Uno de los mayores logros del programa neoliberal vigente desde los años 80 es haber expulsado a la clase obrera del espacio de la representación política socialmente inteligible y haber transfigurado la cuestión social. Esta ha pasado de ser un asunto que versaba sobre salarios, convenios y derechos laborales a convertirse en un asunto de […]
Uno de los mayores logros del programa neoliberal vigente desde los años 80 es haber expulsado a la clase obrera del espacio de la representación política socialmente inteligible y haber transfigurado la cuestión social. Esta ha pasado de ser un asunto que versaba sobre salarios, convenios y derechos laborales a convertirse en un asunto de rentas, transferencias sociales y derechos humanos que, al parecer, no eran la cuestión de los obreros y sus cosas.
Esta evolución ha sido necesaria para lograr insertar los salarios en un lugar privilegiado entre las variables económicas que navegan según les da el viento, que en jerga económica se traduce como «adaptándose al ciclo económico». Una flexibilidad salarial afanosamente buscada por quienes buscan con ello hacer cada vez más rígida la némesis de los salarios, que no son otra cosa que los beneficios (por mucho que los economistas formados en la tradición del dogma ortodoxo sigan empecinados en que su contraparte inversa son los precios).
La ministra Fátima Báñez es un buen ejemplar de político curtido en la nueva ola del contrato social posneoliberal, que no es otro que el preliberal, es decir, el que vincula las ganancias con las ayudas a los pobres y no con los salarios y que tiene como modelo social al rico Epulón y al pobre Lázaro, solo que de nuevo, con la ayuda de la jerigonza económica, se habla de curva de Laffer y otras zarandajas para convencernos de que la suerte del asalariado depende de lo llena que esté la bolsa del propietario.
Fátima Báñez dirige un ministerio en el que el trabajo ha sido sustituido por el empleo. Y no es baladí el cambio de denominación: la ministra, participando de una cultura muy hispana, muy hidalga y muy pepera, tiene un profundo, enorme, jesuítico, desprecio por el mundo del trabajo manual, asalariado. Por eso dedica la mayor parte de sus esfuerzos a promover cosas como el autoempleo, la economía «social» (como si acaso hubiera otra asocial) y cree que la solución al problema del paro está en que cada parado reciba un cursillo exprés de empresario y se lo monte por su cuenta. Ni siquiera le llama la atención el hecho de que en España haya tantas empresas como en Alemania, pero menos de la mitad de ocupados. Tampoco parece llamarle la atención que los países con menor tasas de paro sean también los que precisan un menor número de empresas para dar trabajo a su población: Suiza solo necesita tres empresas por cada cien ocupados; en Gran Bretaña o Alemania solo hacen falta seis empresas para dar empleo a cien personas; en Dinamarca, Finlandia o Austria, ocho; en Francia, más dados a tener bares y cafés en todos los pueblos y barrios -una costumbre que llena de empresas las estadísticas- les basta con once empresas por cada cien empleados. Con la excepción de Bélgica y de Suecia, con catorce empresas por cada cien empleados, son precisamente los países con mayores tasas de paro los que tienen un mayor número de empresas: Grecia, 17 por cada cien ocupados; Italia, quince, y España, doce.
La ministra ha puesto todo su empeño en abaratar los costes de los chiringuitos empresariales y también, por supuesto, de las grandes empresas. En primer lugar por la vía directa: el objetivo de las reformas laborales ha sido, es y será reducir los costes salariales… para aumentar los márgenes de beneficio. En esto hay que reconocer que, a pesar de las apariencias, pues ha sido la reforma de la ministra Báñez la que ha hecho desaparecer de facto la negociación colectiva, por ahora está teniendo en este asunto un resultado más parecido al de la reforma del Estatuto de los Trabajadores y los pactos sociales de la época de Felipe González y sus ministros de trabajo Almunia y Chávez, que inauguraron la primera década de salarios planos desde el inicio del milagro económico español en pleno franquismo. La dinámica salarial que inaugura el gobierno del PP con su reforma laboral es muy similar, pues desde el gran batacazo de 2009 los salarios reales se han mantenido estables en España. Hasta podríamos decir que es una gestión muy socialdemócrata si la comparamos con la que se dio durante el periodo de Aznar, pues desde Javier Arenas a Zaplana los ministros del ramo se aplicaron con mucha mayor enjundia a esto de reducir salarios y lograron entre 1993 y 2006 un ciclo de reducción de salarios reales del nivel más elevado de la historia al equivalente al que había en 1979. Por eso podemos pensar que quizá sea la aparente tibieza de los actuales gestores lo que ha llevado al ex presidente Aznar a apartarlos de su corazón.
Más dada a aplanar que a socavar, una de las medidas estrella de esta ministra para reducir costes salariales son las tarifas planas a la Seguridad Social. Poco importa que con ello haya necesitado estrellar contra la pared la hucha de la Seguridad Social, y tirar del ahorro para pagar pensiones, es decir gasto corriente, una de las costumbre más nefastas del tinglado empresarial hispano y causa de la ruina de todo proyecto empresarial a largo plazo. Contra lo que afirma una y otra vez, la garantía de las pensiones no es el empleo, sino los salarios: si el empleo aumenta, pero los pensionistas lo hacen más rápido, solo el aumento de los salarios, y por tanto de las cotizaciones, puede compensar la diferencia para garantizar las pensiones. Desde que el PP llegó al gobierno en 2011, las personas de más de 65 años han aumentado en 645.000; pero los ocupados son 70.000 menos que entonces y en términos de empleos a tiempo completo, 328.000 menos. Es decir, si los ancianos han aumentado un 8% y los ocupados a tiempo completo son un 2% menos, la remuneración del trabajo tendría que haber aumentado un 10% para mantener la misma relación entre ingresos y gastos. Sin embargo, en 2016 las rentas del trabajo, 613.000 millones de euros, son solo dos mil millones más que en 2011 y han disminuido en términos reales (es decir descontada la inflación) un 1% desde entonces. En estas condiciones solo hay dos salidas: o reducir las pensiones o aumentar las cotizaciones, es decir, las rentas del trabajo.
Ahora quieren resolver el desaguisado haciendo que una parte de los impuestos sufrague las prestaciones que la recaudación no es capaz de cubrir. Pero no se contempla establecer por ejemplo un impuesto especial a las ganancias o al patrimonio para que los beneficiados reales de las tarifas planas aporten por las cuotas que no se han ingresado; nada de eso. La ministra, fiel a su tradición de escuela de negocios, podrá llegar a lo sumo a aceptar que sea el presupuesto general el que sufrague parte de las pensiones, pero señalando muy bien cuales y durante cuánto tiempo.
Con ello logra un doble objetivo: que sean los impuestos pagados por los trabajadores que cotizan IVA e IRPF los que compensen las cotizaciones de los trabajadores que reducen su contribución gracias a la tarifa plana. Como siempre, un sistema de solidaridad entre trabajadores que no se presenta como tal, sino como el resultado de los milagros de Fátima Báñez para salvar la Seguridad Social de la ruina. Por otro lado, al sacar las pensiones de viudas y huérfanos del sistema de reparto vinculado a las cotizaciones obligatorias, se insertan las transferencias hacia estas personas en el discurso de la beneficencia social, tan del gusto del pensamiento reaccionario que personifica la ministra. Lo llamativo es que algunos sindicatos, huérfanos de padre y madre, incluso de ideología para tiempo de quebrantos, aplaudan y promuevan este tipo de solución fiscal al problema de ingresos de la Seguridad Social, creado por la política salarial -diz que de «empleo»- del propio gobierno.
Fuente: http://www.deia.com/2016/12/27/opinion/tribuna-abierta/los-milagros-de-fatima-banez