Mientras Amal Nassar yacía dolorida en una cama del hospital Al-Awda del campo de refugiados de Nuseirat, en el norte de Gaza, a su alrededor se oían los ecos de las explosiones y el fuego de artillería. Era a mediados de enero y había acudido al hospital para dar a luz a una niña a la que llamaría Mira. Aunque Amal debería haber estado celebrando el nacimiento de su hija, estaba sumida en el miedo, rodeada por la implacable pesadilla de muerte y sufrimiento que ella y su familia habían experimentado durante meses.
«Murmuraba para mis adentros: “Ojalá me muera”», recuerda.
Aunque desgarradora, la historia de Amal no es distinta de las de tantas otras jóvenes madres de Gaza hoy en día. La Organización Mundial de la Salud calcula que más de 50.000 mujeres embarazadas sobreviven a duras penas en la zona, donde se producen 180 nacimientos al día. Muchas de esas mujeres (especialmente en el norte) están gravemente desnutridas y pocas recibieron atención médica antes de que comenzaran sus dolores de parto, a menudo semanas antes de lo previsto.
Según un sombrío informe publicado en marzo por UNICEF, los miles de bebés nacidos en Gaza durante los dos meses anteriores (y desde entonces) corren un gran riesgo de morir. Muchos ya lo han hecho, aunque las cifras son difíciles de precisar.
«Hay bebés que fallecieron en el vientre de sus madres y se han practicado operaciones para extraer los fetos muertos», explica el Dr. Muhammad Salha, director en funciones del Hospital Al-Awda, donde la situación no puede ser más calamitosa. «Las madres no comen debido a las condiciones en que vivimos, y esto afecta a los bebés… Hay [casos] de muchos niños que sufren deshidratación y desnutrición, lo que les lleva a la muerte».
Los profesionales sanitarios occidentales que han regresado de Gaza describen escenas realmente espantosas. La Dra. Nahreen Ahmed, médico afincada en Filadelfia y directora médica del grupo de ayuda humanitaria MedGlobal, abandonó Gaza a finales de marzo, su segunda vez en el frente desde que Israel lanzó su asalto hace casi ocho meses. Lo que presenció la ha cambiado para siempre.
«No tenemos espacio para trabajar estrechamente con las madres y ayudarlas a empezar a amamantar de nuevo. Ni siquiera podemos acceder a ellas. Para poder hacerlo hay que tener actividades diarias con esas mujeres, algo que no nos es posible ahora mismo. Esos niños necesitan ser amamantados; caso contrario necesitan leche artificial, algo de lo que carecen», dijo Ahmed a Amy Goodman, presentadora de Democracy Now! «Estamos hablando de mujeres que tienen que exprimir frutas, dátiles en pañuelos, en pañuelos de papel, y alimentando (alimentando por goteo) a sus hijos con algún tipo de sustancia azucarada para poder nutrirlos».
Nacer en medio de los escombros, en mitad de una terrible ofensiva, producirá sin duda cicatrices en las futuras generaciones, eso, claro está, si tienen la suerte suficiente para sobrevivir a los constantes bombardeos y la negación de las necesidades básicas como alimento, combustible y asistencia médica. Y de momento, a pesar del incremento de la presión mundial, la amenaza de estar cometiendo crímenes de guerra y las acusaciones de genocidio, Israel no ha mostrado signos de estar cediendo.
La arremetida de la venganza
Desde el principio, los dirigentes israelíes han sido notablemente claros sobre sus intenciones en el enclave palestino. El coronel israelí Yogez BarSheshet, hablando desde Gaza a finales de 2023, lo dijo sin rodeos: «Quien vuelva aquí… encontrará tierra quemada. Sin casas, sin agricultura, sin nada. No tienen futuro».
Es como si los dirigentes israelíes supieran que, aunque fuera imposible destruir realmente a Hamás, al menos podían destruir la infraestructura de Gaza y asesinar a civiles con el pretexto de perseguir a terroristas. Tras siete largos meses de brutal venganza por parte de Israel, está claro que el objetivo nunca ha sido la liberación de los rehenes secuestrados el 7 de octubre. En este tiempo Israel podría haber aceptado múltiples propuestas para hacerlo, incluida una resolución de alto el fuego negociada por Egipto, Qatar y Estados Unidos a principios de mayo. En lugar de ello, el primer ministro Benjamin Netanyahu y su equipo echaron por tierra ese plan, en el que Hamás había aceptado liberar a todos los rehenes vivos tomados en su asalto a Israel del 7 de octubre a cambio de palestinos retenidos en cárceles israelíes. El punto de fricción, sin embargo, no tenía nada que ver con la liberación de esos cautivos que se pudren en Gaza en quién sabe qué tipo de condiciones estresantes, sino con la negativa de Israel a aceptar cualquier resolución que incluya un alto el fuego permanente.
Inmediatamente después de rechazar la oferta de Hamás de liberar a los rehenes, Israel comenzó a bombardear Rafah, hogar de más de un millón de refugiados. Cientos de miles de ellos han huido desde entonces de la ciudad, desplazados por enésima vez. Y a pesar de la afirmación, ahora desacreditada, de Netanyahu de que sólo tenía que destruir los cuatro últimos «batallones» de Hamás en Rafah, el ejército de Israel no tardó en volver a la carga también en el norte, atacando zonas en las que supuestamente Hamás volvía a actuar.
En respuesta a las protestas que se han extendido por los campus universitarios de Estados Unidos, el presidente Biden reaccionó de boquilla a la indignación y suspendió los envíos de ayuda militar estadounidense a Israel, sólo para dar marcha atrás una semana después con un nuevo acuerdo de armas por valor de 1.000 millones de dólares para ese país.
Dependiendo de cómo se evalúe la sangrienta incursión de Israel en Gaza tras el 7 de octubre, la operación militar ha sido un completo desastre o un éxito monumental. Si el objetivo era la destrucción de Gaza y la matanza de palestinos, entonces Israel ha tenido éxito. Si el objetivo era la devolución de los rehenes y la destrucción de Hamás, entonces ha fracasado estrepitosamente. En cualquier caso, Israel se ha convertido en un paria por sus propios méritos, algo que no tenía por qué ocurrir y de lo que puede que no haya vuelta atrás.
El daño causado
El espectro de la muerte en Gaza es difícil, si no imposible, de comprender. A distancia, nuestra comprensión de la situación suele basarse en estadísticas sombrías, especialmente en los medios de comunicación convencionales. El recuento oficial, citado sistemáticamente por los principales medios de comunicación, ronda los 35.000 muertos.
En mayo, el New York Times y otros medios se apresuraron a publicar un informe de las Naciones Unidas que, al parecer, había revisado el número de muertos en Gaza. Pero, de hecho, la ONU no redujo a la mitad el total de mujeres y niños muertos, como afirmaba el Jerusalem Post. Simplemente modificó su sistema de clasificación en cuanto a los muertos estimados y los que podía confirmar definitivamente que habían fallecido. Los totales, sin embargo, siguieron siendo los mismos. No obstante, incluso esas cifras, basadas en información facilitada por el Ministerio de Sanidad de Gaza, acaban desdibujando la cruel realidad sobre el terreno. Los funcionarios de la ONU también temen que al menos 10.000 gazatíes más yazcan sepultados bajo los escombros en esa franja de 40 kilómetros.
Pero las cifras de muertos también pueden tener su importancia, como señaló recientemente Ralph Nader, activista por los derechos de los consumidores y la democracia. Él cree que Israel podría haber matado al menos a 200.000 palestinos en Gaza, una cifra alucinante, pero que merece la pena analizar. Así que le pedí que me explicara.
«El modo de hacer recuento es asombroso», dijo Nader, cuyos padres libaneses emigraron a Estados Unidos antes de que él naciera. «Estados Unidos e Israel quieren una cifra baja, así que miran a su alrededor. En lugar de hacer ellos mismos una estimación -cosa que no quieren hacer- se aferran a las [cifras] de Hamás, y Hamás no quiere una cifra realista porque no quiere ser visto como incapaz de proteger a su propio pueblo. Así que pusieron en marcha este criterio: para ser contabilizados, los muertos deben antes ser certificados por hospitales y morgues [que apenas existen]».
Él tiene por costumbre estar en contacto con escritores y editores. Como tantos otros, tengo una especie de romance telefónico con ese pensador y activista de 90 años. Hablamos de política, de béisbol y del rápido e insidioso declive del periodismo. Sin duda, en otras ocasiones le he sentido alterado, pero nunca más indignado que cuando aborda la situación en Gaza. “Ahora todo es un campo de exterminio. Hay fácilmente 200.000 muertos en Gaza», insistió, citando el número de bombas lanzadas, que, según algunas estimaciones, han superado las 100.000. Sabemos que se utilizaron al menos 45.000 misiles y bombas en Gaza en los tres meses siguientes al inicio de la campaña militar israelí. Como resultado, hasta 175.000 edificios han sido dañados o destruidos por Israel. Así que parece que tiene algo de razón.
«Con el tiempo [el número real de muertos] saldrá a la luz», añade. «Harán un censo, quienquiera que se haga cargo. Lo que saben bien las familias extensas de Gaza es cuántos de sus parientes han sido asesinados».
Por supuesto, su afirmación es circunstancial y él lo sabe, pero tiene sentido. Con una gran parte de la Franja de Gaza enfrentada a una inminente hambruna, casi todos los hospitales fuera de servicio, prácticamente sin medicinas y con muy poca agua potable o alimentos, es probable que 35.000 muertes, al final, resulten ser una trágica subestimación.
“No en nuestro nombre”
El Holocausto, en el que los nazis asesinaron a 11 millones de personas, seis millones de ellas judías, fue casi literalmente el manual del genocidio. Sin embargo, por espantoso y sistemático que fuera, al menos otro genocidio puede haberse cobrado un mayor número de víctimas. En su último libro, Doppelganger, un viaje al mundo del espejo, Naomi Klein explica que el mayor genocidio de la historia fue el que los colonizadores europeos infligieron a los pueblos indígenas de América. El Holocausto de Hitler, escribe Klein, en realidad copió una página de los colonialistas en las Américas y estuvo profundamente influenciado por el mito de la frontera occidental.
«Creo que es importante decir que cada genocidio es diferente», dijo Klein a Arielle Angel, del podcast On the Nose de Jewish Currents. «Hay particularidades en cada holocausto, y el Holocausto nazi tuvo claras peculiaridades. Fue un Holocausto fordista. Fue más rápido y a una escala mucho mayor y más industrializado de lo que se había visto antes o después».
Klein tiene razón en que el Holocausto nazi nació de las aspiraciones colonialistas de Hitler y debe entenderse como tal. También vale la pena señalar que la Convención sobre el Genocidio de 1948, que fue una respuesta a dicha atrocidad, deja claro que clasificar un suceso como genocidio no depende ni del número de víctimas asesinadas ni siquiera del porcentaje de una población determinada masacrada. Esto significa que el número de personas asesinadas en Gaza no supone gran diferencia en los tribunales de derecho internacional; es decir: jurídicamente hablando, Israel ya está cometiendo un genocidio.
En uno de los giros más tristes de la historia moderna, tras el ataque de Hamás del 7 de octubre se está utilizando el trauma del Holocausto para explotar el sufrimiento y el miedo de los judíos por su seguridad y justificar así la lenta evisceración de los palestinos. Es esta trágica ironía la que ha puesto a tantos jóvenes judíos estadounidenses en contra de las políticas de Israel.
En medio de una creciente reacción internacional, el apoyo a Israel entre los judíos estadounidenses nunca se había enfrentado a una división tan intensa. De hecho, muchas de las protestas contra la guerra de Gaza han estado encabezadas por jóvenes judíos hartos de que Israel se apropie de su judaísmo y su historia cultural. En respuesta, las filas de IfNotNow y Jewish Voice for Peace, dirigidas por judíos, han crecido y han contribuido a revigorizar el movimiento antibélico en este país.
La amenaza que esto supone para el futuro del sionismo no se parece a nada a lo que el movimiento se haya enfrentado desde la Guerra de los Seis Días, según la Liga Antidifamación (ADL) proisraelí. «Tenemos un gran, gran, gran problema generacional», dijo el director de la ADL, Jonathan Greenblatt, en una llamada de pánico a los donantes el pasado noviembre. «Todas las encuestas que he visto… sugieren que no se trata de una brecha entre izquierda y derecha, amigos. La cuestión del apoyo de Estados Unidos a Israel no es la izquierda y la derecha. Es de jóvenes y mayores».
Greenblatt tiene razón. La generación Z y los milénials, judíos o no, son mucho menos propensos a aceptar la justificación de Israel para la aniquilación de los palestinos que las generaciones que les precedieron. Un sondeo tras otro muestra que cada vez más jóvenes judíos de Estados Unidos se distancian de los principios del sionismo. ¿Por qué no habrían de hacerlo? Han visto los cadáveres en las redes sociales, los gritos, el derramamiento de sangre, las ciudades arrasadas, y no quieren formar parte de ello. El apoyo a Israel entre los jóvenes está ahora en su punto más bajo.
Y eso, como ya sugieren las encuestas, podría afectar a las próximas elecciones. «Biden va a perder las elecciones sólo con que la gente se quede en casa», predijo Ralph Nader. «Él piensa correctamente que Trump es peor en este tema y en todo lo demás, así que tiene esta actitud, al igual que todo el Partido Demócrata: “Eh, manifestantes, madurad, no tenéis otro sitio al que ir”. Sí, tienen a dónde ir. Pueden quedarse en casa».
Aún faltan meses para las elecciones [estadounidenses] de noviembre y las cosas podrían cambiar drásticamente, pero no se puede resucitar a los muertos ni dar marcha atrás al genocidio. Gracias, en parte, a esas bombas y misiles estadounidenses, el daño ya está hecho. El castigo colectivo de Israel es ahora simplemente una realidad y el presidente Biden sigue siendo culpable de esas muertes en Gaza, tanto si el número de víctimas humanas es ahora de 35.000 como si es de 200.000. La continua negación de la Casa Blanca de que Israel está cometiendo un genocidio tiene poco valor cuando una montaña de pruebas demuestra lo contrario.
De regreso al desesperado y superpoblado campo de refugiados de Nuseirat, Amal Nassar sostenía en brazos a su bebé de tres meses un primaveral día de abril. Se preguntaba qué le depararía el futuro a su pequeña.
“Observaba a Mira y pensaba: ¿Tomé la decisión correcta al tener a esta niña en guerra?”.
Es una dolorosa pregunta que no tiene respuesta, pero el panorama parece desalentador. A mediados de mayo un avión de combate israelí lanzó misiles contra edificios residenciales en Nuseirat, matando a 40 palestinos, incluyendo mujeres y niños. Muchos más resultaron heridos. Los proyectiles no cayeron en esta ocasión sobre la familia de Amal, pero cuanto más se prolonga la crueldad de Israel, más acecha la muerte.
Joshua Frank es redactor jefe de CounterPunch. Es autor del nuevo libro Atomic Days: The Untold Story of the Most Toxic Place in America, publicado por Haymarket Books. Puede ponerse en contacto con él en [email protected] y seguirle en Twitter @joshua__frank.
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