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Mi experiencia personal de la ocupación israelí

Fuentes: Palestine for Peace and Democracy

Traducido para Rebelión por Sinfo Fernández

Este es el relato de Khalid Amayreh sobre el devenir de su vida bajo la «ocupación militar deshumanizadora» de Israel. La historia de Khalid es horrenda ya que, en sus propias palabras, la ocupación no supone más que «miseria perpetua, suplicio, persecución, esclavitud y deshumanización». Su frustración es tal que no puede acabar de transmitirnos «toda la extensión del mal interminable».

He llegado a admirar a Khalid por su valor, su franqueza y su inquebrantable dedicación en busca de justicia para los palestinos. Desde luego, la historia de Khalid es una de tantas: la periodista Laila El-Haddad escribió recientemente que todos y cada uno de los residentes en Gaza tienen una historia que contar.

Khalid es de Dura, un pueblo cerca de Hebrón. Escribe para Al-Ahram y Al Jazira.

Su historia es la siguiente:

«Cuando Israel ocupó Cisjordania en 1967, yo tenía nueve años. Eso significa que durante los últimos 34 años he estado «viviendo» en la «era de Israel» o, por decirlo más exactamente, bajo la ocupación militar deshumanizadora de Israel.

Tres años antes de que yo naciera, tres de mis cuatro tíos paternos, Husein, de 27 años, Mahmud, de 25 y Yosef, de 23, fueron asesinados por soldados israelíes. Eran simples pastores que estaban apacentando sus rebaños cerca del pueblo de Al Burg, próximo a la denominada línea del armisticio [1], a 20 kms al suroeste de la ciudad cisjordana de Hebrón. Además de mis tres tíos, otros tres familiares, incluida una mujer, fueron asimismo asesinados.

De hecho, los israelíes no sólo mataron a tres hombres de mi familia sino que también confiscaron las 300 ovejas de las que dependía fundamentalmente nuestro sustento. Este desastre nos condenó a una vida de miseria y pobreza durante muchos años. Así, mi familia tuvo que vivir en una cueva durante 22 años. La miseria, el sufrimiento, la pobreza más abyecta inundaron todos los aspectos de nuestra vida. Hasta el día de hoy, el gobierno israelí ni ha admitido su culpa por el crimen ni nos ha compensado por el robo de todas nuestras propiedades. Desde luego, nuestras pérdidas no se limitaron a los tres tíos asesinados en un solo día y a las 300 ovejas arrebatadas por el gobierno israelí. Nos habían quitado mucho más seis años antes, en 1948: nuestra tierra en al-Za’ak, Um Hartain, nuestra casa, todo.

Bajo el gobierno jordano, lo único de lo que se preocuparon las autoridades jordanas fue de que fuéramos leales el rey y a su familia. Si tenías contactos con el Rey o su Mujabarat (aparato de inteligencia) ya lo tenías todo conseguido. Gritar «Ya’ish Jalalat al Malik» (¡larga vida al rey!), te daba un certificado automático de buena conducta. No es de extrañar, era un régimen corrupto basado en la adulación, en el favoritismo, en el nepotismo, en el soborno y en la corrupción. El Rey era la ley, y la ley no existía.

En realidad, el régimen jordano no realizó nunca esfuerzos genuinos ni preparativos para rechazar la posible violencia de Israel. La prioridad más inmediata para el régimen jordano parecía ser la de asegurar que los palestinos no tuvieran armas de fuego. Si encontraban a un palestino con un cartucho de bala entre sus pertenencias podía ser condenado a seis meses de prisión. Como los israelíes harían más tarde, los jordanos reclutaron al «majatir» (clan de notables) para que les informaran de todos los gestos de oposición o descontento que aparecieran hacia el gobierno del rey en sus zonas respectivas. Ese amiguismo y estructura estatal policial dieron lugar a un aumento más grave aún de la corrupción. Los palestinos de mentalidad libre que insistían en manifestar su conciencia eran arrojados a la tristemente célebre prisión de El-Jafer, al este del Jordán, donde eran a menudo torturados hasta morir. Sé de al menos una persona de mi ciudad, Dura, que fue torturada hasta la muerte por sus ideas políticas.

Así pues, tuvimos que soportar dos losas, el despotismo y la represión del régimen jordano y los frecuentes ataques de Israel a través de la frontera. No podré olvidar nunca los Mirages israelíes volando sobre mi cabeza en 1966, mientras arrojaban sus bombas de napalm sobre los civiles del pueblo de El-Sammu.

En 1967, yo tenía diez años. Puedo recordar el momento en que se nos dijo que alzáramos banderas blancas cuando el ejército israelí rodeaba nuestro pueblo, Jarsa, al oeste de Hebrón. Nos dijeron que nos dispararían y nos matarían si no hacíamos ondear alto banderas blancas. Los soldados jordanos nos abandonaron a nuestra suerte y se dirigieron hacia el este, algunos de ellos disfrazados con trajes tradicionales femeninos.

Al principio, los israelíes lanzaron lo que uno podría denominar campaña de seducción. Algunas personas empezaron, prematuramente, a hacer comentarios positivos sobre los israelíes del estilo de «Oh, ¡son mejores que los jordanos, son civilizados!» Pero ese sentimiento era prematuro y no duró mucho, ya que el ejército ocupante empezó a adoptar medidas severas contra nosotros. Al poco tiempo, los israelíes se pusieron a confiscar la tierra y a construir asentamientos. También demolían las casas como represalia a los ataques de la guerrilla. En nuestra cultura, si quieres desearle una desgracia grave a alguien, dices «Yijrib Beitak», ¡ojalá que tu casa sea destruida!

Los israelíes procuraron sacar ventaja de este débil eslabón en nuestra psicología social. Demolieron miles de casas. Las demoliciones no se han interrumpido nunca. La demolición de un hogar deja profundas cicatrices psicológicas en los recuerdos y en los corazones de la gente.

Los niños volvían del colegio sólo para ver cómo sus hogares eran destruidos por bulldozer conducidos por soldados que llevaban cascos en los que aparecía la Estrella de David. Esa Estrella de David, de la que se nos dijo que en su origen era un símbolo religioso, representó para nosotros odio y desgracia. No podría imaginar un símbolo más odioso, ni siquiera ahora.

Fobias, stress profundo, neurosis y depresión poblaban los desórdenes psicológicos que sufrirían los niños cuyas casas habían sido demolidas.

Cuando tenía once años, presencié personalmente varias demoliciones. La operación solía comenzar declarando zona militar cerrada al pueblo donde se localizaba la casa sentenciada. Entonces, se les ordenaba a todos los hombres de edades comprendidas entre los 14 a 70 años que se reunieran en el patio del colegio local, con las cabezas agachadas. Muy a menudo los soldados disparaban por encima de las cabezas de la gente para mantenerles aterrorizados. El civismo brillaba siempre por su ausencia y, en aquellos días, no había Al Jazira alguna ni CNN para cubrir los vergonzosos actos de Israel, por eso se sentían en completa libertad para hacer lo que les viniera en gana.

Entonces, el oficial que estaba al mando concedía a la familia sentenciada media hora para reunir todas sus pertenencias en el exterior de la casa. (Actualmente, no dan ni cinco minutos).

La escena de adolescentes consolando a niños más pequeños es devastadora. Las angustiadas amas de casa luchaban por sacar sus utensilios y cualquier exiguo electrodoméstico para que no se lo aplastaran. Los niños corrían a coger su juguete favorito, o alguna foto ampliada de su difunto abuelo, antes de que fuera demasiado tarde. Entonces el oficial al mando gritaba «¡adelante!» y la casa se convertía en escombros.

Más tarde, la Cruz Roja les llevaba una tienda de campaña, como refugio temporal, o la atormentada familia sencillamente levantaba una especie de cercado y dormía bajo los árboles en compañía de las estrellas. Estas son imágenes indelebles de miseria, del desagradable testimonio de la barbarie de estilo nazi de Israel.

Al haber nacido en una familia tan pobre, comencé a trabajar como albañil en Beir Shiva cuando tenía catorce años y después como ayudante de escayolista (Mayish). Pude aprender hebreo y también el dialecto marroquí que hablan muchos judíos emigrados del Norte de Africa. Al igual que los palestinos, la mayoría de los judíos marroquíes trabajaban en la construcción. Algunos también eran barrenderos.

En ciertas ocasiones, la gente para la que trabajaba no me pagaba mi salario. Trabajé para famosas empresas de la construcción tales como Rasco, Solel Bonei, Hevrat Ovdein. Todavía conservo mi vieja tarjeta israelí de trabajo.

Éramos continuamente humillados al llegar a los controles y bloqueos de carretera israelíes en las intersecciones de A’rad, en el camino a Beir Shiva. Un oficial judío podía golpear salvajemente a cualquiera de nosotros sin una razón convincente. Hice entonces muchos amigos judíos, pero la barrera psicológica permanecía intacta. Me relacioné con algunos judíos tunecinos y marroquíes en Arad, Beir Shiva y Dimona.

En 1974, tomé parte en las manifestaciones en Dura contra la ocupación (entonces yo era estudiante de instituto). Los soldados me arrinconaron en una de las estrechas calles de la pequeña ciudad y me estuvieron golpeando en la cabeza como bestias con las culatas de sus rifles. Me dejaron casi muerto. Les odié, porque yo nunca supuse una amenaza para sus vidas. No mostraron humanidad yo sólo estaba gritando «Falastin Arabiyya» «¡Palestina es árabe!».

En 1975, una vez que superé el examen para obtener el diploma de enseñanza secundaria, regresé a las obras en construcción en Beir Shiva. Mi familia era demasiado pobre para enviarme a la universidad. Allí trabajé para un constructor llamado Shimon, un judío tunecino. Era un trabajo duro y hacía mucho calor, pero me las arreglé para ahorrar el dinero suficiente para poder viajar a Ammán. Allí pude conseguir un visado como estudiante de la embajada de EEUU.

En julio de 1976, viajé a EEUU con tan sólo 200 dólares USA en el bolsillo. Allí estudié en el Seminole and Oscar Rose Junior Collage en Oklahoma, después fui a la Universidad de Oklahoma, en Norman, donde conseguí una licenciatura en periodismo. Más tarde, en 1982, obtuve un master de la Universidad del Sur de Illinois, en Carbondale. Realmente, quería ser ingeniero, pero al ver cómo los sionistas convertían lo negro en blanco y la gran mentira en «verdad» glorificada por millones, decidí cambiar y estudiar periodismo.

Empecé a escribir cartas al director, cartas que provocaban contestaciones nerviosas y llenas de rabia de los estudiantes sionistas del campus. Después, los sionistas empezaron a amenazarme y a utilizar otras tácticas intimidatorias. A mí, un superviviente de la pobreza, de la miseria y de la violencia, sus amenazas me importaban un bledo. Continúe creándoles un montón de dolores de cabeza hasta el último día que pasé en EEUU.

En ese país, fui muy activo en el movimiento estudiantil del campus. Tenía ambivalencias respecto al país. Por una parte, estaba impresionado por la democracia y libertad de expresión, por la otra, me sentía frustrado por el vergonzoso apoyo que EEUU prestaba a las políticas opresoras de Israel. Ese sentimiento aún sigue muy vivo en mí. Sólo han aumentado la frustración y la indignación.

Se pueden encontrar mis cartas al director en periódicos tales como «The Oklahoma Daily» y «The Daily Egyptians«, con el nombre de Jalid Suleiman. A veces utilizaba otros seudónimos para eludir a los sionistas. En 1983, regresé a Cisjordania.

No obstante, hay una pequeña historia que me sucedió en el camino de regreso a Hebrón. Viajé de Estambul a El Cairo y pensé que iría directamente al aeropuerto Ben Gurion (sin tener que pasar primero por Ammán, como ocurría antes) y después en coche hasta Cisjordania. El oficial de EL AL del aeropuerto de El Cairo me aseguró que todo iría bien y que podría viajar a Hebrón sin contratiempos. No fue precisamente así.

Cuando aterrizamos en Ben Gurion, me arrestaron de inmediato. El Shin Beth [2] estuvo interrogándome durante cinco horas acerca de los estudios realizados en EEUU, de las asociaciones en las que me había afiliado, etc… Después, se me dijo que el ministro del interior de aquella época, Yosef Burg (padre del actual portavoz de la Knesset Abrahm Burg) había emitido una orden prohibiendo mi entrada en el país (en mi país). La orden afirmaba que debería ser deportado de vuelta a Egipto en 24 horas.

Para acabar de complicar las cosas, la policía me confiscó la documentación, incluido el vital «permiso de trabajo» verde concedido por el gobierno militar israelí y renovado por el consulado de Israel en Dallas. Sin el permiso, ya no podría regresar a Hebrón. ¿Acaso Burg quería desterrarme de mi país para siempre como había hecho con millones de palestinos?

Eran casi las 19,00 horas y el soldado me llevó a los viejos cuarteles británicos donde me dijeron que debía permanecer hasta la mañana siguiente. Tres mujeres soldado se mantuvieron cerca de mí y estuvieron haciendo toda suerte de burlas sobre mi persona. Aparentemente, no desconocían que sabía el hebreo. Me dieron una naranja; no la comí.

A la mañana siguiente, los oficiales del aeropuerto me obligaron a meterme en un avión de AIR SINAI y, en dos horas, me encontré de nuevo en El Cairo.

Allí, como si fuera un secuestrador profesional, me deslicé en la oficina de la ROYAL JORDANIAN AIRWAYS, convencido de que si había algún empleado palestino me permitiría quedarme. Así fue. En el trayecto de Ammán a El Cairo, me sentí asfixiado por la angustia. En el aeropuerto Ben Gurion, las autoridades israelíes habían estampado su sello en mi pasaporte jordano, lo que significaba que los jordanos averiguarían que había estado en Tel Aviv y lo más probable es que me metieran en la cárcel por «tratos con el enemigo».

Afortunadamente, en el aeropuerto internacional de Ammán, el oficial que controlaba los pasaportes jordanos estaba tan desbordado que no se paró a examinar los sellos de mi pasaporte. Menos mal.

Entonces me encontré teniendo que enfrentar el problema de mi permiso de viaje confiscado. Tenía que actuar con inteligencia, de otra forma pasaría a convertirme en refugiado el resto de mi vida.

Por eso, fui a la oficina principal de la Cruz Roja en Ammán y les dije que había perdido mi permiso de viaje israelí en Nueva York. (Una buena mentira). Bien, la Cruz Roja me entregó un documento VIP especial en lugar del que habían confiscado los israelíes. Entonces, me dirigí hacia el oeste por el Puente Allenby. Allí, por fortuna, fui admitido con bastante respeto, sin que los israelíes se preocuparan, aparentemente, de lo que me había ocurrido 48 horas antes en el Aeropuerto Ben Gurion.

En 1984, empecé mi carrera periodística. Poco a poco, los israelíes se hartarían de mis ideas y escritos. Entonces la mujabarat (Shabak) [3] empezó a convocarme con una frecuencia de una vez al mes. Me pedían que me convirtiera en colaborador. Yo les decía «¿pensáis que alguien como yo puede llegar a ser un colaborador?»

La forma en que el Shabak (Shin Beth) trató de convencerme fue dejándome claro que el estado israelí clasificaba a los palestinos en dos categorías: colaboradores y terroristas, sin ninguna otra categoría más en medio.

El lugar donde tenía lugar el interrogatorio estaba atestado de palestinos que estaban siendo torturados. Estuve oyendo gritar a la gente. Conocía personalmente al menos a seis personas que murieron torturadas en un año. Uno de ellos, Abdul Samad Herezat, era amigo personal mío. Murió como resultado de la «técnica de las sacudidas».

Los israelíes utilizaban una gran variedad de métodos de tortura contra los presos palestinos que incluían la capucha, los golpes salvajes, las descargas eléctricas, la privación de sueño, la asfixia y otras muchas formas de presión física y psicológica. Había médicos israelíes colaborando en la ejecución de las torturas. Algunas veces, traían a la mujer o la hermana de un preso y amenazaban con violarla delante de él. No llegaban a violar a la mujer, sólo la amenaza de hacerlo bastaba para extraer cualquier confesión del reo. Durante la primera intifada (1987-93), el ejército israelí utilizó realmente tácticas de castigo colectivo contra toda la población. Confinarían a la gente dentro de sus hogares durante 30 días consecutivos y si alguien se aventuraba a salir fuera, le disparaban hasta matarle.

Era como vivir en una especie de estado de hibernación, y mucha gente enferma sucumbía a las enfermedades, ya que tenían prohibido salir de sus hogares [4]. En Hebrón, el toque de queda duró tres meses tras la masacre de la Mezquita Ibrahimi en 1994. Estuvieron durante 90 días habitando en el infierno.

Recuerdo que en marzo de 1994, el presidente israelí Ezer Weisman visitó Hebrón para ofrecer sus condolencias a los palestinos. Mi director me pidió que cubriera la visita, lo que requería solicitar un permiso de trabajo en el campo militar Adorayem para poder desplazarme los 10 kilómetros de distancia que había hasta Hebrón. Me quedé atónito cuando el oficial al mando me dijo «Lo siento, no puedes ir». Yo repliqué: «Pero hay muchos periodistas allí». Entonces dijo: «Sí, hay periodistas judíos y tu no eres judío».

Anteriormente, el oficial israelí de la Shabak había cerrado mi oficina de prensa Al Qods, ubicada en el centro de Hebrón, e instruyó a todos los periódicos árabes en Cisjordania para que no publicaran mis artículos. Es más, mi fax fue confiscado y no permitieron que me pusieran línea telefónica. Imagine, sólo pude conseguir línea telefónica en 1995 tras la instauración de la Autoridad Palestina.

En la actualidad, estoy confinado en mi hogar en Dura, cerca de Hebrón. No puedo viajar fuera, no puedo salir al extranjero y no puedo siquiera desplazarme al pueblo más cercano. El Shin Beth israelí controla nuestras vidas. Hoy mismo, un oficial del Shin Beth, el capitán Eitan, me llamó y me preguntó acerca de las últimas medidas enérgicas que la Autoridad Palestina había adoptado con Hamas. El mensaje que me querían hacer llegar era «Te estamos vigilando».

En resumen, la ocupación israelí no es más que miseria perpetua, suplicio, persecución, esclavitud y deshumanización. Me siento frustrado porque, aunque quisiera, no puedo expresar toda la extensión de esta lacra inacabable.

Texto original en inglés:

http://www.p4pd.org/lifestories1.html

N. de T.:

[1] En 1949 se concluyeron los acuerdos de armisticio entre Israel y los países árabes con la mediación de Naciones Unidas, fijándose de esta manera la línea de demarcación o armisticio, denominada «Línea Verde», debido al color con que se trazó en los mapas. Según los acuerdos alcanzados «ningún elemento de las fuerzas militares o paramilitares de ninguna de las partes… cruzará o atravesará, por ningún motivo, las líneas de demarcación del armisticio…». Durante la «guerra de los seis días» en 1967, fuerzas militares israelíes ocuparían los territorios situados entre la «Línea Verde» y la antigua frontera oriental de Palestina bajo Mandato Británico antes del Plan de Partición, reforzando así Israel su condición de Potencia ocupante.

[2] [3] Shin Beth o Shabak: es el servicio israelí encargado de la contra-inteligencia y de la seguridad interna, del que se cree tiene tres departamentos operativos y cinco de apoyo. Mujabarat es el término árabe para designar a la policía secreta.

[4] En septiembre de 1988, se fue testigo de las condiciones del confinamiento en Cisjordania, donde había lugares en que sus habitantes no sólo tenían prohibido el movimiento, también el mero hecho de asomarse a una ventana. Cuando se penetraba en un pueblo en un vehículo de la UNRWA, la única organización autorizada a entrar, si bien con bastantes restricciones en aquella época, tan sólo se podía atisbar algún leve movimiento de cortinas en alguna ventana, nada más que pudiera indicar que había vida en el lugar. Cuando la situación se prolongaba demasiado, las familias palestinas se veían obligadas a partir y quemar algún mueble para poder disponer de combustible en la cocina… Otro castigo colectivo consistía en mantener a todos los hombres del pueblo en cuclillas en la plaza durante las horas de sol más fuertes del día…