Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández.
El enviado especial saliente de la ONU para Siria no se ha limitado a actuar como un inútil o un ingenuo respecto al régimen de Asad, sino que ha sido un activo facilitador de su estrategia de supervivencia.
La oficina de Staffan de Mistura declaró recientemente que en breve dejará de ser el enviado especial de las Naciones Unidas en Siria. Este anuncio propició una serie de cordiales referencias oficiales respecto a ese hombre y su trabajo por parte de gobiernos y organizaciones no gubernamentales de todo el mundo, si bien motivó escasas tristezas.
El conflicto en el que de Mistura trabajaba ha ocasionado la destrucción de una nación y la muerte de más de medio millón de seres.
Al conocer y experimentar esas realidades, la salida de un único diplomático, sin que importen sus credenciales, provoca pocas simpatías.
Y en esas credenciales, aunque sus cuatro décadas en las Naciones Unidas y su época en el gobierno italiano parecían técnicamente prometedoras, se incluían pocos conocimientos previos o participación alguna en Siria. Y esa actitud es algo que se repitió durante el tiempo en que de Mistura ha estado en ese puesto.
La estima que los periodistas parecían profesar a de Mistura se debía en parte a que a él se cuidaba bien de que así fuera. Fue famoso por su empatía con los refugiados, su padre había sufrido las indignidades del desplazamiento tras la Segunda Guerra Mundial. De Mistura hizo un arte de dar entrevistas angustiadas.
Pero esta actitud afectuosa no le impedía a Mistura aceptar sin desafiar la barbarie de los otros. A pesar de la eventual atribución por parte de las Naciones Unidas de los ataques químicos y otros crímenes de guerra al régimen de Bashar al-Asad, el enviado especial de la ONU nunca puso a prueba la autoproclamada soberanía del régimen, nunca la rechazó, nunca hizo nada por socavarla. De Mistura sostuvo en todo momento que el régimen era «parte de la solución» en Siria.
El Estado sirio y sus protestas no sólo eran comparables para él con las víctimas de ese Estado, merecían también una credencial especial de legitimidad que ninguna violencia podía romper. Tampoco hizo que cambiara de opinión el propio reconocimiento de Mistura de que el régimen no quería un acuerdo negociado.
Los hoteles y centros de conferencias de Ginebra se mantuvieron ocupados durante interminables rondas de negociaciones, pero de esas habitaciones cerradas no surgió nada que acercara una posible solución. Pero esto no hizo cambiar a de Mistura. El enviado especial sólo podía concebir un proceso de paz que involucrara al régimen, sin importar lo desagradable que era para las otras partes la perspectiva de sentarse a una mesa de negociaciones entre matones, asesinos y delincuentes.
Ese disgusto se consideró de hecho una emoción incontrolada; el camino aprobado por la ONU era la única respuesta racional al sufrimiento de Siria. Pero cuando un régimen, cuya maquinaria de guerra se ha comparado con un motor de «exterminio», no frena su expansión territorial, no detiene el asesinato y, finalmente, no se compromete con los que pretenden un arreglo pacífico, ¿es exactamente racional persistir en esa vía? se preguntaban los activistas de la oposición.
El aval de Mistura a la legitimidad de Asad sólo podía distanciarle de quienes consideraban que el régimen no era la solución, sino el problema, y para quienes cualquier otra «solución» que permitiera la supervivencia de ese régimen no iba a resolver nada.
Las figuras de la oposición dejaron claras sus objeciones: de Mistura trataba al régimen como un socio legítimo, sobrestimando su inversión en cualquier paz que valiese la pena, exagerando la importancia de su soberanía mucho tiempo después de que Asad se hubiera convertido en un gobernante títere de un Estado sin soberanía, resultando irrelevante para cualquier intento de hacer sanar a Siria.
Pacificación -la estrategia del régimen y de sus aliados rusos e iraníes- no es paz. El enviado especial parecía creer que quienes combatían una brutal guerra de pacificación podrían traer la paz. Se equivocaba.
«De Mistura debería haber dicho que el régimen hizo que su misión fuera imposible, pero no dijo nada y eso le costó sangre y devastación a los sirios», declaró a The National Yahya al-Aridi, un portavoz de la oposición siria.
Que esto no sucediera nunca es una cuestión de dominio público. Lo mismo ocurre con la lista de numerosos ceses al fuego negociados por la ONU que fracasaron o no lograron afianzarse.
Esos altos el fuego se convirtieron finalmente de hecho en parte integral de la estrategia del régimen de sitiar, matar de hambre y aplastar a los reductos de la oposición. Nunca se permitió que el conocimiento de estas tácticas interfiriera con el trabajo de los diplomáticos, cuyas pretenciosas ideas coincidían perfectamente con la creencia perpetua de que la paz todavía estaba ahí, a mano; que los asesinos podrían tratarse y ocupar su lugar entre los adultos racionales; que esta vez las armas podrían callar de verdad.
Después de la intervención rusa que salvó a Asad del derrocamiento, de Mistura instó absurdamente a Vladimir Putin, el hombre que ayudó a Asad a ganar la guerra, a que orientara a su Estado-cliente en una dirección más pacífica.
Todo lo anterior es un fracaso realmente terrible, pero explicable hasta cierto punto. Los dos predecesores de Mistura no tuvieron éxito en Siria; de hecho, tanto Kofi Annan como Lakhdar Brahimi pusieron fin a sus mandatos de forma ignominiosa. Por lo tanto, había una alta probabilidad de que de Mistura compartiera ese destino.
Pero los fracasos de este último van más allá del camino que ellos le forjaron. De Mistura cometió sus propios errores y debe rendir cuentas por ellos.
Para finalizar, es instructivo examinar la situación a medida que la guerra siria se acerca a lo que podría ser su propia conclusión. Está aún en juego el destino de la provincia de Idlib; sigue siendo probable que sea invadida y destruida por el régimen y sus partidarios cuando esa coalición decida que ha llegado el momento.
De Mistura acabará su mandato antes de este asalto final, un resultado que él y sus colegas hicieron mucho por facilitar. Pero hay un aspecto relacionado con el destino de Idlib que no debe olvidarse en medio de las críticas generales dirigidas al enviado saliente, un aspecto que se encuentra en el plan de Mistura para la provincia.
Ese plan habría implicado la creación de «corredores humanitarios» a través de los cuales los civiles podrían desplazarse para evitar lo peor de la lucha. Aunque el destino de quienes atravesaran por estos corredores hubiera sido incierto. Es probable que los supuestamente rescatados de la violencia hubieran terminado sencillamente asentados en campamentos protegidos por el personal de mantenimiento de la paz de la ONU. El precedente de esas situaciones no es alentador.
Un elemento extra añadió algo absurdo a esa propuesta. Se incluía en ella la posibilidad de que de Mistura se ofreciera ir al propio Idlib para servir como escudo humano si su diseño no era respetado por todas las partes.
Los sirios han tenido suerte de que la ofensiva no se produjera, pero más suerte aún es que el plan nunca se pusiera en marcha. Pero la imagen de Mistura en Idlib, tal vez uniendo sus manos con otros en protesta piadosa contra una ofensiva a la que dio efectivamente luz verde, una ofensiva llevada a cabo por los asesinos cuya legitimidad y racionalidad defendió, es algo que vivirá por mucho tiempo en la memoria. Sirve de metáfora adecuada del tiempo que ha pasado en Siria.
James Snell es un escritor británico. Ha colaborado con The Telegraph, National Review, Prospect, History Today, The New Arab y NOW Lebanon, entre otras publicaciones. Twitter: @James_P_Snell.
Fuente: https://www.aljumhuriya.net/en/content/nothing-special
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