Mi artículo «Cultura de la propiedad privada o ¡Cuidado con ese culto!» motivó diversos comentarios en Cubarte, donde se publicó el 12 de marzo pasado, y en otros sitios que lo reprodujeron. Tareas varias me impidieron responderlos entonces, pero en mi artesa (http://luistoledosande.wordpress.com) reproduje los que en ella recibí, y anuncié que los contestaría. Es […]
Mi artículo «Cultura de la propiedad privada o ¡Cuidado con ese culto!» motivó diversos comentarios en Cubarte, donde se publicó el 12 de marzo pasado, y en otros sitios que lo reprodujeron. Tareas varias me impidieron responderlos entonces, pero en mi artesa (http://luistoledosande.wordpress.com) reproduje los que en ella recibí, y anuncié que los contestaría. Es lo que hago ahora, en el Portal donde el artículo se dio a conocer. No menciono los nombres -¿todos reales?- de los comentaristas, porque discutir ideas puede ser más útil que una mera polémica personalizada.
Comienzo por algo que creía haber dicho en aquel texto, pero quizás no lo hice claramente, a juzgar por uno de los comentarios, que no solo se dirigieron al autor. En las circunstancias cubanas el restablecimiento de ciertas formas de propiedad privada les propicia empleo a quienes podrían perderlo debido a la racionalización de la fuerza de trabajo en áreas de administración estatal. Sin el control que deben ejercer el Estado y las organizaciones llamadas a velar por el respeto a las leyes, la justicia y la ética -en primer lugar el Partido, la Central de Trabajadores de Cuba y los sindicatos-, dicha racionalización podría generar traumas que ni moral mi tácticamente podría permitirse el país.
Otro comentario, ubicable en el polo opuesto, condena el restablecimiento mencionado y cita para ello el Manifiesto comunista, donde Marx y Engels refutaron a los burgueses que acusaban a la Internacional de querer abolir la propiedad privada, cuando de hecho ya en Europa estaba abolida para la gran mayoría. Los fundadores del socialismo científico proclamaron sin ambages el propósito de destruir un régimen basado en la desigualdad, y ripostaron a sus adversarios: «Nos reprocháis, para decirlo de una vez, querer abolir vuestra propiedad. Pues sí, a eso es a lo que aspiramos».
Frente a ello no faltará tal vez razón a quien sostenga que hoy las metas predominantes son la redistribución cuantitativa y una mayor justicia, y resultan insuficientes. Los pueblos y las grandes masas de excluidos merecen más, y lo reclaman. Pero no parece que se pueda ser categórico y acertado si se afirma que el mundo sigue siendo exactamente como la Europa de 1848. También los burgueses han aprendido un montón de entonces para acá, y es mayor el peso con que la tradición de las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos, para decirlo glosando un texto célebre.
Sobre todo con el fin de refutar el criterio, extendido, de que la propiedad social es ineficiente por naturaleza, vale preguntarse si es una ley que los comunistas puedan administrar bien los medios de producción fundamentales, por lo general más complejos, y no aquellos que, aparte de ser menores, tienen menos peso en la producción total. Pero no hay que diluirse en conjeturas para plantear las cosas de otro modo: cuando, en la práctica, se ha administrado a la vez centrales azucareros y hospitales, y guaraperas y barberías, la complejidad y la importancia vital de los primeros, que tanta prioridad reclaman, ¿ha dado margen a la atención que también las segundas requieren para funcionar con eficiencia? Es más: ¿se han administrado siempre bien los primeros? Dilemas de esa índole no se dan solo en países orientados a construir el socialismo, cuya consumación plena no se ha conocido aún en el mundo. También se han visto en la administración pública capitalista.
Otro punto nada desdeñable: militar, incluso con la mejor disposición personal, en un partido que se autoproclame comunista y hasta intente serlo de veras, no basta para ser comunista. Para serlo se requieren grados de consagración y plenitud que hoy parecen constituir metas más que realidades, por lo menos en planos masivos y visibles. Además, ¿bastaría ser comunista, o querer serlo -incluso asumir las tareas con entrega y honradez ejemplares, de las que no abundan como se quisiera-, para ser un administrador eficiente?
Cuando, refiriéndose a peligros que acechan a Cuba, Fernando Martínez Heredia ha dicho que «en la acera de enfrente hasta el sentido común es burgués», no lo ha hecho para avalar resignación de ninguna índole frente a semejante realidad, sino para que estemos advertidos sobre los riesgos que corremos, y no vayamos a creer que estamos libres de ser contagiados por aquella acera. ¿No nos llegan entusiastas expresiones del pensamiento burgués hasta por caminos que, como la radiodifusión -televisión incluida-, no están por cierto en manos de empresas privadas o mixtas, o extranjeras?
Cuando se reclama de palabra o con hechos que Cuba acabe de convertirse en un país «normal», donde proliferen y se vean satisfechos los mismos gustos que en otras aceras, ¿qué norma se invoca? De ahí también que la necesidad de actualizarnos no nos haga buscar una actualidad signada por el meridiano del capitalismo. Nuestro colega -imbuido del espíritu de Marx y del Che- no anda pidiendo que abracemos normas tales, y eso no debe ignorarlo ningún comentarista.
Y si Silvio Rodríguez pide que los ricos, aun sin dejar de serlo, piensen un poco en quienes no tienen la misma suerte que ellos, ¿debemos suponer que apuesta por la eternidad de la injusticia? Con su guitarra y sus canciones, y sin ser un líder político ni un redentor, ¿ha de pedírsele que tenga fuerzas para desatar una revolución mundial que rompa las estructuras opresivas cimentadas durante siglos, y luego aspirar a que se eliminen las monstruosidades? ¿Está mal que, ante la terca persistencia de tales estructuras, clame al menos por un poco menos de desequilibrio? ¿Ha dicho que solamente a eso puede o debe aspirarse?
Cuando, después de pedir perdón por la utopía, el trovador confiesa que otro camino le parece injusto y mucho más doloroso, ¿estará entrampado en las prédicas «antiterroristas» del imperio, o expresa la desesperación de quien ve que una revolución que llegue a la raíz no es precisamente lo más vislumbrable hoy? Suponemos que, por muy solidario que sea, y por grande que resulte su conciencia histórica, no es sensato pedirle al artista que tenga fuerza bastante, y seguidores, para fundar una nueva Internacional Comunista capaz de surtir en pos de la justicia los efectos deseables no alcanzados por las precedentes.
Respondido ya el comentario hecho sobre/contra el trovador, conste que quien esto escribe disfrutaría ver que esa nueva y eficaz Internacional Comunista estuviera ya en marcha triunfal: es más, en el poder. Quisiera ver un mundo regido por la equidad, la ética, la libertad y la belleza, y que, de llamarse comunista, honre su nombre. Pero meter en un mismo saco a todos los gobiernos de «izquierda» -puesto el término, además, entre comillas- y exigirles que de la noche a la mañana acaben con la burguesía y con la propiedad privada pudiera ser, cuando menos, un acto de ilusión infinita.
Sobre todo lo sería si, como asoma en algún comentario, se exige que se acabe con ellas para luego intentar algo como el proyecto de revolución bolivariana que se intenta llevar a cabo en Venezuela, ojalá que solo fuera contra viento y marea. O sea, si no se puede alcanzar de sopetón el todo, ¿el papel de la crítica que se cree portadora única de los ideales revolucionarios consiste en probar que no vale la pena esforzarse para ir alcanzando logros parciales como pasos hacia un estadio superior de justicia social?
Por ese camino el capitalismo tendría la eternidad segura, digan lo que digan ciertos izquierdistas que nada consiguen modificar en sus países, en alguno de los cuales aún se juega zarzueleramente a la monarquía. Conste asimismo que no se trata de imponer cotos, ni territoriales ni de otra índole que no sean el sentido común y la honradez, a la crítica, ni a los críticos: ello pararía en un aldeanismo conveniente a las derechas de este mundo. Pero no basta con llamarse antisistema: urge luchar de veras, no de palabra, contra el sistema que se rechaza. Más preciso y fértil sería erguirse como anticapitalista, y serlo de veras.
En la práctica, a fuerza de ser antisistema impenitente se puede llegar a preferir el estancamiento y la asfixia de Cuba, a la que es cómodo exigirle, exigirle, exigirle… sin poner el hombro, no solo declaraciones, en el afán con que ella se ve forzada a tratar de sobrevivir en un contexto nada diseñado para proyectos como el que la convirtió en una honrosa anomalía sistémica a nivel mundial. En ello radican los méritos, si alguno tiene, por los cuales ha suscitado tanta atención internacional, y propiciado que incontables personas se aferren a la permanencia de su proyecto como un camino de esperanza frente a tantas calamidades planetarias.
Eso es de veras un digno compromiso para Cuba, que debe resolver en primer lugar los problemas de su pueblo, no por egoísmo nacionalista, sino porque, en su territorio, solo él puede objetivamente mantener un proyecto capaz de suscitar admiración y abonar esperanzas. Si ese pueblo desapareciera, aplastado ya, más que agobiado, por penurias cotidianas -causadas no solo, pero sí en gran medida, y no se ha repetido lo bastante, por la hostilidad del imperio-, pasaría a la historia como una nueva Numancia, y dejaría de funcionar como un ejemplo de resistencia fértil al cual asirse en busca de esperanza.
De ahí también la responsabilidad de la dirección del país en cada paso que dé. Pero otra cosa sería no actuar, no hacer nada en busca de mejorar la vida de la población, para complacer a quienes le dan palo si él boga, y si no boga también le dan palo. Hay quien viene a sostener, nada menos, que solo idiotas pueden confiar en que las transformaciones emprendidas por Cuba tienen algo que ver con los ideales de la justicia social. Es el pueblo cubano, con la realidad cotidiana sobre sus hombros, el primero que debe rechazar lo que traicionara esos ideales, y no sería desmedido pedir un voto de confianza para él, que ha sacado de su territorio a dos imperios y derrocado tiranías vernáculas. Eso debe saberse dentro y fuera de sus lindes. ¿Por qué suponer que unas pocas décadas de «acomodo revolucionario» -llamémoslo así- lo han privado de su empuje emancipador?
Pero cuando la nación se plantea el ineludible deber de revertir los desequilibrios entre los salarios y el costo de la vida, surgen entonces voces que vienen a convencernos de que este pueblo no debe aspirar a que le suban sus sueldos. Con poses proféticas admiten que ello será posible, si acaso, y solo parcialmente, en el sector de la Salud, para el que ya se han aprobado aumentos significativos en una nación donde las profesiones no se ven como negocio y está llamada a atender a la totalidad de sus pobladores, no a un grupo de ellos.
Aparte de asegurar que los demás trabajadores cubanos nunca tendrán incrementos salariales significativos, tales profetas reclaman que alguien se lo diga, para que no se engañen. Hay profetas que menosprecian la inteligencia de este pueblo y el valor del trabajo que él hace no solamente en la Salud. De paso, olvidan que aquí el Estado tiene el deber de administrar los recursos con sentido de equidad, y asegurarle una vida digna a toda la población, a todas las personas que trabajen y sean honradas. La nación no solo necesita médicos, y su producto interno bruto debe contribuir al bienestar general, sin atenerse -y menos aún con la ortodoxia que en esto, curiosamente, vienen a exigirle- a una división internacional del trabajo diseñada para el consumismo capitalista, nada equitativo.
Para todo eso el país necesita una economía sustentable, pero en esa aspiración tropieza con los mismos teoricistas -resérvese el rótulo de teóricos para otros usos- que le reprochan cuanto haga por lograrla. Incluso, reclaman que se niegue valor a la idea de que el aumento de la producción puede y debe abrirle el camino al mejoramiento de los salarios. ¿Adónde quieren llevar a Cuba? O ¿dónde quieren que ella se quede cuando afirman, con el dedito índice levantado, que los trabajadores cubanos jamás podrán tener un poder adquisitivo superior al que hoy tienen? Se habla del pueblo que, cualesquiera que sean sus defectos -¿otros no los tienen?-, ha mantenido vivo un proyecto justiciero a menos de noventa millas del imperio al que tantos se someten en distintos lares, un pueblo que, contra su voluntad, tiene al agresivo imperio dentro de sus fronteras nacionales, en Guantánamo.
La tenacidad de ciertas profecías, sobre las cuales el articulista preferiría no volver, obliga a posponer la reflexión sobre otros comentarios. Los hay de sesgos muy diversos, y algunos revelan lúcida comprensión sobre la complejidad del reto que Cuba encara, y sobre los cuidados que debe poner en sus transformaciones. Algunos son tan sugerentes como uno, enviado a Cubadebate, sobre la necesidad de conocer verdaderamente el significado de propiedad social, y las diferencias entre la particular, la estatal, la cooperativa y, curioso neologismo, la estaticular. Tela habrá para seguir cortando, tanto con tijeras sociales como de propiedad personal. Pero ¿tendrá tanta paciencia el deseado público lector?