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Mattahusen y la monarquía embarazada

Fuentes: Rebelión

Soberano es aquel que decide sobre el estado de emergencia Carl Schmitt La monarquía española, heredera directa del franquismo y sus crímenes, es astuta como un jugador del casino de Estoril. Populista y zalamera, devota de los fastos públicos y de las privadas regatas del Bribón por aguas del Mediterráneo, esconde en la bocamanga del […]

Soberano es aquel que decide sobre el estado de emergencia
Carl Schmitt

La monarquía española, heredera directa del franquismo y sus crímenes, es astuta como un jugador del casino de Estoril. Populista y zalamera, devota de los fastos públicos y de las privadas regatas del Bribón por aguas del Mediterráneo, esconde en la bocamanga del uniforme los ases (siempre marcados) y el talento para mostrarlos cuando conviene. Aficionada a las prácticas deportivas -como dicen los cronistas- y todavía bajo los dulces efluvios de la boda entre la nacional y católica dinastía y la dinámica periodista del universo Prisa-Sogecable, faltaba la descendencia. El futuro Borbón está en camino y la continuidad asegurada. Sólo faltaba comunicar la feliz noticia al pueblo soberano eligiendo el día con cierto criterio político.

En Mattahusen y en los demás campos de concentración y exterminio diseminados por la geografía del horror murieron millones de seres humanos. Entre las víctimas de la infamia nazi-alemana, perecieron muchos españoles. Cámaras de gas y torturas, la escalera de Mattahusen, el túnel excavado en Gusen (hoy se cultivan champiñones), Treblinka o Buchenwald. Hace unos días se conmemoró, de forma solemne y con representación de altas instituciones, la liberación de uno de esos lugares terribles cuyo recuerdo permanece en la memoria colectiva de la izquierda. Coincidiendo con ese acto de homenaje a los miles de republicanos asesinados -se ve que para no molestar (sic)- el rey de todos (designado por el invicto caudillo) se fue a ver una publicitaria carrera de coches -entrevistas estúpidas y felicitaciones en directo de los titiriteros de la propaganda incluidas- mientras desde la casa real se anunciaba el esperado embarazo de la nuera.

La melena al viento con un poco de vuelo (antes se decía laca) para disimular el pelo lacio y el joven Borbón, recién casado, recorriendo el territorio de los homenajes, bodas, premios y bautizos. España es una monarquía constitucional (y una fiesta permanente a tenor de la escasa contestación social) sometida a la carta magna que refrenda esta forma primitiva de estado. Franco quiso que así fuera y así es. Nunca se planteó en este país imposible el dilema entre monarquía (en Francia -eran otros tiempos revolucionarios- los pasaron por la guillotina, que no se olvide) y república. Para qué. Las fuerzas de la transición (ay, don Carrillo, cuánto dolor y daño has causado) acordaron no cuestionar los dictados del ejército y de la oligarquía financiera. El rey se instaló, con todos los parabienes, en la Zarzuela. Durante la algarada del 23 de febrero de 1981 apareció -tras largas horas de silencio y extrañas negociaciones- vestido de uniforme con el pijama debajo. El público -en la sociedad espectacular- es de natural agradecido. El rey se consagró como si fuera una estrella de cine. Y hasta hoy.

Rodríguez Zapatero se acercó, con discreción, a Mattahusen. Todo un detalle, dirán sus devotos. Huyó de las históricas banderas tricolores, impuso en la ceremonia una rojigualda de fascista resonancia, paseo su desmayado gesto de galán joven, estrechó al paso algunas manos y desapareció. Su partido, el PSOE de Besteiro y el GAL, el mismo que acató la monarquía, la OTAN y el resto del turbocapitalismo por decir con Luttwak, no da para más. Exigir al chico sería injusto. Sabe sonreír. Sonreír con naturalidad, sin que se note demasiado la impostura, es una de las nuevas virtudes exigidas por la democracia de mercado, por las empresas, por la vida. El rey lo sabe. Quedar bien, sin que se noten los hilos de la marioneta, es su oficio, su segunda piel de cordero. En un día triste y republicano, una día para recordar a los asesinados -tomando la liberación del campo de Mattahusen como pretexto- la casa real anunció -nada es casual- su descendencia. Olía a gasolina y a neumático quemado en el circuito. Olía a gas y a cuerpos calcinados en los corazones de los supervivientes y sus familias. La monarquía, una vez más, se puso al lado de los suyos. Los de siempre. Los mismos que le devolvieron la corona y sus privilegios.