En el Líbano, país que acoge a 150.000 refugiados sirios y a otros 150.000 trabajadores de esa nacionalidad que no pueden regresar al país en guerra, la crisis que implica la presencia masiva de desplazados es de consecuencias imprevisibles. El Gobierno de Beirut, en manos de la coalición pro-siria del 8 de Marzo, niega oficialmente […]
En el Líbano, país que acoge a 150.000 refugiados sirios y a otros 150.000 trabajadores de esa nacionalidad que no pueden regresar al país en guerra, la crisis que implica la presencia masiva de desplazados es de consecuencias imprevisibles. El Gobierno de Beirut, en manos de la coalición pro-siria del 8 de Marzo, niega oficialmente la condición de refugiados de la comunidad que huye de Siria -por razones políticas, dado que Damasco tampoco admite que salgan refugiados, y también por motivos económicos, dado que así se ahorra la preparación de campos de refugiados- y está siendo la solidaridad individual de los libaneses la que salva a la mayoría de los huídos de la miseria más absoluta.
Pero 20 meses después del inicio de la revolución que degeneró en conflicto civil, la buena voluntad de los libaneses ya no da más de sí. En la mayor parte de las viviendas de Akkar y Bekaa se acoge a familias sirias -en muchos casos, a varias familias-; todos los pisos que podían haber sido alquilados -a precios muy superiores de lo habitual- han sido rentados por sirios, y el espacio físico del pequeño país del Cedro no da para más. Y lo peor está aún por llegar. El ataque contra el campo de refugiados palestino de Yarmuk, cerca de Damasco, implicó una entrada masiva de palestinos sirios en Líbano que ha suscitado los peores sentimientos entre parte de la población, que mantiene viva en la memoria las exacciones de las milicias palestinas en tierra libanesa durante una guerra civil de 15 años en la que todos los bandos cometieron crímenes bárbaros. El pánico ha llegado a la clase política, que ha insinuado que se deberían cerrar las fronteras (y los ojos) al drama sirio.
Las previsiones de la ONU advierten que, de seguir el actual ritmo, se podría llegar a 300.000 refugiados el próximo verano. La carga económica ya es imposible de asumir por las familias libanesas, y la carga política de llevar el conflicto a cada hogar, empujando a un país de por sí enormemente inestable y dividido hacia más sectarismo, suena a suicidio. El Gobierno estudia ahora un plan nacional para acometer la llegada masiva de sirios, que podría incluir campos de refugiados, aunque lo condiciona a que la comunidad internacional le entregue los fondos. En cualquier caso, ya es demasiado tarde. Son centenares las familias que, sin ahorros para permitirse un alquiler y sin familiares o amigos que les acojan en sus viviendas, se han visto obligadas a buscar toldos plásticos y troncos de madera con los que erigir tiendas de campaña -en solares que en ocasiones deben alquilar- para que sus familias tengan un techo: una forma de improvisar los campos que las autoridades no quieren crear.
Un buen ejemplo es la familia de Fayad, temporero de 49 años con esposa y 11 niños a su cargo. Su vivienda, por llamarlo de alguna forma, está compuesta por maderos desiguales, sacos abiertos y plásticos comunes que pretenden proteger a la familia de las bajas temperaturas. Cuando se abre el plástico que hace las veces de puerta, el olor a madera ardiendo y la ausencia de ventilación hacen temer enfermedades respiratorias. «Vinimos en autobús, con lo puesto, pensábamos que podríamos volver en unos días cuando hubiésemos hecho algo de dinero porque en Siria ya no hay trabajo. Pero la temporada se acabó y no podemos regresar por la guerra», dice el hombre mientras blande unos alicates con los que intenta improvisar una instalación eléctrica potencialmente peligrosa.
Ahora, para comprar comida, padres e hijos recogen plásticos, maderas y metales para venderlos al peso. Las ropas de los críos están raídas y son claramente insuficientes para el gélido invierno de las montañas. El tour por la estancia es rápido y desolador: ha sido dividida, con plásticos, en tres habitaciones: una para los padres, otra para el mini ejército de niños y una sala que hace las veces de cocina y sala de estar. No hay alfombras, y sólo se ven algunos colchones y mantas como toda decoración. En el exterior, entre un mar de barro y agua, un camino de piedras dirigen hacia la única letrina, compartida con los residentes de la decena de tiendas similares que se concentran en el solar.
En el caso de Mohamed abu Rami, padre de tres hijos, llegó hace un mes y medio desde la provincia de Damasco huyendo de la guerra. Su madre, sus dos hermanos y dos hermanas terminarían uniéndose a él con sus respectivas familias cerca del puesto fronterizo de Masnaa, y ahora la familia vive en siete tiendas de campaña cedidas por «un empresario sirio establecido aquí» y en condiciones extremas de vida. En todo el campamento ilegal disponen de una sola estufa, alimentada por gasóleo, un coste que entre todos pagan ya que la estancia sirve no sólo de dormitorio para dos de las familias, sino también de sala central para todos y, en especial, para los dos bebés: Mouaz, de 57 días, y Raed, de 42 días. «Mi hermana dio a luz en la calle, bajo las estrellas», dice Abu Rami mientras la interpelada, Azhar, de 23 años, asiente con vigor. «Mi esposa y mi tía la asistieron en el parto».
Fueron los peores momentos de su llegada al Líbano, cuando no tenían donde dormir. «Encontramos un trozo de pancarta plástica y la instalé como pude haciendo un techado», dice Abu Rami. En el exterior de la tienda, una lluvia torrencial golpea la tela filtrando agua. «Fue entonces cuando nos vio ese hombre sirio rico y nos ayudó para guarecernos». «Ya no hay disponibilidad de casas ni habitaciones, incluso si puedes pagarlo«, interviene Jamal abu Hiba, uno de sus hermanos, llegado sólo hace 10 días junto a su mujer y su hija. «El Gobierno libanés no nos quiere aquí», añade. La familia, como todas las establecidas en tiendas de campaña, carece de electricidad, de agua potable -disponen barreños en la entrada para recoger el agua de lluvia- y de gas para cocinar. «Estamos cocinando con leña», explican. «Nuestra casa ha quedado destruida por los bombardeos, aquí no hay campos de refugiados… ¿A dónde se supone que debemos ir?», inquiere el otro hermano, Ayman abu Yusef, en cuyo rostro se puede leer la más absoluta desolación. «Pensamos en volver día y noche, esto es una humillación que nos está costando la salud. Mis hijos van a enfermar este invierno», se lamenta. Las dificultades hacen que muchos se planteen regresar a lo que ha quedado de sus casas, en la convulsa Siria. «Cuando fui al hospital a dar a luz, ni siquiera me recibieron», dice entre dientes Azhar. «Si voy a morir de todas formas, prefiero hacerlo en mi país».
Fuente original: http://www.cuartopoder.es/elfarodeoriente/mi-hermana-dio-a-luz-en-la-calle-bajo-las-estrellas/3830