Israel, sino que fue la frontera la que nos cruzó a nosotros». De ese modo, se vieron convertidos en ciudadanos de segunda clase en un Estado que es tenido por democrático y al que algunos consideran, muy desmedidamente, como la única democracia ejemplar en Oriente Próximo.
Tras la conferencia de Annapolis, tanto Israel como EEUU tratan de dar el espaldarazo a esa anomalía política y jurídica que es la naturaleza judía del Estado de Israel. Se exige a la Autoridad Palestina que lo acepte sin rechistar, a pesar de que confirmará de forma definitiva la condición de parias de los palestinos de nacionalidad israelí. Condición con la que se pretende, junto con la incesante ampliación de las colonias judías en territorio ocupado y la fragmentación del posible futuro Estado palestino, forzar la huída de los palestinos de Israel y resolver lo que, a juicio de destacados políticos israelíes, es solo un «simple problema demográfico».
La supuesta democracia israelí, sin embargo, no ha consultado siquiera la opinión al respecto de sus súbditos palestinos. Tampoco el presidente de la Autoridad Palestina posee mandato alguno para negociar con Israel el destino de los palestinos israelíes, que no le han elegido. Tantas distorsiones de la esencia de la democracia apenas llaman la atención en un mundo muy preocupado por la pureza democrática de Chávez, Morales o Putin, y presto a acoger a gobernantes de tan limpias credenciales como Gadaffi, los monarcas saudí o alauí, o los dirigentes chinos.
El investigador de Haifa, antes citado, analiza así la cuestión: «Los palestinos que habitan en Israel han desarrollado su propia historia y su identidad durante casi sesenta años de trabajo y esfuerzo. No somos simples peones para ser movidos de un lado al otro lado del tablero. Esperamos, ni más ni menos, el derecho a la igualdad en la tierra de nuestros antepasados. Los judíos israelíes han construido una nación y tienen derecho a vivir aquí en paz. Pero el Estado de Israel no puede ser a la vez judío y democrático, ni puede alcanzar la seguridad que tanto anhela, si sigue negando nuestros derechos, los de los palestinos en los territorios ocupados de Gaza y Cisjordania y los de los emigrados. Ha llegado el momento en que compartamos esta tierra con una verdadera democracia que respete y garantice los derechos de ambos pueblos a ser iguales» (Cortesía de Jewish Peace News).
No es fácil que su voz se alce por encima del adverso ruido de fondo generado en Washington, Tel Aviv o en los países que desean, ante todo, no irritar a EEUU. Por eso es aquí acogida, al comenzar el Nuevo Año, para darle el eco que tanto necesita. Cuando la verdadera justicia está en juego, es más eficaz luchar por la paz mediante la esgrima de las palabras que con la violencia de las armas; pero si las voces son amordazadas seguirán hablando las bombas.
http://www.estrelladigital.es/diario/articulo.asp?sec=opi&fech=02/01/2008&name=apiris