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Crítica a la oposición a Bolonia

No hemos visto el iceberg

Fuentes: Rebelión

La oposición a Bolonia (y esto que hago es autocrítica, no una rendición formal) no ha sabido construir correctamente su discurso; prueba de ello es que, ante una reforma que no tiene ni pies ni cabeza, se ha movilizado en contra una ridícula parte de los afectados. Decir que Bolonia es un proyecto capitalista de […]

La oposición a Bolonia (y esto que hago es autocrítica, no una rendición formal) no ha sabido construir correctamente su discurso; prueba de ello es que, ante una reforma que no tiene ni pies ni cabeza, se ha movilizado en contra una ridícula parte de los afectados. Decir que Bolonia es un proyecto capitalista de mercantilización de la Universidad es caer en la más absoluta evidencia. Podemos, haciendo una crítica más profunda, hablar de la crisis interna del Estado de Bienestar como modo de regulación económica y vincular al Plan Bolonia con su contexto general de desmantelamiento de los servicios públicos. Sería posible, incluso, afirmar que el Estado quiere ahorrarse la ingente cantidad de dinero que emplea cada año en formar a futuros trabajadores que luego, incluso si se libran del paro, no generarán la riqueza necesaria para recuperar lo gastado en ellos. Pero en el fondo, y a pesar de la precisión analítica, se trataría de la misma evidencia: un tonto hace tonterías, un zapatero hace zapatos, y el capitalismo hace proyectos capitalistas. Punto.

Discutir con quienes apoyan la reforma esas afirmaciones es una pérdida de tiempo; ellos convencerán al gran público, incluso nos darán orgullosos la razón porque lo apropiado es que el Estado reduza su presencia, y nosotros acabaremos malgastando nuestras fuerzas. El discurso anticapitalista no convence nada más que a quienes están ya convencidos. Las bonitas palabras que hablan de revolución y socialismo no llevarán a la revolución, ni al socialismo, ni a parar Bolonia. Hace falta un análisis concreto de la situación concreta.

El Plan Bolonia comienza en 1999 «cuando la coyuntura económica en los Estados miembros de la Unión Europea es la más prometedora que se ha conocido en la presente generación». Estamos en 2009, diez años después de esta declaración, y la coyuntura es otra: crisis económica, y muy grave.

Con la caída de los mercados financieros y, como consecuencia, de un modo de regulación económica agotado (esta vez el neoliberal), se han esfumado también los argumentos de las dos partes en conflicto. ¿Cómo se puede defender o combatir la adaptación de la Universidad al mercado cuando no hay mercado al que adaptarse?

Antes, el Plan Bolonia estaba construido sobre dos contradicciones. La primera que, por una parte, se culpaba de la decadencia de la Universidad europea a su alejamiento del modelo alemán y su aproximación al anglosajón; por otra, que necesariamente su mejora debía venir de un mayor acercamiento a éste. La segunda que, a pesar de que la «fuga de cerebros» universitarios de Europa a EE.UU. había sido masiva (y no sucedía lo mismo al revés), nuestro sistema de educación superior «no era competitivo». Por eso, porque su propio planteamiento era insostenible, quienes estaban arriba fueron pasando el muerto a los que tenían debajo hasta que dependió de cada Universidad y cada Facultad gestionar la aplicación del Plan; así, desde su nacimiento, estuvo garantizado que la homogeneización de contenidos y estudios sería totalmente imposible debido a la completa descentralización y la ausencia de control.

Pero la situación, como he dicho más arriba, ha cambiado. Ahora el Plan Bolonia es simplemente un castillo en el aire porque ha perdido la base económica que lo sustentaba. No queda nada. El mercado financiero era polvo y en polvo se ha convertido, así que Bolonia no hará más que pulverizar la Universidad. La aplicación del Plan Bolonia en España es como hacer en el último momento (y, por tanto, mal) la maleta para viajar en un tren que ya ha descarrilado; y esa maleta está llena de buenas intenciones que nunca se llevarán a cabo y de planes de estudio que desmejoran aún más (si cabe) la formación universitaria. ¿Cómo conseguir una evaluación personalizada sin reducir el número de alumnos por aula?¿Cómo reducir el número de alumnos por aula sin aumentar el de profesores?¿Cómo hacer más «competitivo» el conocimiento de los universitarios teniendo una educación secundaria vergonzosa y reduciendo los tiempos formativos en la Universidad?¿Cómo conseguir mayor movilidad si seguimos siendo unos completos desconocedores de las lenguas extranjeras?¿Cómo mejorar el sistema de convalidaciones más allá de lo formal si los contenidos son terriblemente distintos y dependen de cada Facultad y de cómo se resuelvan sus batallas interdepartamentales?¿Cómo remediar eso sin invertir más en becas para el estudio de idiomas?¿Cómo poner el Plan Bolonia en práctica, en resumen, sin soltar un sólo euro e incluso recortando presupuestos debido a la crisis? Si quieren dos pruebas definitivas de que lo positivo del Plan Bolonia no llegará nunca y lo negativo se hará notar enseguida, las tienen delante: echen un vistazo a los efectos de la LOGSE y piensen en qué extraño motivo llevará a las Facultades de Medicina y Arquitectura a rechazar en bloque la aplicación del Plan.

Los problemas de la Universidad española tal y como está son evidentes. Una reforma, por tanto, es imprescindible, pero no puede hacerse sin criterio y sin tener en cuenta la opinión de todos los implicados. Hace falta una paralización drástica del Plan Bolonia y una discusión pausada que tenga en cuenta las necesarias modificaciones económicas, políticas y sociales que seguirán al descalabro económico que estamos experimentando.

Porque el Plan Bolonia es, en resumen, el Titanic; la crisis económica, su iceberg. Sus defensores son los románticos músicos que se hunden, encerrados en sí mismos, con el barco; sus detractores, sin darnos cuenta de estos cambios, nos ahogaremos sin remedio en los camarotes de la tercera clase.

Miguel León. Estudiante de Ciencias Políticas y de la Administración (UCM).