La contaminación lumínica, menos conocida que la contaminación atmosférica o la del agua, es el nombre que recibe el fenómeno producido por el resplandor del cielo nocturno. La luz artificial emitida por el alumbrado público o los anuncios publicitarios que se proyectan hacia el cielo se reflejan en las partículas de polvo, de humo o […]
La contaminación lumínica, menos conocida que la contaminación atmosférica o la del agua, es el nombre que recibe el fenómeno producido por el resplandor del cielo nocturno. La luz artificial emitida por el alumbrado público o los anuncios publicitarios que se proyectan hacia el cielo se reflejan en las partículas de polvo, de humo o en la humedad ambiental y provocan el halo luminoso que rodea a las ciudades. El halo puede elevarse hasta 20 km por encima de la ciudad, como sucede en Madrid.
Además de suponer una agresión contra el paisaje nocturno, la contaminación lumínica tiene efectos nocivos sobre la naturaleza. Al igual que necesitan de la luz para realizar la fotosíntesis, las plantas precisan de las horas de oscuridad para la absorción de CO2. Las especies vegetales ajustan todos sus procesos biológicos a la cantidad de horas de luz que reciben, de tal forma que florecen cuando los días comienzan a alargarse y pierden sus hojas cuando se acortan. En el caso de los animales, la contaminación lumínica altera sus conductas. Deslumbra a las aves nocturnas y reduce el área donde pueden cazar los depredadores, y también altera el ciclo del plancton en las costas habitadas.
Las personas también se ven afectadas por la luz nocturna. En muchas ocasiones, la luz artificial se introduce en las viviendas a través de las ventanas y molesta a los vecinos. Esto puede obligar a cerrar las persianas incluso durante el verano, lo que a su vez provoca insomnio en la mayoría de los casos, y éste nerviosismo y cansancio.
A menudo se asocia la visibilidad con la cantidad de luz, cuando lo que cuenta es su distribución. Por ejemplo, los tramos de carretera iluminados se consideran más seguros cuando muchas veces es al revés. Por un lado, debido al deslumbramiento directo en el que la luz incide sobre el ojo. Por otro, el derivado de pasar de un tramo oscuro a uno iluminado de golpe, sin tener en cuenta que el ojo tarda en habituarse a estos cambios. Además, los conductores tienden a correr más en los tramos iluminados, lo que incrementa otros riesgos.
Existe también un problema de sobreconsumo, que va asociado con otro tipo de agresiones al medioambiente. La proyección de luz al cielo urbano es consecuencia de un mal diseño del alumbrado público. Las farolas, los postes luminosos y los letreros de neón son a menudo diseñados conforme a parámetros estéticos más que funcionales. Las farolas de tipo globo, por ejemplo, dirigen sólo el 50% de su luz hacia el suelo, cuando ésta es su función fundamental. La mitad restante es dispersada en dirección al cielo de forma inútil. Un estudio de la Unión Astronómica Internacional (IAU, en sus siglas en inglés) indica que Londres derrocha 3 millones de dólares anuales por emisión de luz hacia el cielo. Los rascacielos de Nueva York suponen un gasto de 14 millones de dólares al año.
Esta situación puede evitarse o reducirse al mínimo. Se estima que con una planificación adecuada de la iluminación podría reducirse el consumo en un 50%. En primer lugar, con focos y farolas provistos de pantallas, que direccionen la luz hacia donde es necesaria en lugar de dispersarla en todas direcciones. También están disponibles muchas fuentes lumínicas nuevas que generan más luz por unidad de energía. Las bombillas de vapor sodio son las preferidas por los defensores de los cielos nocturnos.
Este ahorro, además de económico y energético, contribuiría a reducir la contaminación atmosférica y a reducir las emisiones de CO2. No se trata de eliminar la iluminación nocturna y dejarlo todo a oscuras, ya que por muchos motivos, como la seguridad ciudadana, la luz es muy útil. Se trata de usar menos luz para iluminar mejor.
Laura Blanco
Centro de Colaboraciones Solidarias
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