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Los muertos que vos matáis gozan de buena salud

Fuentes: PSUC Viu

En efecto, los enterradores de los sindicatos de clase habrán de esperar aún un tiempo para poder decir con plena convicción: «Misión cumplida». De los propios sindicatos y de los trabajadores en general dependerá que esa espera se haga eterna. Ya lo hemos dicho aquí en alguna otra ocasión: por integrados que puedan estar en […]

En efecto, los enterradores de los sindicatos de clase habrán de esperar aún un tiempo para poder decir con plena convicción: «Misión cumplida». De los propios sindicatos y de los trabajadores en general dependerá que esa espera se haga eterna.

Ya lo hemos dicho aquí en alguna otra ocasión: por integrados que puedan estar en el sistema (mediante las subvenciones del gobierno, por ejemplo, que tan arteramente ha utilizado la derecha para intentar desautorizar a los convocantes de la reciente huelga general), los sindicatos de clase (no de rama o de empresa, cuya tendencia al corporativismo es inevitable, más allá de las buenas intenciones de sus miembros) son siempre una garantía de que la clase obrera pueda, llegado el momento, contar con la infraestructura y organización estables imprescindibles para hacer frente a los ataques del capital y sus representantes políticos. Y la historia enseña que, llegada a cierto grado de agudización, la lucha de clases, que es una realidad independiente de la conciencia y la voluntad individuales, genera por sí misma (incluso en países tan despolitizados como el nuestro) la rebelión de los explotados. Si éstos cuentan con una organización que los aglutine por encima de las diferencias gremiales, la rebelión puede resultar eficaz. Si no, degenera en brotes dispersos de violencia que, lejos de hacer retroceder al enemigo, lo refuerzan, como si de una vacuna se tratase.

Y vacunas son, mal que les pese, los llamados «grupos antisistema» cuando se empeñan en hacer la guerra por su cuenta, sin colaborar con las grandes organizaciones obreras e intentando demostrar a toda costa que éstas están «vendidas al capital». Dinámica autodestructiva de cuya agudización, por otra parte, no hay que exonerar tampoco a los sindicatos de clase, cuya parsimonia reivindicativa, rayana a veces en el inmovilismo, provoca la desesperación de sectores sociales más concienciados que la media de la clase trabajadora y los empuja a una especie de «foquismo» aventurero que puede «fastidiar» a tal o cual burgués pero refuerza y legitima el poder de la burguesía.

Conviene, eso sí, hacer aquí una distinción clara entre los diversos colectivos antisistema: una cosa es el movimiento «okupa» y grupos afines, así como algunos sindicatos minoritarios, y otra muy distinta ciertas organizaciones con disciplina paramilitar como el llamado «Black block», especializado en provocar a la policía que vigila manifestaciones pacíficas a fin de que cargue indiscriminadamente contra todos (tal como se ha podido comprobar reiteradamente, al menos desde comienzos del siglo XXI, en las grandes movilizaciones contra la globalización capitalista). Si los responsables del llamado orden público tuvieran mejor olfato del que hacen gala (suponiendo, claro está, que no actúen de mala fe, lo que a veces es mucho suponer), relacionarían a los primeros grupos mencionados con la respetable tradición anarquista, mientras que en el caso del «Black block» tratarían de obtener información sobre sus máximos dirigentes en círculos de extrema derecha vinculados a la patronal y en el cuartel general de la OTAN, por ejemplo.

Volviendo a la salud de los sindicatos, no hace falta recordar que sería suicida dormirse en los laureles del éxito más que notable del 29-S. Éxito que demuestra que las centrales todavía tienen músculo para llevar a cabo los esfuerzos que la defensa de los derechos sociales exige. Pero para que esa musculatura no se atrofie (como en parte ha ocurrido durante los últimos años) será necesario no dejar de hacer ejercicio y tomar vitaminas (léase: mantener el grado de movilización necesario para poner freno a la ofensiva neoliberal y recuperar poco a poco el terreno perdido). De entrada, además de mantener la presión para echar abajo la reforma laboral, tenemos delante el reto de hacer frente al declarado intento de reformar a la baja las pensiones públicas. Intento, por cierto, que no obedece al imaginario y nunca demostrado riesgo de insolvencia de la seguridad social, sino a la estrategia de los grandes bancos consistente en atraer los ahorros de los trabajadores hacia el gran negocio que suponen para aquéllos los planes privados de pensiones.

Entre tanto no hay que dejar de denunciar el filibusterismo de la gran patronal (el «piquete empresarial», como se ha dicho estos días en relación con las coacciones empresariales a los trabajadores para disuadirlos de ir a la huelga). Resulta cuando menos bochornoso oír llamamientos a «defender el derecho al trabajo» de labios de un presunto delincuente como Gerardo Díaz Ferrán, que ha privado de ese derecho a miles de trabajadores de las empresas arruinadas por su pésima (y probablemente delictiva) gestión.

Y, por último, una breve reflexión sobre el concepto «antisistema». De entrada está claro que quienes usan peyorativamente esa expresión se encuentran más o menos a gusto dentro del «sistema» (capitalista). Ese grupo de personas, personajes y personajillos va desde la derecha social y política hasta la soi-disante izquierda que ha dejado de considerar el capitalismo como un sistema irreformable que sólo cabe superar en sentido fuerte (para entendernos: desde Alicia Sánchez Camacho hasta Joan Saura). Semejante unanimidad tiende a crear en algunos convencidos anticapitalistas la creencia de que, siendo una pequeña minoría, deben enfrentarse a la gran mayoría conformista con el grado de violencia necesario para compensar su escasa capacidad de influencia en el cuerpo social por los cauces de la democracia representativa.

Pues bien, en una cosa al menos tienen razón: en que la democracia representativa actual, tal como está organizada (como una plutocracia subyacente que delega la gestión pública en partidos políticos a los que tiene hipotecados, por ejemplo, a través del crédito necesario para financiar las campañas electorales y, en general, los mecanismos de acceso al público y de creación de opinión), constituye una eficaz válvula de escape de las tensiones sociales que, en condiciones normales (de lucha de clases de baja intensidad), sirve para mantener el dominio de la minoría privilegiada mejor que las formas dictatoriales de gobierno. Razón por la cual la probabilidad de que alcancen el poder los enemigos del sistema siguiendo las reglas de éste es próxima a cero.

Pero el error de esos «antisistema» convencionales consiste en confundir «posición de clase» con «conciencia de clase». Los enemigos objetivos del sistema son infinitamente más que los enemigos subjetivos. Y eso es precisamente lo que se ha visto en la huelga del 29-S: varios millones de trabajadores que nunca han soñado (ni soñarán seguramente en mucho tiempo) con cambiar el sistema lo han semiparalizado durante 24 horas. Si este ejercicio práctico de poder social, fuera cual fuera la conciencia explícita que lo acompañase, se repitiera lo bastante (no necesariamente siempre de manera masiva y concentrada, como en una huelga general, sino también en forma de goteo difuso e intermitente, pero implacable), el sistema podría cuartearse y, lo que es más importante, hacerlo de manera que a través de sus grietas se hicieran visibles para la mayoría las paredes de una nueva construcción social más justa y sostenible.

Fuente: http://www.psuc.org/content/view/5427/1/