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«Modelo 77»: todos los presos son comunes

Fuentes: Ctxt

España es uno de los países más seguros de Europa –y del mundo–, y sin embargo, tiene una de las poblaciones reclusas más numerosas del continente, por encima de la media europea en número de presos y en el tiempo medio que pasan privados de libertad.

El mes pasado se estrenó Modelo 77, una película de Alberto Rodríguez (director de La isla mínima) sobre las luchas en las prisiones durante la Transición. No es solo una historia de personajes, que también, hombres que sufren la cárcel que los destruye, hombres que resisten, sino una historia colectiva: la de la COPEL (Coordinadora de Presos en Lucha). Esta doble dimensión: un guion que aúna la propuesta comercial de un thriller clásico –incluida la identificación con su protagonista– al tiempo que se retrata un proceso político colectivo no es habitual, y sobre todo, no es fácil. Pero esta película lo consigue y eso la hace potente.

Modelo 77 narra con bastante fidelidad lo que pasó. Es impecable en el retrato de las cárceles franquistas, con sus abusos y sus palizas, aplicadas por sistema contra quinquis y muertos de hambre, también contra quienes luchaban contra la dictadura. Sin embargo, la suerte de los presos comunes y la de los “políticos” fue distinta. Estos últimos salieron gracias a la Ley de Amnistía del año 77; dentro quedaron los “marginales”.

A despecho de todos los prejuicios corrientes sobre este último eslabón de la sociedad, los presos comunes se organizaron en la COPEL. Exigieron la Amnistía para todos, además de derechos y ciertas garantías frente a la arbitrariedad de la institución. Su lucha se manifestó en una serie interminable de motines, en los que tomaban los tejados de las cárceles, al tiempo que reclamaban mejores condiciones y libertad. También se organizaron en “comunas de presos” como la de Carabanchel y crearon sus propias revistas. Fuera de las cárceles, la CNT organizó los grupos de apoyo. Fue la única organización de izquierda que se solidarizó con la COPEL. En todo caso y por un momento, la energía de transformación que condensó la Transición hizo pensable la amnistía, también para ellos. Pero esa expectativa también quedó truncada. El cambio político e institucional no incluyó ninguna modificación sustancial de las funciones sociales de la prisión.

“Esta no es la historia de una cárcel, es la historia de un país”, dice el cartel de la película. La prisión opera aquí como metáfora de la Transición, que trajo la “libertad”, ¿para todos? “Nos interesaba esa lucha por algo tan noble, y utópico, como la justicia: entendida como justicia social, esa oportunidad de empezar de cero para un país, pero para todos”, dice su director. Otra promesa traicionada de la Transición. “Este es un país para los hijos de los dueños, nada va a cambiar”, asegura el protagonista desesperanzado, después de muchas luchas y tras varias traiciones de los jóvenes y flamantes políticos socialistas y las autoridades de prisión.

La película reta las diferencias persistentes en nuestro imaginario entre presos políticos y comunes; un imaginario que reparte la injusticia para los primeros y el merecimiento para los segundos. En la película no importa mucho por qué acabaron dentro, si ya habían sido juzgados o no, si la sentencia fue justa o injusta. El sistema, que divide a la población entre carne de presidio y ciudadanos “respetables”, es el mismo que condena a los primeros ya antes de nacer, si lo hacen en un lugar de pobreza y exclusión. Aquí lo importante es que se organizan y luchan. Al igual que en la calle, dentro de la prisión, los “marginales” fueron los grandes olvidados de la Transición.

En último caso, todos los presos son comunes. El problema es la cárcel misma, instrumento de contención de los efectos de las desigualdades por la vía represiva, por más que se venda como protección esencial de “nuestro modo de vida”. Pero como suele ocurrir, la COPEL fue derrotada. Al fin y al cabo, en el país se produjo un cambio político y cultural pero no social. Para preservar los intereses de las clases medias y la oligarquía tradicional del capitalismo español era esencial mantener incólume la función represiva. Intereses económicos y estabilidad social constituyeron las líneas rojas de los pactos entre el reformismo franquista y las propias élites de la izquierda.

La amnistía no se logró, pero los conflictos empujaron impostergable la reforma penitenciaria. Se hizo en 1979 por medio de una ley orgánica que recogía la retórica “democrática” de la “reinserción social”. Por esta vía se aprobaron algunas de las reivindicaciones de los presos: permisos de salida, visitas vis a vis, traslado al régimen de segundo o tercer grado cuando era posible, entre otras. Las condiciones en la cárcel mejoraron, pero esencialmente la reforma mantuvo toda su intención disciplinaria. Se prohibió explícitamente el derecho de asociación de los presos y se promovió la creación de “prisiones de máxima seguridad”. También se creó el régimen especial de aislamiento, precedente de los FIES –Ficheros de Internos de Especial Seguimiento– dirigido a un control feroz sobre los reclusos considerados peligrosos y principalmente destinado a aplastar cualquier insubordinación en prisión. La Transición culminó así en las cárceles españolas.

Desde entonces, la fe social en el sistema penal no ha parado de afirmarse. El propio Código Penal de la Transición de 1983, si bien despenalizaba la participación política y ampliaba las libertades civiles, supuso un endurecimiento generalizado de las penas en muchas otras cuestiones. Las sucesivas reformas no han hecho más que profundizar en esa tendencia, como demuestra la reciente inclusión de la pena de prisión perpetua (2015). Al fin y al cabo, endurecer el Código Penal no requiere presupuesto; es la política populista más efectiva.

Otro dato infame, desde la muerte de Franco, ¡la población penitenciaria se ha multiplicado por ocho! No hay en este incremento una correlación con el aumento de la criminalidad, y solo se explica por el incremento en la duración de las penas. España es uno de los países más seguros de Europa –y del mundo–, y sin embargo, tiene una de las poblaciones reclusas más numerosas del continente, por encima de la media europea en número de presos y en el tiempo medio que pasan privados de libertad. Si se adecuase el encarcelamiento a la tasa de criminalidad en relación con el resto de Europa, casi la mitad de los presos deberían estar en libertad, según algunos estudios. El Consejo de Europa ha advertido de la “dureza” del Código Penal español, que presume de penas altas y de delitos que no existen en otros países, como el de ofensa a los sentimientos religiosos o el de enaltecimiento del terrorismo, un delito por el que se ha llegado a condenar a artistas y raperos. Y sin embargo, el Código Penal no deja de endurecerse, también con este Gobierno y a pesar de que la criminalidad desciende.

La situación en las prisiones

El Comité Europeo para la Prevención de la Tortura ha reclamado a España medidas contra los malos tratos en las cárceles donde sigue existiendo “un patrón” de abusos y denuncias “generalizadas”. Precisamente, las herramientas que hacen esto posible se aplicaron ya en los años de la Transición. El ya mencionado régimen FIES continúa siendo utilizado para vigilar estrechamente a aquellos presos que puedan generar conflictos internos.  El cruel régimen de aislamiento –más de 20 horas encerrados al día– se impone como castigo a los que protestan por el trato o desobedecen la más mínima orden y la dispersión –que te envíen a una cárcel a cientos de kilómetros de la familia o los amigos– todavía se utiliza como amenaza y castigo, esta vez, colectivo. (Lo cuenta aquí el militante antifascista Alfon.) La opacidad en las prisiones es además casi total.

El régimen carcelario y estas formas de tortura pueden llevar al suicidio –la tasa de suicidios se multiplica por cinco en las cárceles–, siempre en una población que ya ingresa con muchos problemas de salud mental. 32 personas murieron por esta causa en 2021 –sin contar Cataluña ni el País Vasco que tienen las competencias penitenciarias transferidas–. Y sin embargo, las plazas de médicos distan de cubrirse: según datos oficiales el 67% se encuentra vacante actualmente. Hay menos de 200 médicos para 55.000 internos. Tampoco se cubren las urgencias. Sobra decir que la salud mental no tiene cabida. Según el estado previo del recluso, una condena puede ser una sentencia de muerte.

¿Quién lucha hoy por los derechos de los presos? Las asociaciones existentes, como Salhaketa Nafarroa o la APDHA entre otras, no lo tienen fácil. La conciencia de lo que pasa en prisión es casi nula, incluso (y sobre todo) entre los “progresistas”. De hecho, sorprende la confianza de la izquierda en el sistema carcelario para enfrentar problemas que son estructurales. La mayoría de las personas autodefinidas de izquierda cree que nunca acabará allí dentro o no conocen a nadie que lo haya hecho.

Nuevos delitos y penas más duras son también impulsados por discursos “progresistas”. Podríamos hablar aquí de los delitos de odio o de los nuevos incluidos en la Ley del sí es sí, supuestamente pensados para luchar contra la violencia sexual a lo que se suma la ley que se está tramitando y que criminaliza la prostitución. Todo ello legitimado bajo argumentos feministas, como si mayores penas fuesen a frenar la violencia contra las mujeres. En esta legislatura se ha aprobado también que la reiteración del hurto en comercios se conviertan en delito con penas de cárcel, una medida destinada a contentar a la patronal (Mercadona, Corte Inglés y demás). ¿Cuánta gente acabará en prisión por robar comida en el supermercado? El PSOE también ha puesto en marcha la reforma de las usurpaciones de inmuebles con un régimen punitivo más severo, para conseguir quizás arañar unos votos al PP. Como colofón, la reforma de la Ley Mordaza, una de las grandes promesas traicionadas del Gobierno progresista, todavía no se ha  aprobado. Pero en su borrador no solo no derogan los puntos más calientes como el que da presunción de veracidad a los policías, sino que pretende extender esta presunción a los funcionarios de prisiones. En el lugar más opaco de la cadena represiva, da igual las pruebas que consigas reunir para demostrar malos tratos, al final la palabra del funcionario (como ya lo hace la de la policía en comisarías) valdrá más que la de cualquier ciudadano. Y no hay diferencias significativas aquí entre el PSOE y el PP, los dos hacen una política criminal expansiva y populista, como demuestra el criminólogo José Luis Díez Ripollés.

Mientras, desde EE.UU. llega un impulso de abolicionismo policial y carcelario que propone preguntarse cómo sería una sociedad que no necesitara de las prisiones. De momento, se exige reducir la población carcelaria –que en su mayoría está por hurtos y robos o menudeo de drogas–, y se buscan formas de justicia alternativa –a nivel comunitario, pero también penas que no pasen por el encierro–. “¿Para qué demonios sirve tener a una gente encerrada, y quiénes son los que están encerrados?”, se pregunta el director de Modelo 77.

Fuente: https://ctxt.es/es/20221001/Firmas/41064/modelo-77-copel-presos-politicos-presos-comunes-transicion.htm