La mala (y predecible) noticia es que Israel va a salir de esta guerra con las manos vacías. La buena (y sorpresiva) noticia es que este fracaso resonante podría significar algo bueno. Si Israel hubiera ganado la batalla fácilmente, con una victoria aplastante parecida a la que soñaban muchos israelíes, esto habría causado un daño […]
La mala (y predecible) noticia es que Israel va a salir de esta guerra con las manos vacías. La buena (y sorpresiva) noticia es que este fracaso resonante podría significar algo bueno. Si Israel hubiera ganado la batalla fácilmente, con una victoria aplastante parecida a la que soñaban muchos israelíes, esto habría causado un daño enorme a las políticas de seguridad de Israel. Otro triunfo estrepitoso habría sido un desastre para nosotros. Narcotizados con el poder, borrachos con la victoria, nos habríamos tentado en buscar el éxito en otras arenas. Un peligroso incendio habría amenazado a toda la región y nadie sabe lo que podría haber resultado.
Por otro lado, el fracaso en esta pequeña guerra podría darnos una importante lección para el futuro, y quizá influya para que cambiemos nuestras maneras y nuestro lenguaje, el idioma de violencia y fuerza con el que les hablamos a nuestros vecinos. El axioma que dice que «Israel no puede permitirse una derrota en el campo de batalla» ya ha sido expuesto como un cliché sin sentido: el fracaso no sólo podría ayudarle mucho a Israel sino que, como pago extra, podría enseñarles a los norteamericanos la importante lección de no empujar a Israel a aventuras militares.
Desde la guerra de 1948, Israel sólo ha logrado una victoria militar aplastante, en la Guerra de los Seis Días. No hay manera de imaginar una victoria más fácil y más dulce. La «capacidad de disuasión» de Israel había quedado restaurada -y de manera notable-, lo que garantizaba su seguridad por muchos años. ¿Y qué pasó? Sólo seis años después tuvo lugar la guerra más difícil de la historia de Israel, la de Yom Kippur. Contrariamente a lo imaginado, la derrota de 1967 sólo empujó a los ejércitos árabes a intentar restaurar su honor perdido y lo hicieron en un lapso muy breve. Contra un Israel arrogante, satisfecho de sí mismo y que disfrutaba las frutas podridas de eso que llaman victoria, los ejércitos sirio y egipcio alcanzaron logros considerables, e Israel entendió los límites de su poder. Quizá ahora, esta guerra también nos traerá a la realidad de que la fuerza militar no es más que eso y no puede garantizarlo todo. Después de todo, nosotros estamos contabilizando constantemente «victorias» y «proezas» contra los palestinos. ¿Y qué ocurrió? ¿Los disuadimos? ¿Los palestinos abandonaron sus sueños de ser libres en su propio país?
El fracaso militar contra el Hezbollah no es una derrota fatal. Israel mató y sufrió muertes, pero ni su existencia ni ninguna parte de su territorio estuvieron en peligro en ningún momento. Nuestra frase favorita, «una guerra existencial», no es más que otra expresión patéticamente ridícula de esta guerra que desde el vamos fue una maldita guerra elegida.
Hezbollah no capturó el territorio de Israel y su triunfo es tolerable, aunque hubiera podido evitarse fácilmente si nosotros no nos hubiéramos empeñado en esa tonta aventura libanesa. No es difícil imaginar lo que hubiera pasado si Hezbollah hubiera sido derrotado en pocos días, como prometieron nuestros presumidos dirigentes. El éxito nos habría vuelto locos. Los Estados Unidos nos habrían empujado a una nueva aventura militar contra Siria y nosotros, ebrios con la victoria, nos habríamos tentado. Luego habría seguido Irán. Y al mismo tiempo nos habríamos encargado de los palestinos: lo que se hizo tan fácilmente en el Líbano -nos habrían convencido- se llevaría a cabo fácilmente de Jenin a Rafah. El resultado habría sido un intento por resolver el problema palestino de raíz, borrándolos.
Quizá todo lo que nos sucedió ahora sea que hemos descubierto de primera mano que el poder militar israelí es mucho más limitado de lo que pensábamos y de lo que nos dijimos. Nuestra capacidad de disuasión podría funcionar ahora en la dirección opuesta. Israel, afortunadamente, pensará dos veces antes de entrar en otra peligrosa aventura militar. Esa es la buena noticia. Por otro lado, es cierto que hay peligro de que nuestras fuerzas armadas quieran restaurar su honor perdido con los desvalidos palestinos. Lo que no funcionó en Bint Jbail, tal vez querramos hacerlo en Nablus.
Sin embargo, si nosotros internalizamos el concepto de no enfrentar la fuerza con más fuerza, esta guerra podría llevarnos a la mesa de negociación. Escaldadas por el fracaso, quizá las Fuerzas de Defensa estarán menos entusiasmadas en apresurarse a la batalla. Es posible que la dirigencia política entienda ahora que la respuesta a los peligros que enfrenta Israel no se encontrará usando cada vez más fuerza; que la respuesta real a las legítimas demandas de los palestinos no es iniciar otra docena de operativos militares, sino respetar sus derechos; que la respuesta real a la amenaza siria está en devolver el Golán a sus verdaderos dueños, sin retrasos, y que la respuesta al peligro iraní es minar el odio hacia nosotros latente en el mundo árabe y musulmán.
Si de hecho la guerra termina como está terminando, quizá más israeláes se preguntarán para qué matamos y nos mataron, para qué golpeamos y nos golpearon, y quizás entenderán que todo fue por nada. Quizás el logro de esta guerra será que el fracaso se instalará profundamente en la conciencia, e Israel tomará un nuevo camino, menos violento y menos intimidatorio. En 1967, Ephraim Kishon escribió, «perdón por haber ganado». Hoy también es posible decir que es bueno que no lo hayamos hecho.
La fuente: el autor es columnista del diario israelí Haaretz («El Pa?s», Tel Aviv). La traducción del inglés pertenece a Sam More para elcorresponsal.com.
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