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Algunas reflexiones tras el 28M (y antes del 23J)

No es el quién, es el qué

Fuentes: Rebelión

«Es muy fácil alcanzar mala fama, porque lo malo es muy creíble y cuesta mucho borrarlo»

(Baltasar Gracián: Oráculo manual y arte de prudencia)

Escuché el pasado 30 de mayo a Eduardo Madina en el Hoy por hoy de la Cadena SER en su calidad de comentarista de la actualidad política. Su intervención fue más un dramático desahogo que un frío análisis apegado a los datos cuando se trató el tema del resultado electoral de los últimos comicios. Muy crítico con el adelanto electoral recién anunciado por el secretario general de su partido, sus palabras fueron las de alguien que se lamentaba por cómo habían sido desalojados de sus ayuntamientos tantos alcaldes y tantas alcaldesas que no lo merecían atendiendo a su gestión. Habían pagado «justos por pegadores» –llegó a decir– por un erróneo planteamiento de campaña que había dificultado que se trataran los temas de gestión local. Yo entendí, leyendo entre líneas, que estaba acusando al presidente del gobierno del tan lacerante como injusto fracaso. Según esta interpretación, Pedro Sánchez habría aceptado por soberbia el planteamiento del Partido Popular, el cual logró convertir mediante su alquimia mediática unas elecciones locales y autonómicas en un plebiscito sobre el actual líder del PSOE. Hace un par de días oí una entrevista en la misma radio a la ministra María Jesús Montero en la que se le preguntó si Sánchez se había convertido en un lastre para las posibilidades de su partido. Ella, claro está, respondió que no, que lo que estaba ocurriendo es que su jefe estaba siendo objeto de una campaña de una agresividad despiadada y sin precedentes (habría que comparar con lo que pasó con«ZP» o cuando más atrás se inventó el «felipismo»). Estas son sólo dos muestras de lo que considero ya un hecho insoslayable, y es que se ha logrado poner en circulación la idea de que Pedro Sánchez es «mala persona», de que efectivamente es un sujeto de una ambición desmedida, soberbio, frío, incluso elitista, capaz de pisotear los más sagrados valores de la nación española para imponer una ideología radical (la que representan en su grado extremo las mujeres de Unidas Podemos) que provoca la división y el enfrentamiento entre los españoles. Puede que el «antisanchismo» se haya convertido a estas horas en una moda. Si es así, nada se puede hacer, porque cuando algo se pone de moda, por muy disparatado que sea, adquiere un poder de contagio a prueba de razón y hechos.

Con sus aciertos y errores, y con tremendas e insospechadas circunstancias en contra (incluyendo la oposición de poderosísimas instancias del país), Sánchez ha intentado cambiar aspectos importantes de nuestra realidad como comunidad política. Quiere decirse que ha hecho política. Más allá de limitarse a gestionar lo que le venía dado –que también, y mucho le ha venido dado de enorme dificultad– ha demostrado tener una visión de España; eso sí, ciertamente difícil de atisbar tras la bruma de la charlatanería política y mediática de baja estofa y las discusiones infladas por la inmadurez en el seno de su propio gobierno. Yo la percibí claramente cuando nos estalló la pandemia y él se dirigió a la ciudadanía en varias ocasiones para transmitir confianza y comunicar las decisiones que se tomaban para afrontar tan inédita como angustiosa situación. Le oí pronunciar la palabra «justicia», que no se suele escuchar en los discursos al margen del contexto de las cuestiones jurídicas y de la judicatura, optando por ella claramente ante uno de los dilemas esenciales de la política, expuesto crudamente en los peores momentos de la COVID-19, cuando nos obligaron a confinarnos y nuestra libertad se vio fuertemente restringida. Entonces fue salud o economía, una versión coyuntural en verdad del dilema ético fundamental en el que se ven envueltas la justicia y la libertad. Una muestra práctica de lo que la filosofía ya teorizó hace dos mil quinientos años cuando Platón escribió su diálogo República. Entonces se trataba de rebatir la postura ético-política que representa el sofista Trasímaco en el texto platónico mediante su aserto de que «la justicia es el interés del más fuerte». A ello sólo se le puede oponer la ley que vele por el bien común. Como le leí en cierta ocasión al escritor Antonio Muñoz Molina en su ensayo Todo lo que era sólido: «Si el estado democrático renuncia al sostenimiento de una legalidad igualadora los débiles se quedan a merced de los fuertes y los bárbaros o los brutos o los corruptos prevalecen sobre las personas honradas, las personas que por ser pacíficas carecen de recursos o de agresividad para defenderse por su cuenta».

Recordemos cómo llegó Sánchez al poder hace por estas fechas cinco años, qué –insisto: qué–fue lo que motivó la moción de censura que desbancó al PP del Gobierno cuando había vuelto a ganar las elecciones un par de años antes a pesar del escándalo del caso Gürtel. Las palabras de Muñoz Molina se ven confirmadas en hechos como este que, sin embargo, se ha olvidado. Nada queda de tantos episodios de abuso de poder que condujeron a una práctica institucionalizada de la corrupción, incluyendo el uso perverso de la policía del Estado con implicación del mismísimo ministro del interior de entonces, Jorge Fernández Díaz (caso Kitchen). Entonces –y así lo escribí en su momento (léase Disquisiciones sobre ética a propósito de una moción de censura)– quise creer que pudimos haber llegado con aquel episodio de nuestra historia reciente a un punto de inflexión ético como sociedad; que con aquella moción de censura habíamos trazado un nuevo rumbo hacia una regeneración moral. Hoy es el día sin embargo en el que compruebo para mi estupor que se ha decidido que pelillos a la mar. Se entiende que ese comportamiento mafioso del PP del que hemos tenido –y seguimos teniendo– evidencias vergonzantes no es nada en comparación con el «sanchismo», que quiere nada menos que destruir España, asociándose con etarras, independentistas, okupas y feminazis.

Esto ya no va del qué sino del quién. No se trata de qué hacemos para caminar hacia una sociedad más justa, en la que pongamos freno a la desigualdad y ofrezcamos las mejores condiciones para que cada cual pueda vivir dignamente la vida que desea vivir en paz y libertad. Se trata de la identidad, de seguir siendo españoles, es decir, de mantener las esencias que se supone hacen que España sea quien es; porque así se la trata en el debate público, como una persona, alguien con voluntad e identidad propias que los malvados «sanchistas» quieren torcer y pervertir, respectivamente. Lejos, muy lejos, estamos de aquel 28 de octubre de 1982, cuando en la noche del primer triunfo electoral del PSOE, que obtuvo nada menos que 200 escaños, un Alfonso Guerra eufórico prometió: «vamos a poner a España que no la va a reconocer ni la madre que la parió». Entonces esa promesa la aplaudía una contundente mayoría social. Hoy, no. Entonces, la mayor parte de la ciudadanía rebosaba esperanza; hoy, frustración y resentimiento. Se ha pasado de pedir a gritos cambiar España a pelear por defender una determinada versión de su historia que justifique la realidad inapelable de su esencia ideologizada.

La libertad sólo puede ser entendida dentro de los márgenes que permite el cliché esencialista de acuerdo con la idea alicorta propugnada por Isabel Díaz Ayuso, la que nos concede la gracia de poder tomar unas cañas con unos amigos en un terraza después de una dura jornada laboral. La libertad entendida radicalmente, la que nos permite la posibilidad específicamente humana de querer ser otros distintos a los que somos, mejores, queda proscrita (porque todo lo radical es malo y la moderación es buena). Debemos fidelidad a una España que nos fue inventada y que a muchos nos cae como una losa que nos ahoga.

El intelectual israelí Yuval Noah Harari coloca entre los grandes problemas con los que tendremos que tratar en el siglo XXI este de las identidades. En su libro 21 lecciones para el siglo XXI llama la atención sobre la distorsión de la realidad que es la creencia en una identidad nacional cuando dice: «Los grupos humanos se definen más por los cambios que experimentan que por ninguna continuidad, pero no obstante consiguen crearse identidades antiguas gracias a sus habilidades narrativas»; y añade: «La gente suele negarse a reconocer estos cambios, sobre todo cuando se trata de valores políticos y religiosos fundamentales. Insistimos en que nuestros valores son una esencia preciosa de nuestros antepasados. Pero eso solo podemos decirlo porque nuestros antepasados hace mucho que murieron y no pueden hablar por sí mismos». Eso sí, en la actualidad contamos en nuestro país con ilustres médiums que cuentan con el don de hablar por boca de esos difuntos antepasados. Es lo que les otorga la autoridad moral para llamar «felón» a Pedro Sánchez por supuestamente haber traicionado mediante la acción de su gobierno esa «esencia preciosa de nuestros antepasados». (A quien desee ilustrarse sobre este espinoso asunto de la identidad española le recomiendo la lectura del libro del británico Henry Kamen titulado La invención de España). En relación con todo esto hay que entender que una de las prioridades de gobierno que ya ha anunciado el candidato Feijóo sea la derogación de la Ley de Memoria Democrática, para que los enemigos de España no puedan mancillar el sagrado relato histórico que dicta lo que verdaderamente somos. A esto se lo considera moderación.

Tampoco la verdad está ya del lado del qué, sino del quién. No es la verdad que viene constituida por su correspondencia con los hechos, sino por la virtud moral que otorgamos a quien la sostiene. Ya ha habido tiempo suficiente para que la nueva tecnología de la información y la comunicación haya conformado un universo de burbujas de filtros y cámaras de eco que, retroalimentado por nuestro inexorable sesgo de confirmación, ha parido una miríada de cavernas platónicas dentro de las cuales, cada uno en la suya como soberano alienado, ha optado por deponer su ejercicio crítico y anular el criterio de objetividad para apostar –simplemente así, en un ejercicio de pura fe– por alguien a quien seguir. Quizá así se pueda entender el fenómeno de Isabel Díaz Ayuso en la Comunidad de Madrid, réplica que es del fenómeno Trump. Ahora mismo ningún disparate que diga –y más de uno lleva dicho ya– ni ninguna mentira que salga de su boca o sospecha de corrupción que la roce podría destruirla políticamente (y si no, que se lo digan al defenestrado Pablo Casado). Y es porque en ella –aventuro– hay millones que reconocen ese espíritu de España que describe el profesor José María Marco en Diez razones para amar España así: «somos valientes, solidarios, trabajadores, con ganas de divertirnos. Y nos gusta la familia, el ruido y la gente». ¿Qué español de bien no se reconoce en esta semblanza al ciento por ciento? De este espíritu patrio se impregna Alberto Núñez Feijóo cuando mediante su discurso coloca a Pedro Sánchez en el bando opuesto al de los «españoles de bien». Si hasta la inepcia del gallego en lo que a manejo de la lengua inglesa atañe le favorece dado que es parte del tópico que al español se le da muy mal el aprendizaje de idiomas; lo contrario que a su antagonista, al que tanto su don de lenguas como su apuesta apariencia le dan ese aire de esnob, tan repelente para el mediocre. Así, ¿cómo no identificar la Antiespaña (los también denominados «enemigos de España») con el «sanchismo»? Por consiguiente el mensaje es simple y contundente: se trata de salvar a España, y la forma de hacerlo es echando a Sánchez de La Moncloa. El votante entonces se siente interpelado en los siguientes términos: ¿en qué bando te sitúas tú? ¿Con quién te identificas?

A esta potenciación del quién sobre el qué, contraria a mi parecer al genuino espíritu de la democracia cuya arquitectura institucional está pensada para no depender de ninguna persona en particular para su funcionamiento, se contribuye, demencialmente, también desde la izquierda. ¿Cómo si no hay que interpretar el bochornoso proceso negociador que se ha desarrollado ante los ojos de la ciudadanía entre la plataforma SUMAR y Unidas Podemos? ¿Quién, con un mínimo de sensatez y/o de sentido de la decencia, podía plantearse apostar por siglas que, lejos de proponer qué hacer para orientar nuestro país hacia un horizonte de progreso justo, se dedican a pelearse por quiénes van a estar en los lugares preeminentes de las candidaturas? Argumentos para apuntalar las decisiones de aquellos ciudadanos que ven confirmados sus peores prejuicios contra esos políticos perroflautas y esas ministras feminazis que llegaron a la política detestando a «la casta» (de los políticos profesionales) y que ahora, a la luz de los acontecimientos, interpretan que se resisten a perder sus privilegios de poder. Esto es anímicamente demoledor para la generación de votantes progresistas que alcanzaron la edad de la conciencia política en los tiempos del 15M.

¿Permitirá al fin el acuerdo in extremis presentado por Yolanda Díaz empezar a hablar de qué es lo que se propone a la ciudadanía y que se conjure así lo que podría ser un desastre sin paliativos para las aspiraciones electorales de la izquierda? Veremos si es posible en este tiempo de los egos y de las identidades, y no de las causas universales. Y si no, habrá que ver si la democracia lo aguanta.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.