Santiago Alba Rico, filósofo español residente de larga data en Túnez, al que me permitiría calificar de erudito del mundo islámico, ha escrito una nota, «Breve comentario a un error de [James] Petras», a quien califica en su primer renglón de «compañero» y de quien se pregunta si lee árabe o transita a menudo «esta […]
Santiago Alba Rico, filósofo español residente de larga data en Túnez, al que me permitiría calificar de erudito del mundo islámico, ha escrito una nota, «Breve comentario a un error de [James] Petras», a quien califica en su primer renglón de «compañero» y de quien se pregunta si lee árabe o transita a menudo «esta zona del mundo», es decir Túnez, puesto que el error en cuestión consistiría en calificar la situación tunecina de «régimen de Marzouki», refiriéndose así al actual presidente… tunecino. Para SAR, es más que un error, «un disparate» puesto que el actual presidente sería un verdadero «cero a la izquierda».
No voy a ser yo quien procure dilucidar la calidad de la crítica, el agravio, ni diagnostique si Marzuki es un cero o alguna otra fracción aritmética, ni califique los saberes de JP, tan cuestionados por SAR.
Se trata de dos «pesos pesados» de la intelectualidad contemporánea, ambos verdaderos profesionales de la cultura… y la política, intelectualmente considerada. Quien escribe estas líneas es apenas un amateur, alguien que jamás ha vivido de su pluma y que apenas si ha dedicado los tiempos que ha logrado sustraer al duro desgaste de la sobrevivencia cotidiana, al análisis de algunas cuestiones, con la osadía de considerarlas cruciales.
Por lo explicitado, me limitaré a hacer un par de observaciones que no creo interfieran en la polémica que estimo a punto de desencadenarse.
1. Alude SAR «a la pretensión [de JP], cuando menos discutible, de que la política exterior de Mohamed Mursi es aún más dócil que la de Mubarak a los intereses de EEUU).» Pero JP escribió: «Con la elección del presidente Muhammad Morsi, Washington se aseguró el más ferviente defensor del capitalismo salvaje de «libre mercado» y el segundo mejor defensor (después de Mubarak) de mantener la posición de Egipto como Estado cliente de Estados Unidos en Oriente Próximo.»
Se trata en este caso, de un error liso y llano de SAR: JP no dijo lo que SAR dice que dijo.
2. La segunda observación es, en cambio, algo más complicada. A partir del error que SAR inicialmente le atribuye a JP, el «disparate», SAR se pregunta si no tendríamos que ser más prudentes con todo el resto de las afirmaciones de JP.
Aquí está la finesse. Porque inmediatamente enumera esas otras afirmaciones ahora en entredicho por aquel pecado original tan descalificante como radical: «el análisis de Petras (de la «Libia estable, segura, laica y próspera que gobernó Gadafi» […]» y el pasaje con el que le atribuiría Petras mayor docilidad a Morsi que a Mubarak, y que acabamos de ver es falso.
Veamos lo que queda de los tres errores garrafales, que podemos denominar personalizadamente, Marzuki, Gadafi y Morsi, de los cuales uno ha sido el «habilitante» de los otros dos.
Está claro que SAR cuestiona la visión de Gadafi y la de Morsi a partir del «disparate» de Marzuki. Pero toda la larga explicación de SAR sobre el nulo poder y presencia del presidente Marzuki en Túnez no me permite llegar a la conclusión de que lo de JP sea «un disparate». Es muy probable que SAR tenga razón; al fin y al cabo, vive y conoce esa sociedad y no le faltan herramientas conceptuales para sus juicios. Sencillamente, que yo no me atrevería a descalificar tan radicalmente la atribución de un cierto peso político a un presidente cualquiera; hasta con meros «chirolitas» se puede rastrear alguna influencia, aunque realmente se acerquen significativamente a la calidad de «cero a la izquierda».
Me inclino, por lo tanto, a entender que ha sido un ardid de SAR para poder cuestionar las dos afirmaciones de JP que enumera.
De la segunda, vimos su incongruencia.
Y de la primera −»el análisis de Petras (de la «Libia estable, segura, laica y próspera que gobernó Gadafi» […]»− sabemos que choca con el nervio de los planteos de SAR, de cuando la OTAN decidiera sustituir «la primavera árabe» por una primavera inducida y madeinOTAN.
Con lo cual volvemos a la remanida cuestión de «la primavera árabe» y lo que realmente pasó en Libia. Y de eso tendríamos que hablar, más que de Marzukis y Morsis.
Conozco suficientemente a SAR como para saber que la afirmación de JP, recién transcrita, lo irrita profundamente. E incluso tengo para mí que, ajedrecísticamente hablando, JP ha ofrecido ese gambito, esperando que SAR tome, engulla esa pieza…
Y me voy a permitir hacer un juicio al respecto, relativo, como todos los juicios salvo los que provienen o dicen provenir de (algún) dios: a la luz del desastre actual de lo que queda de Libia, a la luz del retroceso en derechos humanos, fuentes de trabajo, condiciones de vida cotidiana, dignidad humana, soberanía e integridad nacional, ante la difusión de juicios sumarísimos, de desapariciones sin nombre, de la proliferación de grupos de irregulares armados ejerciendo «justicia», en general muy connotada de fanatismo, racismo, tribalismo y fundamentalismo, tendríamos que decir que la afirmación de JP, acerca de una «Libia estable, segura, laica y próspera que gobernó Gadafi» no es cierta pero está más cerca de la verdad que buscar algo así en la Libia actual o en el resultado de la intervención de las peores fuerzas del militarismo occidental y sionista, empeñados en derribar la atroz dictadura de Gadafi. Porque sin duda era una dictadura y atroz (si es que puede haberlas no atroces).
La provocadora frase de JP no es cierta, entonces, porque el régimen autocrático de Muammar Gadafi asfixió y pervirtió la vida política del país y en ese sentido no se puede aceptar el calificativo de JP de que esa Libia era «segura»; en todo caso sería segura para sus simpatizantes: la cantidad de libios detenidos, torturados y desaparecidos no permiten semejante condescendencia.
Pero aquella Libia bajo la autocracia gadafiana, sí era más segura que la actual, y era laica y próspera. Al menos en términos relativos, respecto de los países vecinos y regionales, igualmente periféricos. Libia, grosso modo, se caracterizaba por cierto distribucionismo, cierto derrame hacia capas bajas gracias al viento de cola petrolífero. Por eso tanta inmigración atraída, por ejemplo.
Gozaba además de una laicidad acompañada de cierta escolarización. Al parecer, con mejores índices que otros del mundo islámico. Pobre comparación, se puede pensar, pero pensemos en países tan retardatarios como Arabia Saudita cuyos representantes consideran «un honor» que sus estudiantes adolescentes aprendan El Corán… de memoria.
En la Libia de El Libro Verde el Islam más integrista no tenía cabida y eso sí desesperaba a los poderes occidentales, tan laicos casi todos ellos y sin embargo, tan interesados en ver florecer las más fundamentalistas y aberrrantes variantes «religiosas» en los países que explotan, coordinando con sus satrapías locales.
La primavera árabe, un impulso formidable de dignidad, surgido de la decisión trágica pero heroica y sumamente digna de un joven tunecino, Muhammad Buazizi, de inmolarse contra el abuso policial y la dictadura, que se irradió espontáneamente hacia muchos otros estados árabes, al principio magrebíes; Argelia, Libia, Marruecos y sobre todo Egipto donde se gestaron las formidables jornadas de la plaza de Tahrir.
Tanto el derribo de Alí en Túnez como de Mubarak en Egipto fueron golpes al mentón occidental; por eso muy pronto los poderes «occidentales» concentrados en los gobiernos de Francia e Inglaterra redirigieron «la primavera» volcando «la ayuda» para deshacerse de quienes menos simpatizaban o confiaban, particularmente los regímenes laicos de Libia y Siria, en tanto otras primaveras igualmente furiosas como la de Bahrein fueron rápidamente ahogadas. El intervencionismo otanesco se hizo para «salvar» la primavera y hasta la revolución árabe (la derecha jamás tuvo escrúpulos de vocabulario).
Occidente apostó a las protestas, seguramente muy legítimas, de población libia y siria contra sus respectivos despotismos. Pero no era el despotismo lo que la OTAN quería combatir; en todo caso quería combatir un despotismo no afín. El que no fuera, en suma, su propio «hijo de puta», como inmortalizara el canciller yanqui y Nobel de la Paz Cordell Hull su apoyo a Somoza, que no era precisamente un político democrático… ni pacifista (era, sociológicamente considerado, una basura ética).
Muchos intelectuales de la izquierda europea, como el elenco de Le Dipló, han especulado acerca de la cantidad de muertes que había que evitar. Se trata de un conteo macabro, inseguro; no he sabido al día de hoy si Gadafi habría matado más habitantes que las huestes financiadas por la OTAN, es decir Al Qaeda, y otros grupos irregulares compuestos por fanáticos y/o mercenarios. Parece, empero, probado que la acusación de bombardeos gadafianos a población libia eran falsos o trucados.
Lo que resulta cierto, a mi modo de ver, es que la sustitución del trabajo de parto por una cesárea con tanta parafernalia instrumentada por Bernard-Henri Levy y otros «cirujanos» aquí ha operado para que naciera una criatura muy peculiar: un protectorado libio bajo soberanía de mafias y ligas que disputan entre sí, una balcanizada Libia, con una infraestructura arquitectónica, educacional, sanitaria, destruida, que ha arrasado con una dictadura autócrata y sangrienta y su sistema de reparto que había elevado el nivel de vida de muchos habitantes, para dar lugar a otra dictadura totalmente satelizada a intereses «foráneos».
¿Podía la mano de la OTAN haber engendrado otra cosa? Eso sí nos parece una ingenuidad o una complicidad inaceptables.
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