No hay semana en que una superproducción de Hollywood o un concurso de talentos no haga algo revolucionario. ¿No es ingenuo pensar que el mismo sistema que nos oprime será el que nos libere?
Cartel de la película Black Panther (2018). LINDSAY SILVEIRA
En Arabia Saudí volverán a abrir salas de cine. Lo decía el periódico el otro día. Treinta y cinco años llevaban sin proyectar nada, no sea que se les colara algo inmoral. Para la ocasión han escogido Black Panther, esa película de superhéroes que fue tan celebrada hace unos meses porque, por lo visto, era subversiva y empoderaba una barbaridad. No puedo dejar de preguntarme: ¿cómo de inofensivo debe de ser algo para que ni a la mayor satrapía del mundo le cause problemas?
Con bastante frecuencia se puede leer aquí y allá que algún producto cultural de masas es revolucionario. Hubo quien interpretó el estreno de Wonder Woman como un logro feminista; la última edición de Operación Triunfo, donde unos chicos se besaron, de la lucha LGTBI; Black Panther, celebrado como una reivindicación afrodescendiente. Se celebra la visibilización (el activismo está lleno de palabras ortopédicas) de minorías, colectivos oprimidos o cualquier grupo que se sienta desplazado del discurso hegemónico que se repite en las pantallas, en los libros o por los altavoces. Lo que resulta de una candidez casi peligrosa es creer que ese mismo sistema que ha arrinconado a mujeres, negros, homosexuales y a otros tantos a roles menesterosos será el mismo que los aupará hacia su emancipación.
Black Panther es, se mire por donde se mire, una película típica de superhéroes. Ni siquiera es de las buenas. En un pedazo de África se estrella un meteorito con un metal preciosísimo. Esto permite, no se sabe muy bien cómo, que este país, que se llama Wakanda, prospere a una velocidad extraordinaria. Tienen la tecnología más avanzada del mundo, pero a la vez, chamanismo. Edificios altísimos coronados por chamizos, técnicas para reparar lesiones de columna en un cuarto de hora y empalizadas. Una sociedad hipertecnológica y tribal que escoge a su gobernante (¡un rey!) en una pelea a muerte al borde de una cascada. Lanzas, aviones que se conducen desde un holograma, vestidos africanizantes, moralina del por qué somos una autarquía cuando podríamos ayudar a los negros que malviven en los arrabales neoyorquinos y gritos nacionalistas (Wakanda forever!). Tantas premisas inverosímiles que tragar y tantos agujeros de guión como cualquier otra película del género: un genio con un emporio militar que crea inteligencias artificiales y armaduras a gogó, un muchacho que tira flechas sin mirar y acierta siempre, sueros que convierten a un niño escuchimizado en un hombretón portentoso… Hasta el conflicto es intercambiable: ¿debe una sociedad ultraavanzada abandonar el hermetismo en que se protege para ayudar a otros?
Este problema, calcadito, es el que mueve la acción de Wonder Woman; pero con mujeres guerreras en vez de con africanos guerreros. Se cambia un poco la mitología, se ajustan los superpoderes que correspondan y a funcionar. ¿A qué tanta celebración? Ah, lo de la visibilización. Es cierto que la representación es un instrumento político poderosísimo. Lo que la ideología hegemónica no muestra, lo oculta. El caso del cine es particularmente claro: la industria ha generado estereotipos de éxito, de fracaso, de masculinidad, de feminidad y de otros muchos roles desde sus orígenes. Que haya una mujer con superpoderes, una excepción en un coto más bien viril, podría ser beneficioso. Lo mismo con el país africano hiperdesarrollado. Los niños que hoy vean estas películas se quedarán con que la épica no es solo cosa de hombres blancos. Puede ser.
Los teóricos marxistas de Frankfurt, que era una gente muy suspicaz, sospecharon de las buenas intenciones de la industria cultural. Hay un pasaje muy famoso de La dialéctica de la Ilustración en el que se dice que los golpes que recibe el Pato Donald una y otra vez sirven para acostumbrar a los niños a la violencia que habrán de soportar por parte del sistema. «Si los dibujos animados tienen otro efecto además del de acostumbrar los sentidos al nuevo tempo, es el de martillear en todos los cerebros la vieja sabiduría de que la paliza continua y la eliminación de toda resistencia individual es la condición de la vida en esta sociedad». A Adorno no le gustaban los dibujos animados; tampoco el jazz. Cada uno tiene sus cosas. Pero se dio cuenta de algo fundamental: la industria cultural, que reproduce la opresión del sistema en tanto perpetúa sus valores, finge constantemente ser nuestra liberadora.
Esta estrategia es muy rentable, porque convirtiendo al botones en el rey del mambo se hace caja por partida doble: hay mucha gente que pasa por taquilla para apoyar este esfuerzo de concienciación que el sufrido Hollywood hace por nuestro bien. Pero esta maniobra crematística es la menos peligrosa. Lo alarmante de este asunto es que nos la han vuelto a colar. La industria cultural ha vuelto a hacernos creer que es ella quien tiene en sus manos, y en sus buenas intenciones, nuestra emancipación. Marvel, que es Disney, o DC cambiando el chasis de sus personajes y estando en la vanguardia de Dios sabe qué lucha justísima.
Que esta batalla la han ganado parece evidente. Las redes sociales se han desvivido mostrando fotos de abuelos llevando a nietas vestidas de Mujer Maravilla al cine. «Ella también será una heroína». Chavalitos con el pelo afro gritando «Wakanda forever» -en inglés, claro- aquí y allá. Un simulacro de conquista social con palomitas y cocacola que no incomoda ni a un jeque.
Continuamente la industria cultural nos encandila con espejismos de liberación. El caso de la última edición de Operación Triunfo es sintomático. ¡Todo un país enfervorecido! Hablamos de un programa de talentos, en el que los candidatos compiten por la fama y el éxito. Pero, aunque finjan lo contrario, su triunfo no depende de sus méritos, sino que está mediado por el mismo formato televisivo, que escoge quién pasa y quién no. Es el sistema quien reparte las cartas, quien ha dispuesto cuidadosamente los papeles para que veamos justo lo que quiere que veamos. Ahora un momento de amor, ahora otro reivindicativo. Mientras tanto, miles de seguidores aplaudiendo la espontaneidad de tal concursante, lo que se parece a ellos mismos, lo fan que son. Mordiendo el anzuelo con mucho entusiasmo.
Que todas estas artimañas pasen desapercibidas es un triunfo innegable de la industria cultural. El entusiasmo de los activistas por ver la eficacia de sus luchas es comprensible. Pero la simple idea de que un blockbuster sea -incluso de alguna manera diluida- emancipador, empoderante o cualquiera de esos calificativos que se usan por ahí es una idea estúpida. Pero, claro, ¡es la cultura! La cultura (¿qué será eso?) tiene ese halo bonachón que nos persuade de que solo nos traerá cosas buenas. Es el caballo de Troya perfecto. No es la revolución. Es el sistema, imbécil.
Joaquín Jesús Sánchez (Sevilla, 1990) es crítico de arte, escritor y comisario. Publica (o ha publicado) en ArtForum, Jot Down, tintaLibre, The Objetive, FronteraD y El Estado Mental y colabora con galerías e instituciones nacionales e internacionales. Se pirra por la literatura gastronómica y subraya los libros con regla