Educar, acompañar y dar cariño a través del teléfono a miles de kilómetros de distancia es la realidad de muchas mujeres inmigrantes. Los locutorios se convierten en centros improvisados de maternidades transoceánicas. La autora de este reportaje recogió sus testimonios en un documental sonoro. Estas son sus historias de amor a distancia.
Todo empezó en un locutorio del barrio de Arganzuela en Madrid. Estaba recién llegada a España y no tenía otra opción para llamar a mi familia en Francia. En la cabina mal aislada se podían escuchar las voces de todos los clientes alrededor. Eran sobre todo mujeres, muchas latinoamericanas, que hablaban con sus hijos. «Cuídate mucho», «pórtate bien», «tu mamá te extraña» decían. Dejé de ir al locutorio pero esas voces se quedaron dentro de mí. Decidí hacer un documental sonoro para contar historias de madres a distancia.
Nora y Noemi aceptaron participar en el proyecto. Las dos son ecuatorianas, vinieron a España hace 10 años para trabajar en el servicio doméstico. Dejaron en Ecuador a sus dos hijos e hijas a cargo de sus padres, de su hermana o de su tía. Por muchas razones no pudieron optar por la reagrupación y se tuvieron que conformar con una relación a distancia.
Para realizar el documental acompañé a Nora y Noemi durante un año. Me contaron sus historias de vida, me dejaron grabar algunas de sus conversaciones telefónicas a Ecuador. Desde esta intimidad quise esbozar retratos sensibles lejos de los estereotipos de la madre-heroína o la madre-víctima. Nora y Noemi son ‘madres desde la distancia’ con todas las complejidades y las contradicciones que eso supone.
Para escribir este artículo, me basé en las transcripciones de audio pero, por muy fiel que haya intentado ser a los testimonios, le faltan al texto las voces y los silencios de Nora y Noemi. Por eso, os invito a pasar de la lectura del artículo a la escucha del documental en este enlace.
Enero
Es domingo, día de locutorio para Nora. Sale de casa y cruza la calle a toda prisa. Fuera, ya se ha hecho de noche, están encendidas las luces de Navidad. Hace más de una semana que no ha hablado con sus hijos. Empuja la puerta del locutorio lanzando un «hola, voy a hacer una llamada, ¿vale?». En la pared los relojes indican las 8 en Madrid y las 2 en Quito. Nora va directa a la cabina 1, enciende la luz, se sienta en el taburete sin quitarse el abrigo. Coge el teléfono, lo limpia con un pañuelo y marca el número de Andrés. No contesta. Lo mismo con Jipshon. Intenta el fijo. Suena y suena.
De repente, una voz chisporroteante corta los tonos del teléfono. Nora pregunta con precipitación: «¿Qué pasó? ¿Por qué no me cogías el teléfono? Estaba preocupada». Poco a poco su respiración se tranquiliza. Intercambian novedades. Los dos hermanos han pasado Navidad con la familia y a Andrés le ha tocado disfrazarse de Rey Mago en el instituto. «¿Me enviarás fotos verdad?». Nora les cuenta que ella se ha quedado en casa con unas amigas pero que aun así se siente sola. Solo espera el momento de volver a reunirse con ellos en Ecuador.
Recuerda perfectamente el día que anunció a su familia que se iba a marchar a España. Estaban comiendo: su padre, su madre y sus hijos que tenían entonces 9 y 12 años. Le dijo a Jipshon, el mayor: «Creo que mamá tiene que viajar. Como tú vas a entrar al cole, vas a necesitar más cosas y a lo mejor mamá acá no te las puede dar». El niño contestó: «¿Te vas a ir en avión muy lejos? Sí, mi amor, pero ¡mamá va a regresar pronto! Tú acá vas a quedar con el abuelito y la abuela». Una semana después estaba la maleta lista. Nora decía «un año máximo» pero hace ya más de diez que se fue sin haber podido regresar a su país.
Noemi también tiene a sus dos hijas en Ecuador. Ya no va a los locutorios, pero todavía recuerda el ruido, el olor, la ausencia de intimidad. Al principio las llamaba a cualquier hora, a veces incluso las despertaba por la noche. No podía aguantar la distancia. Si fuera posible hubiera pasado las 24 horas con el teléfono puesto. Noemi también vino a España por razones económicas. Aunque detrás le empujaba otra razón más personal: quería huir de un marido alcohólico. «20 años de matrimonio y 20 años veníamos sufriendo la misma cosa. Cuando tuve la oportunidad de irme fue como una ventana en mi realidad. Sabía que mis hijas iban a sufrir muchísimo. Pero tenía que salir porque esa vida no era vida».
Ahora Noemi llama desde su móvil. Mucho más cómodo pero más caro. Intenta hacer presupuestos: «Como máximo unos 60 € al mes» pero muchas veces la factura indica el doble. «Siempre surgen problemas, sobre todo con la pequeña, Pati». Tiene 17 años y ya es madre de una bebé que educa sola. A veces, cuando funciona la conexión a internet, Noemi queda con Pati por Skype, y así puede ver a su nieta. Hoy hay suerte: «Hola mi niña, ¡ay qué bonita!».
Noemi pregunta si la bebé sabe caminar, si ha aprendido palabras nuevas: «¿Y los ojos?, ¿sabe dónde están? Tienes que enseñarle dónde están los ojos, la nariz, la boca, las orejitas, tiene que irse topando ya todo su cuerpito, aprender a conocer». Saltan de un tema a otro, repasando las dificultades de Pati, una adolescente que tuvo que madurar demasiado rápido: el novio no da la pensión, la hermana no quiere compartir la casa familiar, etc. Noemi consuela, aconseja, intenta buscar soluciones. «¿Ya estás tranquilita? Cualquier cosa me llamas, aquí voy a estar.»
Mayo
En la cabina del locutorio Nora está nerviosa. Tiene cosas importantes que decirle a Andrés. Se ha enterado de que está faltando mucho a clase últimamente. Pone su voz más dura, la de la madre autoritaria: «¿Por qué no estudias, qué es lo que te impide entregar los trabajos?». Un silencio y Andrés contesta: «Es que estoy enamorado». Nora se queda un instante en blanco: «¡Eso no es chiste! Uno puede estar enamorado pero la responsabilidad del estudio va primero». El enfado se mezcla con las ganas de reír, no se esperaba tal sorpresa. Pero intenta contener sus emociones y sigue con el discurso. La educación siempre ha sido su mayor prioridad. Deja las palabras fluir, claras y justas. Nora tiene ese arte de comunicar que hace que nunca se rompa el hilo frágil de la conversación. «Yo quiero que pases de año y que te gradúes. Te he prometido que no faltaré para tu grado, sea como sea estaré allí ese día». Andrés se queda callado. «¿Sí, me estás escuchando?».
Sus hijos la llaman por su nombre, «Nora». «Yo siempre he querido que me llamen mamá, porque es la palabra más linda del mundo. Pero desde pequeños la llamaron madre a mi madre». Jipshon y Andrés se criaron con sus abuelos. Pero fallecieron pocos años después de que Nora se fuera a España. A partir de ahí, todo se derrumbó. Los hermanos se encontraron solos y la ausencia de Nora se hizo más dura. Entonces saltaron los reproches: «Es tiempo que regreses. Que ya no nos quieres. ¿Por qué te fuiste si acá también se vive? ¿Qué has hecho tú por allá? ¡Abandonarnos!». Nora sabía que efectivamente tenía que estar allí pero intentaba explicar: «He venido para sacarles en adelante». Le respondían: «Sí, muchas gracias, pero nosotros te necesitamos».
Noemi también tuvo que escuchar palabras que duelen. «A veces se perdía la relación madre-hija. Me veían como una agencia bancaria. Exigiendo. Y no solamente venía de ellas sino también del colegio, de todas partes. ¿Tu mamá está en España? Dile que te mandé esto y lo otro».
Con el tiempo, la paciencia y la ayuda de especialistas, Noemi ha aprendido a poner límites, a recuperar confianza en ella misma para establecer una relación más equilibrada con su hija. Pero no funciona siempre. Noemi tiene amigas y conocidas que han ido perdiendo el contacto con los suyos o que mantienen conversaciones cordiales y vacías. «Es el dilema del inmigrante, saber compartir los dos mundos, lo que es allá y lo que es acá. Cuando uno ya lo tiene claro, empieza a sentirse un poquito mejor», comenta Noemi. Hace un par de años volvió a conocer el amor y se casó. Ahora le encanta Madrid, pasear por las calles, observar el cambio de estaciones.
Dice que antes de venir a España nunca había tomado tiempo para cuidarse. Toda su vida estaba volcada en las necesidades de su marido y de sus hijas. Ahora cuando vuelve a Ecuador cada año, se siente extraña. «Adoro a mis hijas, quiero estar con ellas, pero tengo mi vida acá. Digo siempre que mi corazón se parte en dos: medio dejo allá y medio acá. Es difícil, pero no imposible».
Lo que sí desea más que todo es que su hija Pati venga a visitarla a Madrid con la bebé, aunque sea solo para un periodo corto. Dice que le vendría bien alejarse de los problemas que tiene en Ecuador, con su novio sobre todo, y compartir la experiencia de su madre. El dossier está montado y los papeles presentados en la Embajada española de Quito.
Noemi espera que llamen a su hija para una cita.
Noviembre
El verano ha pasado trayendo noticias dolorosas para Nora. Llevaba unos meses recibiendo con ilusión mensajes y fotos de parte de Andrés y de su novia Stefanía cuando una mañana se encontró con el siguiente mensaje: «¿Viejita querida, te gustaría ser abuela?». Le invadió el pánico. Esperó la noche para llamar desde el locutorio rezando para que fuera broma pero se confirmó la noticia. Stefanía iba a dar a luz en cuatro meses. Sintió rabia y alegría a la vez. Le dijo a Andrés: «Desde hoy empieza tu responsabilidad. Le debes todo el respeto y el cariño a Stefanía. Para una madre lo más duro en la vida es que te dejen sola con los hijos al lado. Y tú sabes perfectamente lo que es sufrir solo». Nora había conseguido ahorrar un poco de dinero para su billete de avión a Ecuador. Pero con esta noticia tuvo que aplazar el viaje una vez más. El dinero se gastará en ropa y en material para el bebé que viene en camino. Siempre pasa así.
Nora sueña con volver a su país pero antes de todo tiene que sobrevivir, hacer frente a las urgencias del día a día. Los sueños pasan a segundo plano y parecen cada vez más inalcanzables. Muy a menudo sus hijos le preguntan que cuándo va a venir a Ecuador. Nora suspira. «Ay Dios mío, si fuera por mí ya me iría, pero tengo que tener al menos 2.000 dólares solo para el pasaje y llegar allá que todo el mundo vea que no tengo nada, después de tantos años…»
A Pati le dieron la cita en la Embajada. Se había preparado para el cuestionario sobre la geografía de España, su gobierno, su bandera y su himno nacional. Al final no le preguntaron nada más que por qué quería ir a España. Pati contestó que «para estar con mi mamá». Ahora es «españolísima» dice Noemi muy orgullosa. Cuando llegó al aeropuerto de Barajas dijo que se le había hecho corto el viaje y que Madrid se parecía a Quito.
Muchas veces Noemi escuchó la palabra «fracaso» para calificar su experiencia. «Es cierto, ha habido mucho sufrimiento y a veces no se ha logrado lo que uno deseaba alcanzar pero el fracaso no existe. Es una vivencia. La vida no se ha terminado, todavía puedes volver a empezar». Dice que de alguna forma han creado un nuevo tipo de familias. «Para mis hijas ya no es el papá y la mamá siempre juntos y pendientes de ellas. ¡Tampoco diría que es bueno que las familias se separen! Pero en ciertas circunstancias hay que admitir otros modelos y saber respetar».
Para Nora siempre gana el optimismo: «No quiero mortificarme, hay que seguir adelante». Se ha comprado un móvil nuevo y está enganchada con el Whatsapp: «¿Cómo ha ido la ecografía?», le escribe a Stefanía, «¿es una niña no?». Y surgen nuevas promesas de reencuentro: «Cuando vaya para allá quiero verle a mi princesa bella y grande y me la comeré a besos. Y de Andrés me encargo yo que poco a poco asuma su responsabilidad».
De Latinoamérica a España
En los años 90, eran personas procedentes de Argentina, Chile o Venezuela, la mayoría hombres, quienes emigraron a España para dedicarse a profesiones de diversos niveles. En la última década del siglo XX, y posteriormente -tras la firma en 2001 de los convenios de inmigración entre España, Ecuador y Colombia-, se incrementa considerablemente la llegada de ecuatorianos y colombianos, predominantemente mujeres atraídas por las posibilidades de empleo en el servicio doméstico. En 2008 se convierten en las dos nacionalidades mayoritarias.
Según el Banco Interamericano de Desarrollo, hasta la actual crisis, un inmigrante latinoamericano enviaba de media a su país unos 3.000 euros al año, lo que suponía en torno al 15% de sus ingresos y beneficiaba aproximadamente a ocho millones de personas, especialmente en Colombia, Ecuador, Perú y Bolivia, constituyendo el principal motor del crecimiento económico de muchos países latinoamericanos.
Al principio de 2008, el Instituto Nacional de Estadística (INE) indicaba una población de 420.110 ecuatorianos en España; cinco años después, en 2013, esta cifra había bajado a 286.964 ecuatorianos pero el país andino sigue siendo la principal población latinoamericana residente en España.
Fuente: http://blogs.publico.es/numeros-rojos/2015/03/25/madres-de-locutorio/