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Algo va a estallar en Israel

Los patrióticos rufianes

Fuentes: Haaretz

Traducido para Rebelión por LB

 Podemos ir a las fuentes y, por ejemplo, citar a Leon Tolstoi: «El patriotismo, en su significado más simple, claro e inequívoco, no es otra cosa sino un medio para la obtención de las ambiciones y deseos codiciosos de los gobernantes y un instrumento para que los gobernados abdiquen de su dignidad humana, razón y conciencia y se sometan servilmente a quienes están en el poder. Y como tal se recomienda en todas los sermones. Patriotismo significa esclavitud«.

Y también: «¿Cómo podemos hablar del carácter razonable de hombres que prometen de antemano realizar todo aquello -incluido el asesinato- que el gobierno, es decir, algunos hombres que han alcanzado una posición determinada, tenga a bien ordenarles?«. También se puede evocar aquí [el célebre aforismo del Doctor Samuel Johnson que define al patriotismo como] «el último refugio de los canallas». Pero hay otra forma: admitir que también uno mismo es un patriota.

Podría citar también un correo electrónico de Mahmut Mahmutoglu desde Turquía: «Es usted una de las voces más bellas… que jamás haya visto o escuchado surgir de Israel… Esta noche, después de leer su artículo, he llegado a abrigar esperanzas de paz y me he convencido de que la humanidad prevalecerá«. Y también está Robert, el replicante de Israel, que respondió a ese mismo artículo mío con el siguiente mensaje: «No soy médico, pero este hombre está enfermo«. O el lector Radnay George, uno más entre cientos, que escribió desde Nueva York: «En Israel debe instaurarse el exilio interior, al estilo ruso. Usted y otros enemigos de la raza humana deberían ser exiliados a Sderot. ¡Sin posibilidad de salir! Predicando el odio desde la comodidad y una cartera repleta, y con un pasaporte, debe ser contrarrestado en el nombre de la decencia y la paz«.

La gran mayoría quiere imponer una prohibición total de todas las críticas, una censura absoluta de todas las expresiones de pensamiento alternativo, de todo sentimiento herético, en especial en todo lo referido a esta guerra, a la cual estoy harto de llamar maldita.

En esta guerra, como en cualquier guerra, un espíritu maligno ha descendido sobre la tierra. Un columnista supuestamente ilustrado describe las terribles columnas de humo negro que surgen de Gaza como una «imagen espectacular», y el viceministro de Defensa dice que los numerosos funerales de Gaza son una prueba de los «logros» de Israel. Un titular que reza: «Heridas en Gaza» se refiere exclusivamente a los heridos y soldados israelíes e ignora vergonzosamente a los miles de palestinos heridos cuyas heridas no pueden ser aliviadas en los hospitales desbordados de Gaza; los comentaristas con el cerebro lavado se deleitan en el éxito imaginario de la incursión; los soldados con el cerebro lavado ansían entrar en batalla para darle al gatillo, para matar y destruir en masa al otro, y quizás también -Dios no lo quiera- a los suyos, exterminando a familias enteras, mujeres y niños incluidos; terribles imágenes que parecen salidas de Darfur pero que en realidad proceden del Hospital de Shifa muestran a niños muriéndose en el suelo, y la respuesta patriótica es gritar: «¡Tres vivas! ¡Hurra! ¡Bien hecho!». Todos ensalzan al país que perpetra tales actos.

Un grito, amado país, que no es mi patriotismo, el cual sin embargo es el patriotismo supremo. De hecho, las coléricas respuestas a cada brizna de crítica inducen a sospechar que quizás algunos israelíes saben en lo profundo de sus insensibilizados corazones que algo terrible está ardiendo bajo de sus pies, que una inmensa conflagración amenaza con perforar la espesa, estupefaciente, contorsionada y ofuscante niebla que los cubre. A ver si va a resultar que no estamos actuando tan correctamente como todo el mundo nos asegura de día y de noche, a ver si va a ser que algo horrible está sucediendo frente a nuestros ojos obstinadamente cerrados. Si los israelíes estuvieran tan seguros de la justicia de su causa, ¿a santo de qué la violenta intolerancia que muestran contra todos los que intentan argumentar de forma distinta?

Éste es precisamente el tiempo para la crítica, no hay momento más apropiado. Éste es exactamente el tiempo de las grandes cuestiones, de las fatídicas preguntas, de las preguntas decisivas. No deberíamos limitarnos a preguntarnos si este o aquel movimiento táctico de la guerra es correcto o no, no deberíamos preguntarnos solo si estamos progresando «según el plan». También debemos preguntarnos qué hay de bueno en esos planes. Preguntarnos si la propia decisión de Israel de desencadenar la guerra es buena para los judíos, buena para Israel, y si el otro lado se lo merece. Sí, preguntarse por el otro bando es lícito incluso en tiempo de guerra, tal vez sobre todo en tiempo de guerra. Saber que los «niños del sur» no son sólo los niños que viven en Sderot, sino también los niños de Beit Hanun, cuyo destino es inconmensurablemente más amargo. Estremecerse de vergüenza y sentirse anonadado por sentimientos de culpabilidad ante las imágenes del hospital Shifa no es traición: es pura humanidad. Interesarse por su suerte, preguntarse si su sufrimiento es inevitable, sabio, justo, moral y legítimo es una necesidad absoluta. Preguntarse si las cosas podrían haberse hecho de otra manera. Preguntarse si no habría sido más apropiado utilizar otro idioma que no sea el idioma de la violencia y la fuerza ilimitada que invocamos como cuestión de rutina, el único idioma en el que sobresalimos y que manejamos con fluidez, pensando que no existe ningún otro. Este es el momento de preguntarnos por nuestro rostro moral. Este es exactamente el momento, no hay otro momento más oportuno para poner en duda la sabiduría y la utilidad de esta espantosa guerra, para mirar también a la sangre y el sufrimiento del otro lado de la frontera, del otro lado de la humanidad.

Este no puede ser únicamente tiempo de militarismo, uniformes y fanfarria bélica; este es también el tiempo de la humanidad, de una visión crítica, de la compasión. Este es el momento para unos medios de comunicación críticos, humanos, reflexivos y no sólo para unos medios de comunicación insensibles, bestiales y ciegos. Este es el momento para unos medios que informen toda la verdad, no sólo la verdad sesgada de nuestra propaganda unilateral. Este es precisamente el tiempo para informar al público sobre la fotografía de ambos lados de la frontera, por muy dura que ésta sea, sin desenfocarla y sin ocultar nada, sin esconder el horror bajo la alfombra. Que los consumidores de medios de comunicación hagan lo que quieran con la información: deleitarse en ella o deplorarla, pero que sepan lo que se está haciendo en su nombre. Ése es el papel de cualquiera que tenga ojos en su cabeza, un cerebro en el cráneo y, sobre todo, un corazón latiendo en su pecho.

Las personas que en tiempos difíciles hacen uso de todos sus sentidos no son menos patriotas que aquellas que pierden la mesura, a las que se les oscurece el entendimiento y que tienen el cerebro lavado. Este es también tiempo para que el patriota diga: ¡Basta!

¿Patriotismo? ¿Quién puede medir lo que favorece más al Estado, al que todos estamos ligados por recios cables de acero, sangre y sentimientos? ¿Unirse al coro ciego y estupefaciente lo ayuda o lo destruye? ¿No será que la verdadera contribución a la democracia y a la imagen del Estado consiste en formular preguntas difíciles precisamente en este momento? ¿Es este el momento para acallar a las personas y violentar la ya frágil democracia que tenemos, o para intentar preservar no sólo el derecho a guardar silencio sino también el derecho a gritar? ¿Acaso el puñado de personas que tratan de preservar la imagen humana de Israel se preocupan menos por el destino de su país que la mayoría, que ahora ve todo a través del cañón de un arma?

¿Y desde cuando una mayoría es garantía de justicia? ¿Acaso nos faltan ejemplos en la historia antigua y moderna, en la historia del mundo y de Israel en los que la mayoría estaba fatalmente equivocada y la minoría tenía razón? ¿Acaso una voz diferente, por muy silenciada y marginada que esté, pero que sin embargo emerge de un oscurecido Israel para proyectar un rayo de luz sobre la desolación del mundo, perjudica la posición de Israel en la comunidad internacional, o por el contrario la mejora? Un silbido en la oscuridad sigue siendo un silbido, incluso en un momento en el que la oscuridad en la que hemos sumido a Gaza no es nada en comparación con la espesa y negra oscuridad que ha descendido sobre Israel. Ahora es el momento de hacer las preguntas que seguramente serán formuladas más tarde, para expresar las críticas que se expresarán después, escandalosamente tarde, por supuesto. ¿Y quién es traidor? ¿Quién va a decidir por nosotros si desencadenar esta guerra demente es patriotismo y rechazarla traición? ¿Habrán de ser los militantes, los nacionalistas, los chauvinistas y los militaristas que se encuentran entre nosotros? ¿Ellos y sólo ellos? ¿Acaso tienen la exclusiva del patriotismo? O serán quizás los judíos estadounidenses derechistas, esos que tienen un orgasmo cada vez que Israel mata y destruye? ¿Quién lo decide? ¿Acaso no es cierto que es precisamente el terrible daño que Israel está sufriendo a causa de esta guerra la mayor traición de todas?

He cubierto otras guerras. En el invierno de 1993 vi en la Sarajevo sitiada imágenes que nunca se habían visto aquí, al menos hasta esta guerra. ¿Cómo olvidar a aquella anciana bosnia que cavaba la tierra con sus dedos en busca de unas pocas raíces para comer? ¿Cómo olvidar nuestro miedo al atravesar corriendo las calles para esquivar a los francotiradores, la bomba que cayó en el mercado y la música que atronaba en una antigua radio una tarde muy nublada, en medio de la oscuridad y el asedio: «La ultima noche»? El pasado verano cubrí la guerra de Georgia y vi a los refugiados que huían para salvar sus vidas, transportando en sus manos sus escasas pertenencias, sus ojos llenos de miedo y rabia. En ambas guerras me sentí remoto, aislado, insensibilizado como un corresponsal de guerra que se traslada de una batalla a la siguiente. Allí no éramos cómplices: los amigos de mi hijo y los hijos de mis amigos no eran cómplices de un crimen. Así que fue fácil para mí, relativamente y emocionalmente, cubrir esas guerras. Pero no es igual aquí y ahora. Aquí y ahora se trata de mi guerra, nuestra guerra, la guerra de todos nosotros, por la cual todos somos responsables, de la que cual todos somos culpables. Y por lo tanto nos corresponde a nosotros hacer oír nuestra voz, una voz diferente, una «alucinante» voz que retumbe en los oídos de los insensibilizados, una voz que es «traicionera», «vil», «de judíos que se odian», «despreciable» y diferente. Eso no sólo es nuestro derecho, es nuestra suprema obligación para con el Estado al que estamos tan vinculados, nosotros, los patrióticos rufianes.

Fuente: http://www.haaretz.com/hasen/objects/pages/PrintArticleEn.jhtml?itemNo=1053913