Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández
Estas líneas van dedicadas a todos los padres palestinos en el exilio y a la larga estela de olivos que han ido plantando por todo el planeta.
Hace pocos días, mi padre me envió un correo con una foto de mi madre y de él orgullosamente situados junto a mi más reciente hermano: un joven olivo que han plantado en su jardín de Queensland, Australia. A la vista de esa foto, me emocioné mucho más de lo que pudiera expresar pensando en mi hermosa Palestina.
Para muchos palestinos de mi generación, que han crecido en la Diáspora, Palestina es algo más que un paisaje, piedras antiguas y lugares sagrados sobre los que tanto se ha escrito, aunque la mayoría de los que estamos fuera nunca los hemos visto. Por más que intentemos imaginar la magnificencia de los huertos de naranjos de nuestros ancestros, o el embrujo del aroma de las flores de jazmín perviviendo a lo largo de la noche, sabemos que nos han amputado de ese mundo. Sabemos que nos tenemos que limitar a escuchar con empatía cómo nuestros familiares nos cuentan los sentimientos que a uno le invaden cuando se encuentra frente al mar de Gaza, o al pasear por las viejas callejas de Jerusalén, porque nunca podremos realmente disfrutar en profundidad de esas experiencias. Y mientras leemos con ansia las obras de aclamados poetas y maestros de todo el mundo confesando su eterno amor por esa tierra, a muchos de nosotros, los que estamos fuera y lejos, que hemos nacido y crecido en los suburbios de Canadá, Australia, Estados Unidos y tantos otros lugares, nos resultaría harto difícil profesar amor a un trozo físico de tierra en el que nunca hemos puesto un pie. Pero hay un innegable engarce en nuestras mentes, en nuestros corazones y en nuestros hogares.
Cuando a mis padres les desarraigaron de Gaza, nos cogieron a mis hermanos y a mí en un viaje que les llevó desde los campos de refugiados, a través del Golfo Arábigo, hasta Australia. Fuimos creciendo en docenas de casas, moviéndonos siempre de una contradicción a otra, de una cultura a otra, de una vida a otra y de una lengua a otra. Pero a través del viaje de nuestra vida, supimos más allá de cualquier duda quiénes éramos y de dónde procedíamos. Supimos que éramos distintos. Que era difícil contar nuestra historia y que los programas escolares nos suponían un especial desafío. Como muchos otros en la Diáspora, tuvimos que explicar a profesores y compañeros de dónde éramos y por qué el nombre de nuestro país no aparecía en sus mapas. Llegamos a ser expertos en reconciliar los mundos y las identidades que nos habitan; sintiendo el peso de la opresión en países y lugares que nos ofrecían ciudadanía y libertad; viajando con facilidad con nuestros pasaportes occidentales, aunque recordando siempre a nuestros parientes y bienamados bajo asedio, bajo toque de queda, detrás de los controles y bajo la ocupación. Apreciamos nuestras libertades civiles en la forma que sólo pueden hacerlo quienes han sido despojados de sus derechos humanos. Nosotros, la generación nacida y crecida en el exilio, empezamos a ver el mundo de forma diferente y como consecuencia ahora valoramos nuestra identidad de un modo realmente único.
Mi padre nos dice siempre: «Ser palestino significa que debes hablar con la verdad frente al poder y que nunca debes renunciar a ella». Siempre estaba enseñándonos algo a través de su poesía y sus historias sobre ser buenos ciudadanos del mundo, identificándonos con los oprimidos y representando a quienes no tienen ningún derecho. Nos traía a casa docenas de películas, incluidas Gandhi y Grita Libertad y nos hacía sentarnos para ver la serie de Raíces, discutiendo después sobre las películas y sus historias. No importaba si era sobre abolir la esclavitud, el apartheid en Sudáfrica o la desobediencia civil no violenta en la India, el mensaje era siempre el mismo: Palestina no es una batalla, es la historia de la épica humana contada una y otra vez de cómo los oprimidos se alzan contra los opresores. «Para comprender nuestra historia, debemos comprender la vieja batalla humana por la libertad». Mi padre tenía la fuerte convicción de que para ser útil a Palestina tenías que ser parte del mundo global. «Palestina no es una mancha pequeña en el mapa», decía siempre, «se trata del despertar de la conciencia humana».
En cuanto a mi madre, nunca nos falló a la hora de proveernos de dosis de un amor tranquilo e infinito, ahíto de todos los colores de una cultura que no se podía aplastar, negar ni olvidar. Como pases un tiempo con mi madre, vas a saber enseguida que Israel tiene una batalla perdida entre las manos. Ponía sobre la mesa comida palestina, nos contaba cuentos populares palestinos, nos cantaba canciones de cunas palestinas y, cuando estuvimos preparados para irnos y empezar con nuestras propias vidas, preparó para nosotros bodas de estilo palestino que no prescindían de ninguno de los detalles que hubieran tenido de haber podido celebrarlas en nuestro hogar. Palestina vive permanentemente a través del ejército de millones de madres palestinas que, al igual que mi madre, se han convertido para sus familias en un sólido puente hacia la patria.
Mi familia lleva viviendo en el exilio más de cuarenta años y aunque he vuelto muchas veces Palestina, nunca he vivido realmente allí. Pero como dirían todos los palestinos de la Diaspora, Palestina vive en mí. Me han entretejido en el tapiz del activismo palestino que me coloca en una comunidad mucho más amplia de defensa de la justicia y los derechos humanos. Mi aldea global está colmada de toda la gente inspiradora y de sus historias de triunfos y tribulaciones frente a la opresión. Hoy sé con toda certeza que mi hermosa Palestina no es sólo un trozo de geografía por el que mis padres anhelan, y que mi gente no tiene toda los mismos ojos, piel o pelo semita que yo. Mi Palestina es cualquier lugar de este mundo donde haya injusticia y mi pueblo son todos aquellos activistas por la paz y buscadores de la verdad. Ellos son mis hermanas y hermanos.
Contemplo la foto que mis padres me enviaron, lo extraordinario que ha sido su recorrido y el ejemplo que han representado para nosotros. En efecto, mi hermosa Palestina trasciende el espacio y el tiempo. Es algo mucho más amplio que un país en un mapa. Es una estela de olivos plantados por todo este planeta. Mi hermosa Palestina es el imbatible e inquebrantable espíritu humano elevándose por encima de fronteras, muros y más allá de cualquier opresión.
Samah Sabawi es escritora, dramaturga y poeta. Nació en Gaza y actualmente reside en Melbourne, Australia.
Fuente: http://weekly.ahram.org.eg/