Hace años que poderosos factores políticos, administrativos y técnicos impulsan una continua reforma y reorganización de la Administración. Un cambio bajo el cual late la tendencia a mercantilizar el sector público en beneficio del interés particular y los intentos de lograr la eficiencia a través de técnicas de gestión similares a las que se aplican […]
Hace años que poderosos factores políticos, administrativos y técnicos impulsan una continua reforma y reorganización de la Administración. Un cambio bajo el cual late la tendencia a mercantilizar el sector público en beneficio del interés particular y los intentos de lograr la eficiencia a través de técnicas de gestión similares a las que se aplican en el sector privado.
En ese contexto se acaba de firmar el proyecto de Estatuto del Empleado Público que materializará, tres décadas después, el mandato constitucional de 1978. Un tiempo en el que se han completado transferencias de competencias y empleados públicos a las Comunidades Autónomas, se ha profundizado la integración en la Unión Europea, las administraciones públicas están siendo sujeto de importantes transformaciones y las reestructuraciones internas en cada administración se suceden, sin orden ni concierto aparentes. Son cambios que han multiplicado la burocracia administrativa, a pesar de las mejoras tecnológicas, y generado una realidad confusa respecto de la administración responsable de gestionar cada materia, con el consiguiente «aquí no es» y la procesión del ciudadano de ventanilla en ventanilla, hasta conseguir resolver su problema.
Los empleados públicos somos los primeros que padecemos y denunciamos esta situación y por ello reclamamos una reforma integral de la misma, empezando por nuestras condiciones de trabajo. Sin embargo, el proyecto de Estatuto recién aprobado, mas allá de agrupar la normativa existente y recoger la jurisprudencia mas reciente, no cumple las expectativas creadas, mantiene la actual diferenciación entre personal laboral y funcionarial -sometidos a regímenes jurídicos distintos- y refuerza la tendencia al aumento de la discrecionalidad en las administraciones y a la profundización de las diferencias entre ellas.
Uno de los aspectos destacados del acuerdo es el establecimiento de sistemas «objetivos» que evalúen a los empleados públicos cada año y determinen sus complementos salariales, aunque actualmente ya existe un complemento de productividad que retribuye el especial rendimiento y el interés e iniciativa en el desempeño del trabajo, si bien se aplica arbitrariamente y sólo a los cargos mas altos. Pues bien, la nueva medida parte de considerar a los trabajadores responsables del bajo nivel de productividad y eficacia de las administraciones públicas, a pesar de que todos los expertos en psicología laboral señalan que cuando algo no sale como se esperaba, dentro de un equipo de trabajo, debe ser siempre el «jefe» el que se responsabilice del resultado final, siendo esto mucho mas cierto en una administración totalmente jerarquizada.
Precisamente estas últimas semanas miles de ciudadanos vascos, en su inmensa mayoría pensionistas, han recibido en su domicilio una carta del Departamento de Sanidad comunicando que su tarjeta sanitaria estaba caducada y debían pasarse por su centro de salud para renovarla. Desde sus ambulatorios les han enviado al INSS o a la Tesorería Territorial de la Seguridad Social, cuyos servicios se han colapsado, para solicitar un documento que acredite que siguen siendo pensionistas, dato que ya tiene el Departamento de Sanidad al estar directamente conectado con las bases de datos de la Seguridad Social. Lógicamente, el enfado se proyecta en el empleado público, de Osakidetza, del INSS o del Gobierno Vasco, que nos limitamos, lo mejor que podemos, a cumplir las instrucciones que se nos dan.
El problema, especialmente en nuestras administraciones, es que una parte importante de los «jefes» están designados digitalmente, directamente en los niveles altos, por pertenecer o simpatizar con los partidos gobernantes, o bien indirectamente entre quienes se adaptan a los que han sido designados a dedo. Por eso, la introducción en el Estatuto del Empleado Público de la figura del personal directivo, cuyas condiciones de empleo se excluyen de la negociación colectiva, o del personal eventual, en funciones de confianza o asesoramiento especial, agravarán el clientelísmo político actualmente existente. Habría que añadir el procedimiento de libre designación como sistema ordinario de provisión de puestos, que incluirá los de mayor importancia y jerarquía, y el concurso, en los demás puestos, que permite una prefiguración del candidato a través de los méritos, adaptados a la persona que se desea elegir.
En una reciente encuesta realizada entre funcionarios un 89% contestó que «consideraría positivamente un sistema que realmente retribuyera el rendimiento y la calidad del trabajo realizado». Sin embargo, ese sistema no existe en la actualidad y el hecho de que cada administración pública pueda configurar su propio mecanismo de evaluación conducirá indefectiblemente a agravar la discriminación salarial y laboral actualmente existente entre personas que hacen un mismo trabajo. Dado que ya hay experiencias en Europa, con el sistema REC (Rapport d’Evaluation de carrière), o en nuestro país en el ámbito universitario, podemos añadir el aumento de papeleo, encuestas a rellenar, baremos poco claros, lucha anual entre compañeros para demostrar que eres mejor que el de al lado, culpabilidad de los que no consigan superar la evaluación y aumento de la burocracia para establecer criterios o para evaluar. Respecto del requisito de negociar el nuevo sistema con los agentes sindicales sólo hay que ver lo que hace actualmente el Gobierno Vasco imponiendo sus modificaciones en base a la potestad organizativa de la administración o a la legitimación que le proporciona un único sindicato cuya representación no llega al 20% de la plantilla.
Siendo la mayor virtualidad del Estatuto del Empleado Público su propia existencia, y siendo cierto que mejora los contenidos de la negociación colectiva, amplía el ámbito de aplicación o facilita la movilidad entre administraciones, no es menos cierto que mantiene la prohibición de acordar incrementos retributivos superiores a los fijados en la LPGE, lo que implica falta de validez de las cláusulas de los convenios colectivos y de todos los acuerdos que los superen, y no recoge la cláusula de revisión salarial. Tampoco reconoce la jubilación voluntaria establecida en el sistema general de la seguridad social, manteniendo los agravios con la normativa reguladora del personal laboral, Muface y otros colectivos, excluye como materia de negociación colectiva los sistemas, criterios, órganos y procedimientos de acceso al empleo público y la promoción profesional, establece la movilidad geográfica sin límites por razones de servicio, y excluye a las organizaciones sindicales de los procesos selectivos. Respecto de la disposición transitoria relativa a reducir la temporalidad basta recordar que los sindicatos pactaron esta reducción en 2000 con el Gobierno del PP, volvieron a pactar la misma reducción en 2004 con el Gobierno Socialista y acuerdan ahora una nueva declaración de intenciones frente a una precariedad absolutamente injustificable que exige hechos y no palabras.
El nuevo Estatuto de la Función pública nacerá con un importante déficit democrático si no se impulsa el debate entre los afectados antes de su conversión en Ley, y no mejorarán los servicios prestados a los ciudadanos si no se consideran sus necesidades, se diseña una organización pública mas participativa, se amplían las partidas presupuestarias y se mejoran las condiciones de trabajo de los empleados públicos.