«Los inmigrantes traen muchas enfermedades, como tuberculosis, hepatitis, sarampión, sida y drogas. Si no frenamos ese flujo, el Estado judío estará bajo amenaza», dijo el ministro del Interior de Israel, Eli Yishai, líder del ultraortodoxo partido Shas. El estereotipo racista esgrimido por Yishai, quien calificó a quienes creen lo contrario de «mojigatos», constituye el último […]
«Los inmigrantes traen muchas enfermedades, como tuberculosis, hepatitis, sarampión, sida y drogas. Si no frenamos ese flujo, el Estado judío estará bajo amenaza», dijo el ministro del Interior de Israel, Eli Yishai, líder del ultraortodoxo partido Shas.
El estereotipo racista esgrimido por Yishai, quien calificó a quienes creen lo contrario de «mojigatos», constituye el último episodio de un afiebrado debate sobre el destino de los inmigrantes a quienes se les ha revocado el permiso de trabajo tras haber tenido hijos mientras residían en Israel.
Pero el primer ministro Benjamín Netanyahu dejó insatisfechos a su compañero de gabinete y a quienes rechazan sus ideas, al postergar el domingo por tres meses su dictamen sobre la expulsión de las familias extranjeras indocumentadas.
Los israelíes albergan sentimientos contradictorios sobre el destino de esos 1.800 niños y niñas de padres extranjeros que hoy se encuentran en peligro de deportación.
En la entrevista que la televisión nacional israelí difundió el sábado de noche, Yishai empleó un lenguaje desagradable pero cuidadosamente elegido.
Mientras, en el barrio del sur de Tel Aviv donde viven muchos de los 250.000 trabajadores extranjeros sin papeles se inauguraba una biblioteca con 3.000 libros en 16 lenguajes, del inglés al español, pasando por el amárico, el tailandés, el francés, el hindi y el hebreo.
El festejo al son de tambores africanos y canciones de protesta en ritmo de rap contó con la presencia del alcalde de Tel Aviv, Ron Huldai, del centroizquierdista Partido Laborista.
«Estamos de fiesta, pero no podemos darnos el gusto de ignorar los ominosos nubarrones que penden sobre el destino de estos niños. El gobierno podría decidir mañana mismo enviarlos de regreso a sus países, aunque nacieron aquí y no tienen otra patria más que Israel», dijo Ron Levcovitch, voluntario en una línea telefónica de atención a trabajadores inmigrantes.
«Se refieren a estos niños como ‘ilegales’, pero los ‘niños ilegales’ no existen. No se puede deportar niños», agregó Levcovitch.
Así piensan muchos israelíes. Son los que no olvidan la muerte que les esperaba a más de un millón de niños y niñas judías cuando, en el transcurso de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), ningún país aceptó refugiarlos ante el avance del régimen nazi que dominó desde Alemania a toda Europa.
Muchos otros están en desacuerdo con los «mojigatos». Al igual que el ministro Yishai, conciben el carácter judío del Estado de Israel como cuestión existencial básica para su país.
Los argumentos en ese sentido abundan en las llamadas de la audiencia de los medios de comunicación masiva. «Debemos velar primero por nuestros niños», dijo un radioescucha. «Si los dejamos quedarse, se convertirán en una quinta columna y deberemos entonces sacárnoslos de encima», sentenció otro.
El Ministerio del Interior creó en julio una unidad especial denominada Oz («fuerza», en hebreo) que tiene el objetivo de localizar y deportar sumariamente a los «trabajadores ilegales». La meta del gobierno es echar a 20.000 este año, y a 100.000 para fines de 2013.
Pero Oz informó hace poco que, desde el inicio de sus operaciones, se expulsó a 669 extranjeros, y que otros 2.500 abandonaron voluntariamente este país.
El problema estalló en el pasado verano boreal en la conciencia pública, cuando saltó a la luz el dilema de los niños y niñas nacidos en Israel, que estudian en escuelas públicas, hablan hebreo sin acento y leen el idioma nacional con fluidez.
Su futuro está ineludiblemente ligado a este país, según muchos israelíes.
Ante el comienzo del año lectivo y la creciente presión del público, el gobierno de Netanyahu postergó tres meses su decisión tentativa de expulsar a los niños junto con sus padres.
El domingo, decidió de nuevo no decidir, con lo que dejó sin resolver una situación muy dolorosa. La «decisión será parte de un plan global», dijo entonces.
En Israel residen un cuarto de millón de trabajadores extranjeros indocumentados y 150.000 con permisos especiales. La población de este país es de poco más de siete millones de habitantes.
Estos trabajadores llegan con un contrato firmado de antemano con empresas especializadas, que los asignan a sectores como los de la construcción, la agricultura y el cuidado de personas.
En cambio, la mayoría de los denominados «ilegales» trabajan como limpiadores en hoteles y restaurantes.
«Parte del problema es la política de ‘puerta giratoria’ del gobierno», dijo a IPS Nir Nader, de la organización de defensa de los inmigrantes Maan.
«En esto juegan grandes intereses económicos: las agencias de empleo ganan fortunas cuando logran un permiso temporal para un trabajador extranjero. Y cuando el contrato expira o se revoca, vuelven a cobrar con un nuevo flujo de trabajadores ‘frescos'», agregó
Y es así que surge el problema de los niños nacidos en Israel.
«Una pareja es traída aquí para trabajar legalmente», explicó Levkovitch. «Entonces, sucede lo más natural que puede suceder en el mundo: tienen hijos. Cuando sus permisos son revocados, permanecen en el país ilegalmente y el futuro de sus niños queda en la nebulosa.»
El dilema corta transversalmente los partidos políticos y hasta el gobierno de Netanyahu.
«Es absolutamente inconcebible que la sociedad israelí piense en actuar contra los niños de esta manera», dijo el domingo en la reunión de gabinete la ministra de Cultura y Deportes Limor Livnat, quien es una colaboradora muy cercana del primer ministro y dirigente de su mismo partido, el derechista Likud.
El ministro Yishay replicó que nunca permitirá que los extranjeros en Israel «usen cínicamente a sus hijos» para eludir los procedimientos migratorios legales.
Para evitar deserciones de la coalición, Netanyahu optó por esperar hasta el fin del año lectivo, en el próximo verano boreal.
Pocas horas antes, Tamar Schwarz, de la organización no gubernamental Mesila, se enorgullecía de la biblioteca instalada en el sur de Tel Aviv.
«Es un pequeño proyecto, pero muy hermoso», dijo. «Sólo espero que éste sea el lugar donde la gente acudan a leer e intercambiar libros y no a donde los escuadrones de Oz vengan a hacer redadas…» Grace tiene 10 años. Sus padres vinieron de Ghana a Tel Aviv hace 11, y rogaron que su apellido no sea publicado mientras la niña recogía un libro de Harry Potter en hebreo.
«Sé leer en inglés muy bien. Mis padres me han hablado mucho sobre Ghana. Me gustaría visitar África algún día, pero de visita. Israel es mi hogar», dijo.