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Los malos humos de la comida

Fuentes: Rebelión

Comer una lasaña puede tener efectos imperceptibles a simple vista. Un estudio del ‘think tank’ inglés King’s Fund mostró recientemente que una ración de lasaña, como las que se consumen en los hospitales de Inglaterra, contiene ingredientes de procedencias muy diversas, que recorren en total 27.800 Km desde los puntos de producción agrícola hasta llegar […]

Comer una lasaña puede tener efectos imperceptibles a simple vista. Un estudio del ‘think tank’ inglés King’s Fund mostró recientemente que una ración de lasaña, como las que se consumen en los hospitales de Inglaterra, contiene ingredientes de procedencias muy diversas, que recorren en total 27.800 Km desde los puntos de producción agrícola hasta llegar a la mesa. Pasta producida en Italia, tomates cultivados en España, o incluso ajos chinos y carne de pollo engordado en Nueva Zelanda. Ningún ingrediente se produce cerca de donde se consume, todos han debido viajar por tierra, mar o aire.

Este patrón se repite en la mayoría de sectores de todas las economías desarrolladas, y va en aumento: según datos de la UE, en la última década el transporte de mercancías ha crecido más que el PIB, alejándose por tanto del objetivo comunitario de reducir la conexión entre PIB y demanda de transporte de mercancías. Las estadísticas indican además que va en aumento la proporción de mercancías transportadas por carretera, medio de mayor impacto medioambiental que, por ejemplo, el tren. En el transporte de alimentos, esta tendencia es especialmente preocupante, dada la gran circulación de ese tipo de mercancías.

En un mundo en el que capitales, bienes, servicios -a veces hasta personas- circulan libremente, una organización del suministro que nos lleva a consumir productos foráneos no debería extrañarnos. Exclamaciones como <>, o <> se oyen a menudo. Y así parece acreditarlo la teoría económica: lo correcto es producir allí donde los costes relativos ‘visibles’ sean menores.

A principios del siglo XIX el economista británico de origen portugués David Ricardo presentó una teoría económica de comercio internacional que sigue siendo hoy la teoría dominante en círculos empresariales y académicos: la teoría de la ventaja comparativa. David Ricardo explicó que los países deberían especializar su producción en su sector más eficiente y comerciar luego con otros países para proveerse del resto de productos que precisaran. Incluso cuando un país es menos eficiente que sus vecinos en todos los sectores, puede seguir ganando con la especialización y el comercio por la llamada ventaja comparativa. Si Inglaterra produce máquinas y también paños a menor coste que Portugal, explicaba David Ricardo, a Portugal le sigue conviniendo especializarse en la producción de aquel producto en el que es menos malo -paños en este caso-, y abrir sus fronteras para comprar a Inglaterra aquello que ésta produce relativamente mejor -máquinas.

Consideraciones como la protección de la industria naciente, o los peligros a que está expuesta una economía especializada en bienes de poco valor añadido (como son por ejemplo la mayoría de los productos agrícolas), se han presentado a menudo para criticar la teoría de la ventaja comparativa. Sin embargo, hasta ahora no se ha puesto de manifiesto un detalle esencial del comercio: el comercio implica transporte, y éste genera costes medioambientales que raramente están representados en el modelo de análisis. La OMC, por ejemplo, aún está lejos de incluir consideraciones ecológicas en sus políticas: el impacto en el medio ambiente del aumento de toneladas transportadas que supone la liberalización del comercio ni siquiera entra en la discusión.

Hoy por hoy, el transporte contamina, el transporte implica emisiones nocivas, y a menos que un nuevo avance científico revolucione la tecnología que tenemos ahora, todo apunta a que esta situación no mejorará sustancialmente durante las próximas décadas. Una fórmula para reducir la ineficiencia de una economía que no incluye costes medioambientales en sus costes de transportes sería subir los impuestos sobre los combustibles, incentivando así la demanda de productos locales. Sin embargo, las recientes huelgas de transportistas o los bloqueos de los pescadores nos han recordado que subir el gasóleo no es empresa cómoda, ni viable, si se quiere mantener el sistema de suministro actual y no se inventan transportes alternativos.

Las economías desarrolladas mantienen exportaciones e importaciones de todo tipo de bienes, pero es en el comercio de productos agrícolas, productos de consumo diario, que acaban sumando muchas toneladas, donde la dependencia del transporte es más acusada. La mayor parte de los alimentos que consumimos deben recorrer muchos kilómetros dentro y fuera de nuestras fronteras desde el punto de producción hasta nuestras cocinas. Esta realidad no se puede alterar de la noche a la mañana, pero sí podemos empezar por concienciarnos de que, si la tecnología del transporte no cambia, tarde o temprano tendremos que cambiar nosotros nuestros patrones de consumo y potenciar la sostenibilidad acercando la producción a los puntos de consumo.

Algunas ONGs e institutos de investigación europeos y norteamericanos ya calculan y publican en sitios web las millas que viajan por término medio algunos alimentos, y las emisiones que ese transporte implica. Los resultados son a veces sorprendentes, y demuestran que, por ejemplo en EEUU, los productos nacionales no siempre son los que acarrean menos emisiones. Pero, en general, salen a la luz datos medioambientalmente insostenibles, como que la mitad de las uvas o de los espárragos consumidos en EEUU son de importación, o que un brócoli producido localmente recorrería unas 20 millas hasta su lugar de consumo, frente a las 1.846 millas que recorre en la actualidad.

Estas iniciativas pueden ayudar a concienciar a la población del impacto medioambiental de su consumo. Sin embargo, el precio final a pagar seguirá siendo la variable de decisión en muchas familias, por lo que tal vez en algún momento sea necesario tomar medidas más drásticas, y volver a replantearnos ideas como el proteccionismo comercial y la promoción de la agricultura local, que no hace mucho se habían descartado. A fin de cuentas, transportar es más caro para la sociedad de lo que los precios del transporte indican. Y es que, por mucho que la mayoría de los economistas de hoy en día traten de convencernos de lo contrario, el precio sigue siendo distinto al valor.