Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández.
Lo primero que vi fue el destruido aeropuerto. Volaba hacia el Yemen en un pequeño avión fletado por el Servicio Aéreo Humanitario de la ONU con un puñado de trabajadores de la ayuda, en aquel momento la única vía para que los extranjeros pudieran llegar a Sanaa. Una sensación de irrealidad me invadió al aterrizar en medio de otros aviones destruidos y el esqueleto de lo que fue una vez la terminal de un aeropuerto internacional.
De camino a la ciudad, lo que realmente me llamó la atención fue el tipo de lugares que habían sido bombardeados: gasolineras, puentes, carreteras, fábricas. En vez de puestos con café, las calles estaban ahora plagadas de vendedores ambulantes de combustible, porque el bloqueo que los saudíes lideran ha hecho que los yemeníes tengan que acudir al mercado negro para las necesidades esenciales cotidianas.
Los edificios del gobierno y del ejército se han convertido en blancos regulares de los diarios ataques aéreos. Incluso cuando los ataques no se dirigen directamente contra los civiles, hay siempre familias inocentes que resultan afectadas de una forma u otra y las consecuencias son siempre devastadoras.
Así sucedió con Mahmud Zeid el pasado junio. Estaba haciendo cola para conseguir gas para cocinar cuando se produjo un ataque aéreo. Fue corriendo hasta su hogar y se encontró con que su casa de dos habitaciones estaba llena de humo, todas las ventanas destruidas y parte del tejado desaparecido. Su frágil mujer, Sabah, que sufre de insuficiencia renal, había perdido el conocimiento. Sus hijos estaban aterrados intentando reanimar a su madre mientras pensaban hacia qué lugar huir. Había metralla por todas partes, a kilómetros del lugar del bombardeo, y cientos de familias caminaban vacilantes a través de los escombros en busca de un lugar seguro.
Zeid y su familia se dirigieron hacia una escuela que estaba a varios kilómetros, donde se refugiaron durante meses, durmiendo en una de las aulas con otras familias desplazadas. La primera noche tuvieron que pasarla directamente en el suelo pero después pudieron conseguir algunas mantas. La madre tuvo que perder algunas sesiones de diálisis; esa carencia la debilitó bastante.
Me reuní con ellos en su casa, donde habían vuelto después de varios meses, las ventanas aún estaban rotas y habían parcheado con trozos de madera las partes dañadas del tejado. Me dijeron que nunca habían sido tan pobres. Zeid trabajaba como sastre antes de la guerra y el bloqueo iniciados hace un año, pero el negocio había tenido que cerrar al no disponer Sanaa de electricidad y haber perdido la gente la mayor parte de su capacidad adquisitiva.
«Sé hacer de todo: camisas, pantalones, bolsos, pero no hay ningún trabajo en estos momentos», me dijo casi llorando. «Como padre, como cabeza de familia… no puedo soportarlo».
Desde que empezó la guerra, han tenido que pagar por los medicamentos de su mujer, los servicios sanitarios y los productos médicos desechables utilizados para la diálisis. Ella está más débil que nunca y sigue perdiendo sesiones de diálisis porque no tienen dinero para el transporte.
El Consejo Noruego para los Refugiados, junto con el apoyo del Programa Alimentario Mundial de las Naciones Unidas, les proporciona ayuda alimentaria pero ni siquiera disponen de combustible para cocinar la cena. Mientras hablábamos, Sabah iba quemando trozos de cartón, plásticos y lo que podían encontrar en las calles para que ella pudiera cocinar para la familia.
Como si el Yemen -que ya era el país más pobre de la región- no estuviera suficientemente marginado, la escalada del conflicto y el bloqueo del último año lo han hecho desaparecer de la vista de todos, hundiéndolo aún más en la pobreza y la desesperación.
Gran parte de lo que vi durante mis diez días en Sanaa me recordaba a Gaza, donde estuve viviendo cuatro años. El bloqueo y la pobreza masiva sobrevenida a causa del mismo. Los ataques a la infraestructura civil, desde hospitales y escuelas a boleras. Y la absoluta impunidad con la que todo esto se produce. Los ataques aéreos por la noche mantienen a todos despiertos tratando de adivinar cuál habrá sido el último objetivo.
Pero hay también una conmovedora y apabullante calidez que hace que los palestinos de Gaza y los yemeníes se parezcan tanto. Cuando más se aísla forzosamente a un pueblo del resto de la humanidad mediante barreras artificiales, más valora los pequeños detalles que nos hacen humanos.
No puedo sino admitir el fracaso de mi tarea al intentar ayudar de algún modo a que los yemeníes estén más cerca de la parte más afortunada y rica de la humanidad. Incluso para los obsesionados con levantar muros y cerrar fronteras en Europa, el Yemen no cuenta gran cosa porque son muy pocos los yemeníes que consiguen llegar a Europa. Hay ya 21 millones de personas en situación de urgente necesidad de ayuda humanitaria, más del 80% de toda la población. La mitad de ellos están pasando hambre. Pero las cifras no parecen conmover a la gente.
Cuando nuestro conductor Ziyad me llevó al aeropuerto al finalizar mi estancia en el país, me hizo una dolorosa pregunta: «Entiendo que tu tarea es atraer la atención hacia nuestra realidad, pero ¿cómo vas a conseguirlo? A nadie le importamos. Llevamos casi un año con esta guerra y todo el mundo se ha olvidado de nosotros.
Karl Schembri es asesor de los medios de comunicación regionales en Oriente Medio del Norwegian Refugee Council (https://twitter.com/Karl_Schembri).
Esta traducción puede reproducirse libremente a condición de respetar su integridad y mencionar al autor, a la traductora y a Rebelión como fuente de la misma.