La evidencia científica nos dice que el nivel de los mares y océanos del mundo está subiendo. Enormes volúmenes de hielo que se funden debido al calentamiento global fluyen para aumentar sin cesar el nivel del mar, alterando, además, su salinidad. Sin embargo, en muchas cuencas endorreicas, aquellas que no tienen salida al mar, ocurre lo contrario.
Estos grandes lagos o pequeños mares se vacían a un ritmo asombroso y en ese proceso de achicamiento cada vez son más salinos. La lista no deja de aumentar, y un estudio reciente lo corrobora con imágenes satelitales. En los últimos 30 años, el almacenamiento de agua en el 53 % de estos cuerpos de agua, que acumulan el 87 % del agua dulce líquida en la superficie terrestre, ha disminuido significativamente.
El caso del mar de Aral
El mar de Aral era, en su esplendor, la cuarta masa de agua interior más grande del mundo, ocupando una extensión de 68 000 km². La enorme evaporación de esta cuenca, en el corazón de Asia Central, era compensada con los colosales caudales de los ríos Amu Daria y Sir Daria, que llevaban el agua desde las cordilleras del Pamir y Tian Shan, a más de 2 000 km de distancia.
En los años 60, la región se transformó en un enclave estratégico para la Unión Soviética, cuya prioridad era producir allí todo el algodón necesario para el país. Los ingenieros comenzaron a construir una densa red de canales que drenaba los ríos. Siguiendo la lógica de que los ríos desperdician el agua al desembocar en el mar, y con el objetivo de aprovechar al máximo su caudal, hubo años en los que estos imponentes ríos, nutridos por el deshielo, no aportaron ni una gota al mar de Aral.
El paisaje comenzó a teñirse de blanco. Por un lado, los campos de algodón se extendían por toda la región; por otro, el retroceso del mar de Aral dejaba al descubierto una costra de sal. El viento, al esparcir esta sal, redujo la fertilidad del suelo y, por ende, la producción de algodón.
La pesca desapareció y, como testigos mudos de esta catástrofe, quedan los cascos oxidados de barcos varados en el lecho agrietado del antiguo mar. Sirven como indicador del enorme impacto que nuestras acciones pueden tener sobre el medio ambiente.
Una plaga llamada aralización
Lejos de ser una excepción, el caso del mar de Aral se ha convertido en un paradigma de la degradación hídrica causada por la presión agrícola e industrial. Este fenómeno, denominado “aralización”, se caracteriza por altas tasas de evaporación, el aumento del regadío, la demanda de mercados por ciertos cultivos y el uso de tecnología que permite extraer los recursos naturales de manera intensiva.
Un ejemplo claro es el lago Urmia, en Irán, que originalmente cubría 5 200 km² y llegó a reducirse a tan solo 1 050 km² en 2015, recuperándose parcialmente hasta los 3 370 km² en 2020.
Este declive, principalmente provocado por el cambio climático y la expansión del regadío (aproximadamente 900 km² entre 1987 y 2020), resulta aún más impactante si se mide en volumen: en 2014, solo quedaba el 5 % del agua original del lago. Como consecuencia de su contracción, han surgido tormentas de polvo salino que afectan la salud de las personas y amenazan la agricultura y la ganadería, mientras que el aumento de la salinidad del agua amenaza su antaño rica biodiversidad.
En Sudamérica también encontramos representantes de este síndrome. El lago Poopó, en Bolivia, de unos 2 300 km², ha quedado reducido a tres charcos de 1 km² y 30 cm de profundidad. Con ello ha sucumbido su fauna y las sociedades que vivían de sus recursos. La sobreexplotación de los acuíferos que lo sostenían, unida a la agudización de las sequías como consecuencia del cambio climático explican de nuevo el fenómeno.
Relativamente cerca, el lago Chiquita, en Argentina, vuelve a mostrar los mismos síntomas y efectos. Al desaparecer el agua, la sal propia de estos lagos endorreicos queda a disposición del viento, que la lleva hasta distancias insospechadas.
El Gran Lago Salado o el lago Owens, ambos en Estados Unidos, nos sirven para subrayar que en los países más desarrollados también se lleva al extremo a la naturaleza.
Casuística del síndrome
Muchos de los lagos que han ido desapareciendo en los últimos decenios –total o parcialmente– se encuentran en las zonas áridas, que representan casi la mitad de la superficie terrestre y siguen en expansión. Sus condiciones climáticas son propicias para el cultivo. Se trata de lugares con muchas horas de insolación y buenas temperaturas, lo que agradece la fotosíntesis. El principal escollo de las zonas áridas es su pobre balance hídrico.
La tecnología, sin embargo, ha permitido superar esta limitación mediante la canalizaciones, embalses y equipos de bombeo, transformando las zonas áridas en regiones agrícolas de gran productividad.
El cambio climático ha acelerado esta tendencia, ya que la mayor frecuencia e intensidad de las sequías justifica el uso intensivo de riego para evitar la disminución de los rendimientos. De esta forma, los lagos se vacían debido a una doble presión antropogénica que se autorrefuerza: cambio climático y regadío.
Hablamos de los lagos, pero la naturaleza no entiende de divisiones; el ciclo hidrológico conecta ríos, acuíferos, humedales y lagos en una red interdependiente. La desaparición de un lago como el Aral se debe a la extracción excesiva de agua de los ríos que lo alimentan, y la del lago Urmia al agotamiento de los acuíferos subterráneos. La pérdida de humedales emblemáticos, como Doñana, responde al mismo patrón de presión hídrica. Así, la aralización es un proceso global que amenaza cada eslabón del ciclo del agua.
Escapar a los límites planetarios es una quimera. Durante algunos breves períodos puede parecer que nuestro ingenio logra burlar las leyes de la naturaleza. Pero lo único que hacemos con ello es aumentar el peaje de nuestros desagravios. Sin renunciar a la tecnología, debemos hacer más esfuerzos por comprender cómo la vida se abre paso y ha hecho de este planeta un lugar habitable. Adecuar la presión de nuestros sistemas socioeconómicos a la disponibilidad de recursos es esencial para que nuestra especie aspire a una vida digna, más allá de la mera supervivencia.
Jaime Martínez Valderrama. Investigador postdoctoral en Desertificación, Universidad de Alicante