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España en construcción

Los marcos políticos e ideológicos de las elecciones legislativas de 2015

Fuentes: Rebelión

La abdicación El 2 de junio de 2014 el rey Juan Carlos vendría a sorprender a todos los españoles anunciando su abdicación, que en ningún caso venía a contemplarse a corto plazo, pero decidida y asumida por los acontecimientos adversos acumulados en el curso del tiempo. Entre ellos cabrían destacar los siguientes: La progresiva quiebra […]

La abdicación

El 2 de junio de 2014 el rey Juan Carlos vendría a sorprender a todos los españoles anunciando su abdicación, que en ningún caso venía a contemplarse a corto plazo, pero decidida y asumida por los acontecimientos adversos acumulados en el curso del tiempo. Entre ellos cabrían destacar los siguientes: La progresiva quiebra de los diversos mecanismos y medios de control social derivados de la libertad de prensa. La expansión de múltiples descontentos sociales con la aparición de signos de inclinación del voto hacia la izquierda con la consiguiente erosión del bipartidismo y del partido en el Gobierno como garantía de continuidad y estabilidad de la Corona. El descontento de una juventud que ha empleado buena parte de su tiempo, esfuerzos y recursos paternos en su formación para luego caer en el subempleo, en el trabajo ocasional, en el paro u optar por la emigración; lo cual no quiere decir que la emigración a los países del entorno sea en sí mismo algo negativo, frecuentemente todo lo contrario, pero en principio se hace en contra de la voluntad de los interesados forzados por la falta de expectativas en el propio país. La falta de respuesta política a los retos del País Vasco y Cataluña. La progresiva aparición de sectores, instituciones, productos culturales de nuevos historiadores y acciones que vienen mostrando el origen histórico de la vigente Monarquía. La publicación y testimonios de los antecedentes de la princesa Letizia que venían a conculcar la moral tradicional de la Iglesia, de esa Iglesia católica de la que la Familia Real es tradicional e institucionalmente devota. Los incidentes en el uso del tiempo libre del Rey. El uso y abuso de la condición personal de yerno del Rey para la obtención de dinero fácil. Las malas puntuaciones en los sondeos de opinión. Una alta abstención como síntomas de la indiferencia por la cosa pública y, por lo mismo, con una escasa ascendencia sobre el futuro elector, resultando cada vez más difícil fidelizar el voto. Una corrupción extendida a buena parte de las instituciones del Estado. Y, finalmente, el propio curso natural de la degradación psicofísica y las intervenciones quirúrgicas del Rey, todo ello aconsejaba, obviamente, renunciar a la Corona a favor de su heredero, siguiendo así el ejemplo de Benedicto XVI a fin de no verse en la misma dramática y absurda situación de Juan Pablo II.

Felipe VI: El heredero del heredero del Caudillo

Hecha pública la abdicación, inmediatamente se activarían los mecanismos legislativos por parte del gobierno Popular con el apoyo explícito del partido Socialista en la Oposición para canalizar esta situación. La abdicación y la inmediata respuesta de los partidos políticos dominantes asumiendo y renovando el pacto constitucional de 1978, junto a la proclamación del nuevo rey en su condición de heredero y máxima representación del Estado, nos remiten a una democracia de baja intensidad atada a creencias, miedos, hábitos, al peso del dinero -empresarial- y a las leyes del pasado, incapaz de activar y proponer una reconversión política donde la idea de justicia, de igualdad, el trabajo, el conocimiento general y científico orienten la acción política. Podríamos considerar normal y ajustado a derecho el aceptar la abdicación de un cargo a una persona de edad avanzada o enferma y activar los procesos legislativos previstos ante una inesperada renuncia al trono. Pero mucho más normal y ajustado a la naturaleza humana, a nuestras tradiciones morales, religiosas, políticas y democráticas la aparición de expresiones -sostenidas por nuestro sistema político- que nos indican tanto el anacronismo y extemporaneidad de la institución de la corona como el origen patológico y excepcional de la vigente monarquía española. Aunque el peso de una tradición de siglos, la falta de lectura, los prejuicios y los mecanismos de creación de la opinión pública nos hicieran pensar en lo contrario. Sin embargo, tal celeridad en los procedimientos de sustitución sería definida como de normalidad, previsión constitucional o de visión de Estado. En este caso la razón de Estado estaría conformada por la voluntad política de las élites de los dos partidos mayoritarios, al margen de sus bases, del resto de los partidos y del conjunto de los españoles. Consecuencias directas del sistema político representativo en que el conjunto de los ciudadanos -titulares de la soberanía nacional- nada tenían que decir.

La ley como constructo ideológico

La pronta respuesta en activar el mecanismo jurídico en materia sucesoria, conforme al procedimiento normalizado establecido en la Constitución y en parte improvisado, nos retrotrae al ingenio de Torcuato Fernández-Miranda para establecer una solución política e ideológica de continuidad entre la dictadura y la democracia con un artificio jurídico expresado a través de su fórmula desde la ley, por la ley, a la ley equiparando, asimilando e identificando las leyes de la dictadura, las leyes derivadas de un constituyente limitado y sometido a la presión del momento y las leyes de una democracia. Artificio mágico-ideológico asumido y reproducido por el Rey en su entrevista en Antena 3TV emitid a a las 22h. del 20 diciembre 2007 bajo el título «E l rey cumple 70 años «. Así, la ley sería tenida como cosa sustantiva o un objeto que se da en la vida o en la naturaleza, como las frutas, las aguas, los minerales y demás bienes de la naturaleza, y no la articulación de la voluntad o los intereses escritos e impuestos por alguien en un momento dado. En la práctica política, la defensa de la ley no sería más que un subterfugio jurídico e ideológico para seguir ostentando la titularidad y ejercicio de la soberanía (artº 1.2. y 117.1. CE), es decir, seguir definiendo quiénes son los que reúnen los requisitos y de qué modo pueden o no participar en la cosa pública. De este modo, la citada fórmula bien podría expresarse de que la ley -en este caso la Corona- ha sido impuesta por la voluntad de un Caudillo, protegida y defendida por los organismos y mecanismos policiales propios de la dictadura durante la transición y asumida con resignación en la Constitución del 78 bajo una extraña combinación de miedo a una involución política, pero también con ilusión y esperanza en el cambio político. Desde entonces, derecha e izquierda vendrían, primero a sobrellevar, más tarde a aceptar y luego a idealizar la función hegemónica de la realeza como vertebradora ideológica de la vida pública española como garantía de sostenimiento de un bipartidismo rotatorio y excluyente.

Los flecos de la Transición

El odio visceral y patológico fomentado durante tantos años hacia el comunismo, bien por sus doctrinas sociales igualitarias, por la indiferencia o su rechazo de las representaciones religiosas en la vida pública, vendría a manifestarse, paradójicamente, en su sentido político contradictorio e inverso a través de la España de las autonomías, tratando de igualar algo que era desigual aunque fuera a distinto ritmo temporal. Con lo cual, las diversas autonomías -o sus representantes públicos- vendrían a incorporar la misma lógica funcionarial que en el resto de la Función Pública: Una vez alcanzado un cierto rango o cargo administrativo, éste tratará de asumir y multiplicar al máximo posible sus competencias y tareas. Lo que generaría con el tiempo nuevos problemas, tanto con las autonomías de nueva creación como, sobre todo, con las llamadas comunidades históricas, aquellas que históricamente han venido protagonizando diversos conflictos, incluso armados como el carlismo, frente a un poder central, viniendo a ocupar casi todo el siglo XIX y buena parte del XX. A ello habría que añadir la posibilidad constitucional de integrar Navarra al País Vasco conforme a su artículo 143 y a su disposición adicional Cuarta. Concesión constituyente que entraba en la lógica política del momento, ya que los derechos históricos también se habrían recogido respecto a la Corona. Con ello se vendría a satisfacer y a favorecer fiscalmente al País Vasco y Navarra al mismo tiempo que -a través del dinero- se venía sosteniendo un sentimiento territorial nacionalista distintivo del resto del Estado, hasta derivar en unas actitudes políticas y percepciones emocionales capaces de mirar para otro lado cada vez que se producía un asesinato. Al fin y al cabo, qué podría representar para la cultura cristiana de la muerte el asesinato de un vecino, de unos servidores públicos o de una persona -una tras otra- frente a las epopeyas, la magnificencia y héroes de las Guerras Carlistas, tan primorosamente representadas en nuestros días por el pintor Augusto Ferrer-Dalmau. O, dicho de otro modo, la Constitución de 1978 vendría a recoger las disposiciones distributivas y recaudatorias fiscales territoriales derivadas de la dictadura, que a su vez se sustentaban históricamente en las consecuencias de las Guerras carlistas del XIX, dando lugar a una solución de continuidad entre el dinero y los sentimientos de pertenencia territorial o patriotismo encorsetado a los intereses de sus élites respectivas. Un modelo sostenido popularmente en nuestros días por las corporaciones sindicales nacionalistas, pues no existe otro compromiso más natural y próximo a las gentes y a las familias que movilizarse en demanda de un puesto de trabajo o el sostenimiento del nivel de rentas. Y siempre será más fácil señalar al Estado a modo de un nuevo Leviatán a combatir que identificar los múltiples y complejos factores que hacen del trabajador una unidad de consumo a merced de fuerzas transnacionales.

Pero lo que en su momento era un ideal y una posibilidad política recogida en la Constitución, aún reivindicada por el nacionalismo vasco, hoy será rechazada por una red de intereses sedimentados desde entonces hasta nuestros días articulados en un nuevo nacionalismo navarro. O, al revés, unas disposiciones establecidas en los artículos 148 y 149 sobre la distribución de competencias entre las comunidades autónomas y las pertenecientes al Estado, o la disposición Adicional Primera de la Constitución, y su posterior desarrollo legislativo, hoy podrían ser objeto de una nueva consideración y planteamiento al haber cambiado las circunstancias internas y externas, junto a sus diversas e inesperadas disfunciones en un mundo tan distinto de los años 70. Así se ha venido a señalar con ocasión de los planteamientos derivados de la cuestión catalana proponiendo la revisión y supresión de las ventajas fiscales del País Vasco y Navarra por parte de un sector de los socialistas y por el ideario programático de UPyD. Propuesta de supresión rápidamente contestada tanto por los parlamentarios de la izquierda como de la derecha, e independientemente de la edad de los mismos, costándole al citado partido su irrelevancia política en esos territorios. Lo que nos demuestra, por una parte, que el acceso a la vida pública de nuevas generaciones no constituye ninguna garantía de tener un pensamiento progresista o innovador y, por la otra, que no tiene el mismo contenido y significado político el dar que el quitar, ya que el nacionalismo se cuantifica en dineros, aunque en su defensa se movilicen sentimientos de identidad activados por sus élites políticas, frecuentemente alejadas del sentir del común de los ciudadanos y de la función integradora encomendada a las autoridades territoriales en las democracias occidentales. Nada mejor informaría el error cometido con «el café para todos» que la parábola evangélica de los obreros ( Mateo 20, 1-16) en que Jesús expresa su idea de acceder a los cielos poniendo el ejemplo de un hombre rico que contrata a unos obreros para trabajar en su viña. Cada uno de los obreros llega al trabajo a distinta hora, algunos casi al final de la vendimia. Al terminar, el patrón ofrece a todos el mismo jornal, independientemente de lo que cada uno haya trabajado y, ante la protesta de los obreros por tal distribución salarial, el patrón viene a alegar que es libre de dar a cada uno lo que él quiera. Desde el punto de vista teológico esta parábola viene a establecer la libertad divina sobre la salvación o no de los hombres, independientemente de su comportamiento; podrían haber sido unos bandidos o haber cumplido con las exigencias de la ley, finalmente su posible arrepentimiento y la arbitrariedad divina vendrán a decidir su salvación eterna. Sin embargo, en el plano de la justicia humana o terrenal ¿Cómo calificaríamos en nuestros días esta política salarial del patrón? Siguiendo el mensaje evangélico, unos lo calificarían de generoso; pero seguramente que otros lo calificarían de injusto, tanto en nuestros días como también lo era en los tiempos bíblicos con la queja de los obreros. ¿Y quién tendría razón en base a un sentido de la justicia compartida por todos? ¿Se podría mantener un modelo político, económico y empresarial sustentado en el referido criterio distributivo? Seguramente que no, porque la experiencia hará que los obreros accedan al trabajo cuando consideraran oportuno o al final de la jornada, sabiendo que la generosidad del patrono hará que finalmente tengan el jornal completo. No cabe duda de que la idea de justicia ha de presidir las relaciones de los agregados humanos, ya que no es la igualdad, sino la proporción en las relaciones de reciprocidad lo que constituye la medida de la virtud y de lo justo, aunque ello no excluya en algún momento la generosidad, la bondad y la solidaridad a fin de corregir, mejorar o perfeccionar la idea de justicia. Sin embargo, no será extraño encontrar esta política remunerativa en las grandes empresas y organizaciones y, sobre todo, en la función pública y su administración institucional a través de las rentas de situación, rentas vinculadas al cargo en el organigrama y no a lo que cada uno aporta a la organización. Por lo que ahora la única alternativa posible tendrá que ser el transformar y mejorar. La cuestión, quizá, esté en un cambio o cruce de caminos del imaginario sentimental de las nuevas generaciones y en un temor difuso a un cálculo de pérdidas y ganancias de aquellos que ostentan el control y disfrute de los recursos públicos en unas regiones o territorios que por su baja densidad demográfica y diverso nivel de rentas verían limitados su prestación de servicios. En cualquier caso, todo cambio estatutario o, incluso, la reforma constitucional y el cambio de modelo de Estado, no cabrían interpretarse como una segunda transición, ya que la historia nunca se repite. Nadie exige ningún revisionismo revanchista -el nivel institucional, cultural y moral de la mayoría de los españoles parece haber trascendido el recurso a tales alternativas- sino sencillamente lo que podría pretenderse es que la historia y el devenir de los individuos y de los pueblos no queden sujetos e hipotecados a los acontecimientos que tuvieron lugar entre 1975 y 1978 derivados de los primeros pasos dados para salir de una dictadura, entre el temor y una contenida esperanza de cambio y mejora social. Es decir, lo que muestra y nos demuestra las inquietudes y situación actual -tanto la España de las autonomías como el concepto, contenido y alcance de nación- es que ni la Constitución del 78 ni el consiguiente consenso -ambas cuestiones idealizadas y mitificadas interesadamente- han de ser los referentes eternos del devenir y los retos de España para perfeccionar y mejorar la vida pública en otro escenario, en otro ambiente, con otras gentes, otras mentalidades y otros recursos, tanto con relación a una nueva realidad estatal, y en un mundo cada vez más limitado e interdependiente a todos los niveles, europeo e internacional. La historia no tiene por qué detenerse, ni puede detenerse, en los acontecimientos en torno a los años 1975-78. Se impone, pues, repensar el pacto constitucional ya que las circunstancias sociales y el contexto político de 1978 no se corresponde con nuestro tiempo, con la ventaja adicional de la experiencia acumulada en un contexto políticamente más maduro, sin la urgencia del momento ni el temor a una involución política. Con las próximas citas electorales ya no se trataría de alcanzar mayorías suficientes para imponer un determinado proyecto de país a desarrollar en el tiempo sino, sobre todo y en primer lugar, administrar unos recursos siempre limitados y escasos, establecer unas cuestiones centrales pero bien delimitadas objeto de acuerdos a todos los niveles con una primera y doble distinción, su relevancia en el corto o largo plazo temporal, su incidencia en el conjunto del Estado y los objetivos y límites de la solidaridad interterritorial.

Realeza, nacionalismo, patriotismo y nación

Nada mejor que recordar la opinión que le merecía la idea de realeza a san Agustín con su relato sobre un corsario. Hecho prisionero por Alejandro Magno, el rey le recriminaría el tener conmovido y turbado a todo el mundo con sus fechorías. A lo que el corsario respondió al rey que él era llamado corsario porque «ejecuta sus piraterías con un pequeño bajel, pero a ti (dirigiéndose al rey macedonio) porque haces esas mismas piraterías con grandes ejércitos, te llaman rey» ( La ciudad de Dios , Libro IV- C. IV). Pero saltando el curso de la historia y llegando a nuestros mismos días, con ocasión de la reunión en la Ciudad-Estado del Vaticano de los alcaldes de las más importantes ciudades para reflexionar sobre el cambio climático y las nuevas formas de esclavitud en el mundo, la alcaldesa madrileña, Manuela Carmena, vendría a lanzar una pregunta a colación de la explotación de las mujeres a través de la prostitución: ¿Cómo es posible que los hombres disfruten con el dolor y el mal ajeno? Paradójicamente, esos comportamientos serían el núcleo constitutivo de la realeza, al alcanzar la dignidad, la gloria y el poder sobre un territorio a través del mal ajeno. ¿Cómo es posible que sigamos idealizando y mitificando una institución cuya naturaleza constitutiva se obtiene del dolor y la destrucción de los pueblos propios o ajenos en los campos de batalla? La razón es bien sencilla. Los mismos mecanismos que han hecho posible el enrarecimiento de la vida pública, primero con el terrorismo y luego con la expansión de los mal llamados nacionalismos periféricos, son los que vienen sosteniendo la idea de Corona como constructo -político, jurídico e ideológico- e institución vertebradora del Estado sostenido por un bipartidismo excluyente. La popularidad atribuida al rey en las diversas encuestas viene a corresponderse con la misma popularidad del nacionalismo vasco y catalán en sus respectivas comunidades, con la salvedad que los sentimientos territoriales de pertenencia en ambas comunidades se derivan del desarrollo de la vida cotidiana en el curso del tiempo, a semejanza de los sentimientos de identidad territorial de los ciudadanos pertenecientes al resto de los territorios y, por su parte, la idea de corona y monarquía no dejan de ser más que un constructo jurídico y publicitario -populista- impulsado generalmente por un sector del periodismo que, siguiendo las recomendaciones del Caudillo en su ley de Prensa de 1938, ejercerán de apóstoles en nuestro tiempo con el apoyo de las subvenciones públicas a la prensa. Todos los documentales y publicaciones que vienen a tratar directa o indirectamente sobre la corona o la monarquía histórica son producidas o editadas por instituciones financiadas con dinero público o fundaciones de las grandes corporaciones empresariales sosteniendo, así, la mentalidad o ideología del Estado Moderno atribuyendo al monarca una capacidad taumatúrgica como representante, encarnación y cabeza de un organismo, cuerpo místico o nación.

Dicho brevemente, tan difícil sería demostrar empíricamente el eslogan de «Madrid nos roba» con relación a las balanzas fiscales o alcanzar un idílico estado de bienestar o sociedad de la abundancia con una hipotética independencia catalana como los atributos del monarca expresados en el artículo 56.1. de la Constitución y garantía de la permanencia del Estado español. En este último caso, más bien, habría que interpretar que los cuarenta años de terrorismo y la consolidación y expansión de los llamados nacionalismos periféricos vienen a representar el fracaso e incapacidad de la Corona para articular un estado plurinacional con una clara distinción entre derechos y deberes con los sentimientos de identidad territoriales consolidados por las gentes en el curso de la vida. En cualquier caso, el error por ambas partes sería hacer coincidir los sentimientos territoriales de pertenencia con las diversas distribuciones administrativas territoriales y alcance de la solidaridad interregional o hacer que el constructo y publicidad sobre la Corona sea asumida por el conjunto de los españoles. Si después de tantos siglos de persecuciones, guerras y desencuentros, el conjunto de los países europeos han venido a reconocer la imposibilidad de imponer a todos y a cada uno de los ciudadanos unas creencias religiosas o relatos míticos hasta alcanzar la libertad de culto en todos ellos, no existe razón alguna para seguir sosteniendo otros relatos míticos en el ámbito de la vida civil. Los modelos políticos occidentales exigen basar las estructuras organizativas de convivencia en hechos mensurables y constatables empíricamente como presupuestos necesarios del sostenimiento de todo ordenamiento social y económico, y no en creencias, en la publicidad o en los intereses partidistas, funcionando más como empresas que como partidos políticos. Pero en la medida en que los mecanismos de creación de la opinión pública se han diversificado o fragmentado a favor de las Comunidades Autónomas como representantes materiales de las nacionalidades, el Estado -o sus representantes públicos- ha venido perdiendo peso y protagonismo como impulsor y articulador de las diversas sensibilidades territoriales en un sentimiento de pertenencia supranacional, coincidente con la estructura del Estado español.

Tanto el conservadurismo de izquierda y derecha vendrán a sustentar y articular la unidad simbólica de España a través de un rey. Así lo proclamaría recientemente el primer ministro francés, Manuel Valls, con ocasión de la visita, el pasado 3 de junio, de Felipe VI a la Asamblea Nacional francesa y en donde el rey defendería los principios republicanos -el ejercicio de la razón, la libertad, la igualdad y la fraternidad- que en España se relegan o niegan. Sobre todo, a través de circunscribir en su discurso el recurso al terrorismo internacional y al protagonizado por ETA, dejando fuera de la memoria y de la historia aquéllos procedimientos dramáticos en que las diversas teorías políticas conservadoras vienen a interpretar la violencia como partera de la historia, teorías en las que se sustentan las mayorías de las monarquías, incluida la vigente monarquía española. Quizá tendríamos que tomar el modelo educativo francés -como en otros tantos asuntos- sobre el relato de la historia. Entre ellos, el llevado a cabo con la exposición en el Château Royal, de Blois (2010) titulada «Fêtes et crimes à la cour d’Henri III» en donde la creencia, la codicia, la intolerancia, la crueldad, el recurso a la guerra, los asesinatos y las alianzas corporativas a través de los intercambios de los linajes familiares -elevadas a razón de Estado- conformarían históricamente la naturaleza de la monarquía en el conjunto europeo. Aunque, una vez proclamada la República poniendo fin al legitimismo hereditario, los franceses no acabaron de abandonar los métodos monárquicos en la elección y sostenimiento de sus jefes de Estado, haciendo del presidencialismo una suerte de monarquía electiva y laica.

Lo que nos da una idea del criterio oficial francés sobre el ethos y el nivel de compromiso y participación política de los españoles, al necesitar un rey impuesto por un Caudillo y la garantía de las Fuerzas Armadas en el sostenimiento de la unidad de España; justo lo contrario de lo que hicieron los franceses con el general De Gaulle y eso que les había conducido a la victoria frente a la ocupación alemana. Francia no necesitaba tutores en el sostenimiento de la idea de nación cosa que, según los franceses, sí lo requiere una España sometida a las tensiones entre fuerzas reaccionarias y progresistas. Lo que denota el fracaso de España como nación cuando es incapaz de que la unidad política y jurídica de España sea querida y deseada por todos y cada uno de los españoles y deba de ser tutelada por un rey, dando lugar a un nacionalismo español -o patriotismo constitucional- débil y perturbador. Débil, porque los valores representados por la Monarquía con sus reyes, príncipes, princesas o infantas publicitando sus nombres en monumentos, en las calles, parques, colegios, universidades, hospitales o en las revistas de moda o del corazón, no se corresponden con los principios, valores e ideales constitucionales de nuestro tiempo. Y perturbador por el origen constituyente de la vigente Monarquía, basada en las creencias de la Alta Edad Media y del Estado Moderno del XVI, incorporadas al tradicionalismo decimonónico como último vestigio de una sociedad de clases, siendo activadas e impuestas por la voluntad de un dictador.

Circunstancias que vendrían a originar un débil sistema democrático tras la eclosión de una esperanza controlada y atenazada por aquellos que el realismo político hizo confundir los medios instrumentales para alcanzar el poder político con los fines de un Estado Social y Democrático de Derecho, originando finalmente la quiebra de tantas ilusiones y el desdén o indiferencia por la cosa pública de las nuevas generaciones, a las que solo se las exigirá aplaudir o insultar, previamente al ritualismo de votar. Y, entre ambos extremos, la paulatina sedimentación de unas actitudes indiferentes o desdén por la cosa pública reforzadas, por una parte, por la expansión de las nuevas tecnologías y actividades orientadas a la industria del espectáculo y la evasión, o de las actividades festivas de ayuntamientos grandes o pequeños con incremento de sus deudas -recordándonos las reflexiones lejanas pero siempre actuales de Étienne de la Boétie- y, por la otra, de la abstención y la degradación de la visión o percepción de la actividad política como servicio público favorecida por una corrupción sistémica, sobre todo, desde la cuarta legislatura del gobierno de Felipe González hasta llegar a nuestros días; una corrupción, a veces derivada a simple pillaje, proporcionada a la presencia institucional de cada uno de los partidos políticos. Así, la gestión de los asuntos nacionales hará posible que el patriotismo esté distribuido en diversa medida entre derecha e izquierda en el conjunto del Estado, corregido o restringido por otro nacionalismo circunscrito a unos territorios más limitados. Lo que daría lugar a una estrecha relación entre patriotismo y formas de ganarse la vida originando la mayor tasa de concentración de patriotas o nacionalistas en aquellos partidos políticos mayoritarios, instituciones, cuerpos profesionales, territorios, comunidades o ciudades que viven mayoritariamente de los presupuestos generales del Estado, quedando el resto de la gente limitada a un ideal y modelo de ciudadano encorsetado y tipificado por su grado y tipo de consumo.

El sentimiento territorial de identidad como categoría política

«Cataluña es mi tierra, España mi país y Europa mi futuro» sería la fórmula con la que el líder de Ciudadanos, Albert Rivera, expresaba su alegría tras el éxito en las elecciones autonómicas de 2012. Fórmula también asumida por el nuevo líder del Partido Popular en Cataluña, Xavier García Albiol, para las próximas elecciones legislativas catalanas de septiembre de 2015. La cuestión que aquí se plantea es la inclusión o articulación de los sentimientos territoriales de pertenencia como categoría política. Por diversas circunstancias jurídicas e históricas y aún vigentes, estos sentimientos de pertenencia han venido acrecentándose en el curso del tiempo, en particular en el País Vasco y Cataluña. Pero no muy lejos de ellos estarían los gallegos y también el resto de las Comunidades Autónomas buscando en su pasado cada una de ellas rasgos diferenciadores con las demás. Pues no podría ser de otro modo, porque estos sentimientos territoriales son consustanciales a la naturaleza de las personas conformándose en el curso del crecimiento, desde la niñez hasta alcanzar todas las etapas de la vida. Y las gentes no hacen su vida, trabajan o se desenvuelven en el espacio de miles de kilómetros cuadrados. Siempre quedarán circunscritos a un espacio limitado y, posiblemente, en las grandes urbes, nunca llegarán a conocer la totalidad de su ciudad. Lo que nos quedaría, pues, sería una representación simbólica e icónica de nuestra ciudad y, por extensión, de nuestro país y región geográfica o continente de pertenencia. En el pasado estas representaciones serían transmitidas en la familia, en el lugar del trabajo, en la escuela, en el folclore o fiestas cíclicas y en las iglesias. Hoy estas instituciones han quedado ampliamente desbordadas por el desarrollo económico, el pensamiento científico y sus aplicaciones tecnológicas, la evolución política y el desarrollo de los derechos humanos, incluida la libertad religiosa. Las consecuencias de ello es que el ciudadano quedaría a merced de un sinfín y anárquico sistema de representaciones icónicas y simbólicas en donde el azar, las circunstancias y experiencias individuales vendrían a conformar un sentimiento de identidad único y distinguible del de los demás, conformando lo que normalmente conocemos por personalidad.

Siendo así, ¿Puede -o debe- la ley positiva regular los sentimientos de identidad, limitarlos y ajustarlos a las fronteras locales, provinciales, autonómicas, departamentales, federales o estatales? Desde luego, ello parece algo impensable. Parece más bien que las personas, los grupos y los múltiples colectivos sociales son libres de asociar, limitar o circunscribir sus sentimientos de identidad a los bosques, a las montañas y al mar, a la arquitectura y paisaje de su pueblo, a las calles, a los parques, al paisaje urbano y al folclore y festividades cíclicas de su barrio o ciudad, limitarlos al ámbito de su comunidad foral, autonómica, departamental o federal y a todo el Estado, o traspasar las fronteras y alcanzar otros territorios, culturas o países e, incluso, con ayuda de la ciencia y la tecnología fijar la mente y el corazón en alguno de los muchos aspectos de la naturaleza y de la vida o más allá de nuestro planeta. Porque más allá del sentido de la propiedad y de las formas de ganarse la vida el uso que se haga sobre el sentido de la vida, de las creencias, de las identidades o de los sentimientos asimilados en el curso de la vida son libres y no saben ni entienden de propiedades o de fronteras; del mismo modo que no existen las fronteras para los fenómenos meteorológicos y geológicos, para el vuelo de las aves, en la polinización por el viento, en la extensión de las pandemias, en las contaminaciones bacteriológicas o las procedentes de la física nuclear, o en el mismo proceso y estado de enamoramiento entre un hombre y una mujer, capaz de traspasar convencionalismos sociales y resistencias familiares, prejuicios, lenguas y razas. Dicho de otro modo, la capacidad y facultad del espíritu humano es tan grande que caben todas las creencias y todos los dioses de todas las culturas, siendo libres cada una de las personas en detenerse y quedarse allí donde su capacidad imaginativa o curiosidad intelectual le satisfaga o le permita. Las personas como pertenecientes y formar parte de una misma naturaleza no tienen por qué asumir ni compartir emocionalmente las fronteras jurídicas artificiosas de los diversos Estados o de sus divisiones administrativas. Y cuando la ley positiva ha tratado de regular, acomodar o imponer unos objetivos, creencias, sentimientos o valores a los colectivos sociales será cuando se produzcan las mayores vulneraciones de la idea de justicia, hoy enunciada a través de los derechos humanos, pero que en el pasado vendrían a sedimentar el origen de los diversos disturbios, conflictos y dramas de la historia política europea.

Y ese mismo fracaso se ve en los planteamientos de los partidos políticos dominantes, sobre todo del Partido Popular en el Gobierno, al poner el énfasis en las barreras jurídicas, calificando el deseo e intento del «derecho a decidir» o del «Junts pel Sí» catalán como de ilegal y tratando, indirectamente, de ganarse a la opinión pública catalana a través del dinero. Pero ni las leyes ni los dineros pueden agotar las percepciones emocionales ni los planteamientos políticos de los sectores más dinámicos de la población, sea catalana o de cualquier otro territorio. Por una parte, habría que recordar que entre el Derecho vigente y el Derecho muerto se interpone el malestar, la contestación y la vulneración de las leyes. Solo en una hipotética comunidad feliz y sociedad de la abundancia no sería necesario infringir las leyes cosa que, desde luego, no es el caso. Y, por otra parte, el enrarecimiento de la vida pública en Cataluña, y de otras muchas cuestiones, suelen ir más allá del dinero. Bien es verdad que el sistema de libertades, las leyes y los derechos cuestan dinero y, por otra parte, nuestras necesidades van siempre por delante de nuestras posibilidades, en un mundo cada vez más pequeño e interdependiente, en donde los contornos de la soberanía, la independencia, la democracia, el sistema representativo como constructos jurídicos y el Estado nacional como sujeto de la acción política ya no se ajustan a los conceptos tradicionales. Hoy, individuos, instituciones, empresas o corporaciones empresariales están más presentes en la sociedad internacional que muchos estados nacionales. No cabe duda de que el parlamentarismo es la forma de gobernar común en las democracias occidentales, pero no puede ni debe agotar otras formas de canalizar disfunciones o demandas, ya que la tecnología hace posible otras formas de organización, participación y decisión. Se podrá delegar el poder, pero los ciudadanos no pueden ni deben permanecer impasibles durante cuatro años para proceder a la contestación o relevo de unos representantes que no responden a las expectativas programáticas o esperadas. Lo que justificaría el replanteamiento político del malestar o las reiteradas demandas de recursos de los llamados nacionalismos periféricos que van más allá de sus protagonistas ocasionales. Unas demandas favorecidas e impulsadas, sobre todo, por la asunción por parte de las autonomías de las obligaciones del Estado, aunque a veces apoyadas en el relato de la historia, en la tradición o en anacrónicas leyes con la consiguiente vulneración de los principios fundamentales de libertad e igualdad entre todos los españoles. Por otra parte, toda constitución o legislación de cualquier país occidental viene a recoger el principio de justicia e igualdad. Y, al mismo tiempo, al observar y aproximarnos a cualquier agregado social o a cualquier país, lo que se observa es la desigualdad, no la igualdad, asociada a la propiedad y a la división social del trabajo. Aunque toda desigualdad será asumida y aceptada si esa desigualdad no procede o tenga su origen en privilegios sostenidos por leyes tradicionales mantenidos por derechos desiguales procedentes de unos tiempos y unas creencias que hoy ya nadie comparten.

Por otra parte, ese intento o la ilusión por una hipotética separación, distanciamiento o desconexión política de Cataluña -o del País Vasco- respecto al conjunto de España no quiere decir que sólo sea ilegal o materialmente imposible, porque todo Estado es una construcción jurídica, como lo son las organizaciones y empresas, grandes o pequeñas. Además del error de suponer por parte del resto de los actores políticos defensores de la Constitución que el «derecho a decidir» de los catalanes constituye el exclusivo derecho a la secesión. Lo que pone de manifiesto la escasa confianza de los ciudadanos españoles en sí mismos -o el de sus representantes públicos parapetados en el imperio de la ley- incapaces de presentar un proyecto político español movilizador en el interior y actor referente en la sociedad internacional. Lo que ha venido condicionando la política estatal española en materia territorial lastrada por la reacción conservadora, ya desde el siglo XIX. Por otra parte, no sería equiparable el disolver una empresa con segregar un Estado como el español que, además de vulnerar la más elemental jerarquía normativa y lo dispuesto en las leyes en materia de consultas electorales a fin de recabar la voluntad de los ciudadanos, incluido lo dispuesto en el Estatut (1979-2006-2010), vendría a trascender la misma antijuridicidad para caer en algo absurdo e irracional al pretender trastocar todo el soporte material, político, jurídico, cultural, simbólico y sentimental de gran parte de los españoles, casi me atrevería a decir de casi todos los españoles, incluidos la gran mayoría de los catalanes. En este sentido, recuerdo un reportaje de la BBC emitido hace unos años por la TVE2 sobre la independencia de Pakistán en 1947 en que los militares debían optar ante un tribunal por un país de su elección, India o Pakistán. Muchos se decantaban por uno u otro, pero muchos otros dudaban durante segundos reflejando en sus rostros que algo interior les partía el corazón. Pero la elección era simple, el profesar la religión musulmana o hinduista vendría a determinar la elección final. En el caso español sería todo lo contrario, la urdimbre relacional y religiosa del conjunto de España y Cataluña y entre los diversos reinos o territorios de la Península entre sí se remonta a muchos siglos atrás, todos ellos unidos por unas creencias religiosas, ideas, valores, usos y costumbres semejantes y el comercio en sus diversos sectores, aunque distanciados -que no separados- por las formas de ganarse la vida cada uno de los agregados sociales, teorizado en ciencias sociales como sociedad estamental, luego devenida de clases. Si hiciéramos una recopilación sobre la contribución en el tiempo de vascos y catalanes a la idea de España y fuera posible hacer un ejercicio mental sin esas contribuciones, seguramente que España sería otra cosa muy distinta. Y lo mismo sucedería con las gentes del resto de los territorios respecto a Cataluña y el País Vasco.

Sin embargo, tanto el nacionalismo vasco y catalán como la Corona compartirán el criterio de la antigüedad y un pasado idílico en el que reconocerse como vasco, catalán o como soporte ideológico de la monarquía, haciendo de un sesgo de la memoria un instrumento movilizador o un hecho político legitimador. En cualquier caso, el relato de la historia, de una historia fragmentada, idealizada, modificada, deformada, falsificada y ocultada servirá tanto para impulsar todo nacionalismo como la idea de corona. ¿Por qué habría que reprochar a vascos y catalanes un historicismo anacrónico cuando socialistas y populares se empeñan en apuntalar el presente a través del pasado en el conjunto de España haciendo de la idea de Corona la clave del sostenimiento de sus posiciones dominantes? Puestos a engañar, engañemos todos. En este sentido, los citados movimientos nacionalistas junto al gallego, bajo la atenta mirada del resto de las Comunidades Autónomas, nos hablan más de una democracia y de unos representantes públicos de baja calidad, de ruptura y bloqueo de expectativas de las nuevas generaciones -circulación de las élites según principios e ideales de mérito y capacidad- que de un auténtico interés o deseo por la segregación política de España. El movimiento 15M articulado políticamente en Podemos, las diversas mareas reivindicativas, los movimientos ciudadanos y su articulación en partidos políticos emergentes en el conjunto de España, junto a los movimientos del derecho a decidir o del Junts pel Sí de los catalanes serían sus mejores ejemplos indicándonos, por una parte, el desbordamiento de los partidos políticos como actores privilegiados de la acción social (Artº 6 CE) y, por la otra, el agotamiento de la Constitución del 78 al encontrarnos en otras circunstancias, con otros actores y en otro tiempo, tanto en el ámbito nacional como internacional. En este sentido, como en tantos otros, los catalanes han sido capaces de crear un movimiento contestatario a la situación de estancamiento político del conjunto del Estado, haciendo posible que el derecho a decidir propuesto por los catalanes sea extensible al conjunto del Estado y ahora seamos todos los españoles los que impulsemos una reconversión política frente a un anacrónico sistema representativo y hereditario de los cargos públicos y a la concepción patrimonialista del Estado por parte de unas élites políticas salidas de la dictadura.

El catolicismo español en la filosofía de la historia

Mal asunto si queremos defender la idea de justicia social y la unidad de España implorando al Apóstol Santiago -con la vehemencia expresada el pasado 25 de julio por el presidente de la Comunidad gallega y en nombre del rey- en una España no confesional, indiferente al hecho religioso o profesando diversas creencias, más educada e informada, o a través de la artificiosa figura de un rey. Un Apóstol de Jesús y patrono tutelar de España incapaz -junto a otros tantos santos o vírgenes representantes o delegados de la divinidad- de proteger a los españoles en el curso de la historia hasta llegar a nuestro tiempo, permitiendo una rebelión militar, la imposición de una guerra a todos los españoles, la negación de la nacionalidad a los españoles exiliados acabando muchos de ellos en los campos de exterminio alemanes, el recurso a la criminalidad en la posguerra y la necesidad de aceptar a su heredero político ante el miedo a una involución política tras el fallecimiento del Dictador. Con la agravante de que, según los testimonios del Caudillo, el Apóstol Santiago se habría puesto al servicio de las tropas nacionales, desoyendo el Apóstol la exigencia de su Maestro de reconciliarse y amar a los enemigos (Mateo, 5, 43-48). Desde luego, que esos santos o esas vírgenes en sus diversas advocaciones marianas ya no nos sirven para organizar la vida en sociedad ni articular la vida religiosa de nuestros días. Y, sobre todo, cuando el cristianismo ha sido superado y trascendido por las democracias occidentales y sus modelos políticos del Estado del Bienestar frente a la noción de mercenario introducida por Jesús en las tan conocidas parábolas de los obreros y del buen pastor. La primera estableciendo la arbitrariedad del empresario en la política salarial (Mateo 20, 1-15); y la segunda, el pastor que pone en peligro su vida o da su vida por sus ovejas (Juan 10, 11-14). En este caso, los redactores bíblicos o, si se quiere, Jesús , haría una distinción u observación que formará parte, no solo del mundo del trabajo y del uso que se pudiera hacer de los bienes suntuarios (Juan 12, 4-8), sino de la misma historia política europea como era la distinta actitud y comportamientos que seguirán los hombres conforme a su riqueza o pobreza, en función de que sean propietarios o simples asalariados. Una disyuntiva que se introducirá en la historia política, económica y laboral europea a través de la relación dialéctica entre libertad, propiedad, igualdad y justicia, pero teniendo presente que esas ideas de los tiempos bíblicos o evangélicos ya no se corresponden con las de nuestro tiempo. Es decir, Jesús vendría a seguir los hábitos mercantiles y comerciales de la época exigiendo a los deudores la cancelación de sus deudas antes de aproximarse al altar porque de no hacerlo responderían ante los jueces, siendo encarcelados hasta no pagar el último maravedí (Mateo 5, 25-26). A ello habría que añadir las raíces absolutistas, totalitarias (Juan 10,16) y excluyentes (Mateo 12,30) del cristianismo fundacional que se vendrían a desarrollar en el curso del tiempo y vigentes hasta bien entrado el siglo XX. Más tarde, Pablo también exigiría la necesidad de trabajar para poder comer, y aquel que no trabaje, que no coma (2Tes. 3, 10-12) trasladando al individuo la responsabilidad de buscarse la vida, siendo el artífice de su propio éxito o fracaso, ajustándose a los usos y costumbres de su época y adelantándose, con mucho tiempo, al espíritu del capitalismo protestante y a las teorías económicas liberales decimonónicas asumidas por el neoliberalismo democrático, con su más acabado ejemplo en las asociaciones de empresarios cristianos -entre ellas la católica Acción Social Empresarial- con una política salarial más acorde a la idea de justica de nuestro tiempo y alejada, por lo tanto, a la propuesta por Jesús en su parábola de los obreros (Mateo 20, 1-16).

También podríamos replantearnos el mensaje de Jesús expuesto en los momentos finales y más determinantes de su vida pública, aquél en que sería preso, y nos invitaba a «envainar la espada, porque quien empuñe la espada, a espada morirá» (Mateo 26,52). La interpretación política de este versículo religioso se haría históricamente a favor del príncipe (1Pedro 2, 13-14) y del señor noble (Lucas 19, 27) otorgándoles la legitimidad política y jurídica para ajusticiar tanto a los delincuentes como a sus enemigos, conformando la estructura más rudimentaria del Estado Moderno y el atributo determinante del soberano establecido por la teología política. Reyes, bandidos y dictadores vendrían así a convertir una propuesta o idea religiosa (Marcos, 16,15-16) en un imperativo político. Este sería un comportamiento y resultado político que, sin embargo, ya lo habría observado y anticipado Jesús ante la hipocresía y la rigurosidad legislativa de escribas y fariseos -los doctores o teóricos del poder, defensores de la tradición y las leyes- al acusarlos y compararlos a los «sepulcros blanqueados que por fuera parecen hermosos a los hombres, pero por dentro están llenos de huesos de muertos y de todo género de podredumbre!» (Mateo 23, 25-28; Lucas 11, 42-48). En cierto modo, los escritos tenidos por revelados por Dios, no sólo vendrían a relatar los usos y costumbres de los diversos reyes y gobernantes de esos tiempos, sino que también vendrían a anticipar la misma trayectoria de la historia política europea, estableciendo la distinción entre discurso y comportamiento (Mateo, 23, 3-4) ejerciendo tales escritos, quizá, de profecías auto cumplidas, incluida, en particular, la historia y el origen de la actual Monarquía española establecida por la dictadura. De este modo, habría que preguntarse si los españoles seguirán en el futuro estando ciegos y sordos a las miradas y a los gritos silenciosos de justicia y solidaridad con todas aquellas gentes víctimas de los que promueven y precipitan la historia a través de la exclusión, del daño moral, de la guerra o el asesinato y que luego -a semejanza de escribas y fariseos- se presentan como amantes de las leyes y cubiertos de boato, lujo y ostentación para ocultar y disimular con la blancura de los sepulcros blanqueados los orígenes fundacionales, estratégicos u operativos del poder. La majestuosidad, belleza y abundancia de sepulcros en iglesias, abadías, basílicas y monasterios en toda Europa serán el ejemplo y testimonio material más acabado de la observación y testimonio evangélico. Algo que tampoco debería de extrañarnos ya que también los reyes, sultanes, presidentes o los dictadores contemporáneos -a modo de comisionados de Dios para ejercer de redentores por la espada- serán los más fervientes defensores de las leyes presentándose, además, como los más crédulos y devotos de sus respectivos cultos religiosos. Por ello, nada es de extrañar que el actual modelo político español sea tenido como ejemplar en las dictaduras iberoamericanas, pasando a los estudios de polemología -ciencia social creada tras el fin de la Segunda Guerra Mundial- de que, en ocasiones, es necesario un redentor por la espada precipitando una rebelión militar, el recurso a la violencia en todas sus formas y a la criminalidad para poder alumbrar un modelo político tan ejemplar como el español. Este sería, hasta el momento, las aportaciones del vigente modelo de Monarquía parlamentaria a la filosofía de la historia, haciendo del estamento militar el actor privilegiado de la acción política.

Nada expresaría mejor el fracaso de este modelo de redentor que la propia historia de España cuya progresiva desmembración de la Monarquía católica, desde Filipinas y las nuevas naciones americanas, tendría lugar a fuerza de perder batallas, nunca a través de acuerdos o reconocimientos mutuos. Lo que nos aproximaría a las fuentes históricas o tradicionales del Derecho y del Derecho político o constitucional en particular -teorizado por Carl Schmitt- tan idealizado y reivindicado por las autoridades franquistas; o, más próximos a nosotros, tendríamos también los ejemplos de los diversos movimientos nacionales de liberación de las antiguas potencias tras finalizar la Segunda Guerra Mundial. En este sentido, el Holocausto judío centroeuropeo en el contexto de la cultura y tradición política cristiana Occidental y, en nuestro caso, el Holocausto español tras el fin de la Guerra civil, los cuarenta años de dictadura y otros cuarenta de terrorismo, entre otros asuntos de menor dramatismo, vendrían a poner de manifiesto el fracaso del redentor por la espada, cuyas consecuencias -la creación del Estado de Israel, el sostenimiento occidental de las dictaduras ante el miedo al comunismo o la Monarquía española- vendrían a originar nuevos problemas; en unos casos, de graves y dilatadas consecuencias en la esfera internacional; y, en el caso español, en la incapacidad de que una figura simbólica tradicional vacía de competencias operativas sea capaz de integrar las diversas trayectorias históricas e identidades territoriales que conforman el Estado español o, si se quiere, España. O, dicho de otro modo, de que el icono de la Corona pueda ser entendido por una población cuyas mentalidades ya no se corresponden con las formas pasadas de percibir y pensar, ni con los sistemas políticos cerrados del pasado que representaron los diversos reinos o dictaduras soberanas hereditarias de la Europa Moderna. Afortunadamente, aún no hemos llegado al fin de la historia, y España sigue en construcción. En las dos próximas citas electorales -autonómicas catalanas y generales- los españoles tendrán una oportunidad de recobrar la dignidad perdida entre los laberintos de las leyes y participar en una nueva idea de España, capaz de atraer las miradas de la sociedad internacional al materializar los ideales y valores constitucionales de nuestro tiempo, pero ahora desprendidos de aquellas creencias e instituciones que han venido empujando el curso de la historia apropiándose del trabajo, del espíritu y de la vida de los hombres.

José Cantón Rodríguez (Granada, 1946). Graduado en Criminología y doctor en Sociología. Sus últimas obras son: Para entender La Guerra de Sucesión Española (1701-1714 ), La dictadura y la monarquía neofranquista, ambas con el subtítulo de Memoria de España para tiempos de cambio social (2014) y Santa Teresa de Jesús y la construcción de la Vieja Europa. Tiempos de centenarios para tiempos de cambio social (julio, 2015).

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