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¿Malversar bienes del Estado? o Cultura de la propiedad social

Fuentes: Cubarte

Conocer el origen, los andares y los filos de las palabras no debe ser coto de lingüistas, pues en general ayuda a impedir que la inercia del uso vele la realidad que ellas nombran. Malversar pertenece a una familia numerosa, entre cuyos miembros figuran conversar y diversión, y diversionismo, ideológica y militarmente relevante, aunque falte, al […]

Conocer el origen, los andares y los filos de las palabras no debe ser coto de lingüistas, pues en general ayuda a impedir que la inercia del uso vele la realidad que ellas nombran. Malversar pertenece a una familia numerosa, entre cuyos miembros figuran conversar y diversión, y diversionismo, ideológica y militarmente relevante, aunque falte, al igual que en otros, en el lexicón de la Real Academia Española. Los diccionarios no registran todas las derivaciones que podemos considerar naturales –prevenible, llamable, querible y muchas más-, aunque incluyan, así el de la Academia, infumable y sufrible. Los estudios lexicográficos no son textos sagrados, pero resulta provechoso visitarlos, aun cuando sólo sea para saborear mejor las palabras, y recordar la relación entre pensamiento y lenguaje.

La malversación, acción de no atenerse a un plan presupuestario y aplicar una versión ilícita de él, es una figura jurídica asociada en especial con los caudales públicos. Cometida en beneficio propio, constituye un delito enmascarable hasta con el escamoteo de otro vocablo que lo identifica: robar. La luz y la sombra de las palabras se proyectan en todo, y aquí solamente se ha llamado la atención sobre el primer vocablo del título. De modo somero, pensando en términos de funcionamiento y sin abundar en su etimología ni en su historia, saltemos hasta el último, derivado de status. El Estado, expresión concentrada del poder, administra bienes, regula su empleo, o se encarga de hacer que sean administrados.

Tal propósito, maldito para el neoliberalismo, es principal en el empeño de construir un socialismo verdadero, no algo similar al llamado modo de producción asiático, que no acaba en el gentilicio ni en la época de su origen. Sin entrar en disquisiciones teóricas, el socialismo tampoco debe confundirse con el capitalismo de Estado, sistema que, visto a veces como etapa de la construcción socialista, estaría regido por un leviatán poseedor capaz de frenar la creatividad popular, que necesita de la colectividad y de sus individuos.

Una forma de capitalismo de Estado pudiera ser el «socialismo» que tendenciosamente Herbert Spencer definió como «la futura esclavitud» en un ensayo del cual, al conocerlo en 1884, José Martí discrepó con una perspectiva democrática raigal: tan distante del sentido aristocrático del pensador inglés como del exceso de centralización y burocracia, nocivo para el movimiento social y para la individualidad, que no debe meterse en el mismo saco que el individualismo.

«¡Mal va un pueblo de gente oficinista!», exclamó Martí en defensa del trabajo productivo, y en contra de que la vida se trazara o se decidiera oficinescamente, porque ello menguaría la fertilidad del funcionamiento social fértil. Sería erróneo suponer que quien había hecho y haría tareas de oficina -incluida una parte de su labor política- condenaba en bloque ocupaciones que también son necesarias y requieren esfuerzo. Y mienten, pero han logrado crear confusiones, los antisocialistas que le atribuyen los juicios de Spencer, a quien refutó en su médula. El revolucionario cubano pensaba y actuaba guiado por su identificación con los pobres de la tierra y por su voluntad de servir a los afanes justicieros, llamáranse «con este nombre o aquel», como escribió diez años después en una carta donde se refirió a peligros que tenía «la idea socialista, como tantas otras».

Para los fines del socialismo la expresión malversar bienes del Estado exige una valoración que rebase imprecisiones. Una, y no la más grave quizás, sería confundir Gobierno, que aplica la política, y Estado, que la traza con el fin de encauzar en lo interno y en lo internacional los propósitos rectores del país. Tal parcelación de funciones, esbozadas aquí de modo harto esquemático, es aplicable a la generalidad de las naciones, particularmente a las consideradas modernas. Pero ciertas claridades conceptuales y de funcionamiento revisten una importancia de vital interés para el pensamiento y la práctica socialistas.

Preocuparse por el papel del Estado y la manera como debemos ver sus funciones, no es derecho ni deber exclusivo de estadistas, politólogos y otros profesionales especializados o llamados a serlo. Esas funciones tienen mucho que ver con la ciudadanía en general para que esta las considere patrimonio de un gremio y las deje en manos de funcionarios que, por muy sabios e irreprochables que sean, son seres humanos, no dioses. Y desde tiempos remotos el reino celestial ha sido sucesiones de imágenes sublimadas de la realidad terrena, incluyendo intereses económicos y sociales, y el ejercicio (o pasión) del mando.

Mientras el Estado -según la previsión marxista- no pase a ser una antigualla de museo, individual y colectivamente la población tiene deberes cardinales en su relación con él. La claridad en algo tan importante para la defensa y el logro de las metas planteadas, y para satisfacer necesidades básicas, no es mero asunto de categorías más o menos atendibles. La idea, por ejemplo, de «malversar bienes del Estado» le atribuye a este la propiedad de los bienes, y deja en sus manos, así como en los límites de sus prerrogativas, la tarea de administrarlos y darles el uso correcto. ¿No entra por ahí uno de los peligros subjetivos, pero tremendos, que dañan a la propiedad social: creer que lo de todos no es de nadie?

El sentido de propiedad, facultades y responsabilidad no cae del cielo: se cultiva desde la relación efectiva que se tenga con lo que a uno o a la colectividad le pertenezca. La ciudadanía debe cuidar sus propiedades: conocer y vigilar en sus distintos ámbitos -el centro de trabajo, el municipio, la provincia, ¡la nación!-, los recursos sociales y las fuentes de servicios con que se cuenta, el caudal para ponerlos a producir, las deudas contraídas, los fines planeados y la marcha del trabajo hecho para conseguirlos.

La intervención activa de la ciudadanía en los rumbos y el destino del país se halla entre los requerimientos básicos para fundar un socialismo plenamente participativo: un socialismo pleno. La idea, aberrante y ofensiva, según la cual el pueblo podría verse como avecilla neonata que abre la boca para que el Estado le regurgite en ella el alimento con que vivir, es una imagen de pésimo gusto y, para no decir más, una de las mayores evidencias de inexactitud a la hora de valorar las responsabilidades de la población y las del Estado.

Empecemos por decir que los directivos y funcionarios estatales son parte de la ciudadanía, no vienen de otro planeta; y, a diferencia de los animales, la sociedad no halla los alimentos por obra y gracia de la naturaleza, o puestos en el establo por sus dueños. En la sociedad los alimentos los producen los trabajadores y las trabajadoras, o son adquiridos con recursos que salen de su labor. Hasta los bienes donados o recibidos por la vía de la colaboración se ubican también en un sistema que el Estado representa y estimula, pero que el pueblo mantiene vivo: lo edifica y lo defiende, incluso heroicamente.

No es una obra caritativa del Estado administrar bien los recursos para una mejor calidad de vida de la población: es una responsabilidad esencial que asume junto con la decisión de edificar el socialismo, inviable sin la participación consciente de la ciudadanía. Si, como parece ser, una parte del pueblo cubano carece de buenos hábitos de trabajo, ¿no habría que pensar en factores organizativos, salariales y otros? Entre estos, ¿no estarían asimismo las bondades de un sistema en el cual pueden sufrirse penurias materiales y económicas, pero nadie se muere de hambre, y tienen tan asegurados los servicios fundamentales -salud, educación- los hijos de vagos y delincuentes como los de trabajadores honrados?

Tampoco olvidemos los condicionamientos históricos, como la existencia de la esclavitud hasta fecha relativamente cercana (1886), dentro de un corruptor régimen colonial. La esclavitud es un sistema en el que las clases sociales se colorean a conveniencia de los intereses dominantes, pero no es cuestión de razas: lo mina todo, y se ha dicho que en ciertos rescoldos de la conciencia su abolición puede asociarse con el deseo de erradicar también el trabajo. En 1831, cuando a la nacionalidad cubana le faltaban casi cuatro décadas para pasar la fragua de su primera guerra independentista, José Antonio Saco ganó un premio de la Real Sociedad Económica de La Habana por su Memoria sobre la vagancia en la isla de Cuba. Años después del triunfo revolucionario de 1959 se dictó una ley contra la vagancia, y no tardó mucho tiempo en que se dejara de mencionarla.

Pero colectiva y mayoritariamente el pueblo cubano ha dado rotundas muestras de resistencia y de heroicidad, y en gran parte sobresale también por su capacidad de esfuerzo productivo. No merece el insulto de que se le suponga inhabilitado para desarrollar una verdadera cultura laboral, que no excluye la dignidad del ocio necesario y bien empleado. Con suficientes recursos y contenido que lo muevan a aplicarse a fondo en sus puestos de trabajo, la laboriosidad de cubanas y cubanos prosperará a base de conciencia y de normas que se hagan cumplir. Así, además de ser necesario, el trabajo le proporcionará el estímulo salarial necesario para vivir de sí. Se verá entonces, si no se ve ya, que su tenacidad no es virtud minoritaria ni vale solamente para eventualidades.

Los recursos que se inviertan para que el trabajo crezca y tenga la remuneración debida, son parte del patrimonio del pueblo. No se habrá repetido lo bastante que el Estado, con el auxilio de los órganos de gobierno, debe lograr que el conjunto de ese patrimonio se administre con eficiencia. Por lo demás, calificar de paternalista a un Estado es calificarlo también de autoritario. Para serlo no es indispensable que logre imponer plenamente su autoridad: basta que trate de aplicar sus bondades como lo hace el padre salvador que, con buenas intenciones, neutraliza la capacidad de acción de los demás integrantes de la familia, y propicia que acepten sus decisiones. La jerga administrativa y de distribución de alimentos normados ha establecido en el ámbito familiar el título de jefe de núcleo.

Ninguna confusión terminológica o conceptual borra una realidad: quien sustrae recursos de la nación se burla del Estado y le roba al pueblo, que es el propietario de los bienes sociales. No basta que el Estado los administre para que se cumpla en plenitud su función. Cuando los empleados o las administraciones de bienes públicos no aseguran un buen servicio a los ciudadanos y, más que vivir del salario, medran con el uso de locales, energía, piezas y utensilios que paga el pueblo trabajador, ¿esos medios no funcionan como propiedad privada, sin los gastos -entre ellos los impuestos- ni los riesgos que ella acarrea? Semejantes problemas pueden parecer «pequeños» comparados con otros que el país debe igualmente resolver, pero los virus son microscópicos y matan a elefantes.

Hace poco circuló en medios digitales un artículo en el cual Guillermo Rodríguez Rivera valora » algunos de los males» que, según él, trajo la Ofensiva Revolucionaria desatada en 1968. Desde el sentido común, el profesor y escritor propone medidas con las que, a su juicio, disminuirían las plantillas infladas y aumentarían los puestos de trabajo, y el Estado podría concentrarse más eficientemente en los medios fundamentales de producción y en los servicios decisivos y emblemáticos de nuestro socialismo. Algunas medidas como esas asomaban ya, principalmente en la agricultura. Bien aplicadas, y fiscalizadas para que funcionen y den buenos frutos, podrían favorecer un mejor funcionamiento del país en diversas áreas, al descentralizarse la actividad en diferentes servicios menores.

Pero sería fatídico reproducir en las pequeñas empresas -ya sean de propiedad individual o cooperativa- vicios burocráticos y antiproductivos que hoy estén dañando a la economía nacional, o mantener ante ellas la resignación con que el pueblo ha soportado deficiencias administrativas del Estado que le asegura al país la educación, la salud, la defensa y la soberanía. Esa actitud no debe perdurar, por ejemplo, ante cafeterías cuyos dueños no compren los productos necesarios para mantener la higiene, o donde se maltrate al cliente.

Sin espacio para ahondar más en el tema, apuntemos que, así como no debe depender de dirigentes que salten de las aulas a oficinas y cargos que otorguen prerrogativas prematuras, al país le haría bien que sus dirigentes y funcionarios hayan vivido los rigores y la experiencia de mantener una casa, una familia, célula básica también para aprender cómo administrar recursos sociales. Pero no olvidemos lo que dijo Guerrita, no el periodista cubano, sino el torero cordobés: «Ca uno es ca uno, y hace su cauná».

También por eso, sin morbo ni escamoteos, con decencia, autocríticamente si es menester, los medios deben informar sobre la realidad, alabar aciertos y virtudes, señalar deficiencias, proponer vías para el mejoramiento, refutar falsedades, denunciar delitos. La prensa, hasta para cuidar prestigios que lo merezcan, necesita ser audaz y creíble. Aunque a veces resulte necesario, el silencio no funda: puede ser cómplice de incertidumbres y rumores nocivos.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.