«Hoy estamos anegados en palabras inútiles, en cantidades ingentes de palabras e imágenes. La estupidez nunca es muda ni ciega.» (Gilles Deleuze: Conversaciones 1972-1990)
Forma parte del proceso social necesario para convertirse en adulto aprender a distinguir qué cosas de las que piensa uno puede decir en según qué situaciones y qué cosas ha de callar, así como encontrar la forma más adecuada de expresarlas. Puede que la tan apreciada y escurridiza sabiduría consista en esto, en saber reconocer en qué charcos no te tienes que meter en según qué momentos. Esta es una habilidad ciertamente muy necesaria en la vida en general, pero conforme se aleja uno del ámbito privado, donde cabe una mayor seguridad sobre lo que se puede decir dejándose llevar por el espíritu purificador de la franqueza, el filtrado preventivo de ideas alcanza la categoría de virtud imprescindible. Es el caso de las declaraciones que los políticos se ven en la necesidad de emitir cuando determinadas circunstancias les colocan en la tesitura de no tener más remedio que hacerlas.
Recién le ha ocurrido a Alberto Núñez Feijóo con ocasión de los execrables hechos acontecidos hace unos días en Algeciras. Una perita en dulce para xenófobos, racistas, etnocentristas y todos aquellos a los que da voz Vox, ejemplares a cuál más puro en términos de identidad, como si eso, la pureza de identidad, fuese un hecho y no un mito producto de una turbia pesadilla romántica. Ya se han desahogado sus voceros, como era de esperar, lanzando sus proclamas tóxicas que fomentan la emocracia, adulteración populista de la democracia. Por supuesto, lo inteligente no es caer en esa primitiva tentación, sino someterse con férrea fuerza de voluntad a la disciplina de la razón.
Núñez Feijóo ha dado prueba una vez más de su cortedad de miras y de su inmadurez política con las declaraciones que le hemos escuchado. «No verá a un cristiano matar en nombre de su religión como hacen otros pueblos», declaró en un primer momento; y más tarde, en lo que se suponía que debía ser la corrección de un mensaje con un innegable sesgo etnocentrista, negó que hubiese «con carácter general un problema de terrorismo católico en el mundo» (le hubiera quedado redondo si hubiera terminado la frase con un «gracias a Dios») mientras que «sí hay un problema de integrismo islámico».
¿Y debido a qué? De la manera como el Presidente del Partido Popular plantea el asunto cabe la sospecha de que en sus declaración se encuentre implícita la tesis esencialista de que hay algo en la religión islámica o en la idiosincrasia de determinados pueblos que los hacen proclives a la práctica del terrorismo. Por cierto, ¿cuáles son esos «otros pueblos»? ¿Son los árabes o los musulmanes o particularmente el marroquí? El caso es que hay algo en la esencia de esos colectivos humanos con una determinada identidad, que se la otorga –digo yo, por hacerme una idea del razonamiento del político gallego– la religión islámica, que los carga diabólicamente con un potencial terrorista que pasa a ser un hecho trágico por el comportamiento concreto de algunos individuos pertenecientes a tales colectivos.
La visión esencialista de las cosas, en la que incurre Núñez Feijóo, oculta la complejidad de la realidad y, especialmente, de aquellos elementos que la constituyen que son especialmente complejos por consistir en sistemas conformados por una pluralidad y diversidad de componentes sujetos a un dinamismo intrínseco. Los pueblos, como él los llama, esos grupos humanos imprecisos, se ajustan a ese modelo de complejidad mutante que no se puede reducir a una entidad con una esencia definida que le otorga una identidad de la que cabe deducir, por una simple inferencia lógica, por qué los que pertenecen a ellos se comportan como se comportan. Claro, así se entiende que quienes comparten este paradigma de pensamiento reduccionista y simplificador se vean a sí mismos capaces de repartir carnés de buenos y malos españoles, dado que ellos conocen ciertamente en qué consiste la esencia de español y quiénes con sus ideas y comportamiento la traicionan.
El punto de vista esencialista elimina toda posibilidad de una indagación rigurosa de los problemas. Se convierte en un obstáculo para el conocimiento de la realidad de los mismos, pues tiene el defecto de obligar a quien lo asume a sesgar los hechos de tal forma que encajen con su prejuicioso y rígido modelo de las cosas. Por supuesto que esta visión esencialista contiene intrínsecamente una carga moral que permite distinguir entre nosotros, los buenos, y ellos, los malos (bien y mal también son entidades con una determinada esencia, claro está).
La del Presidente del PP es, en efecto, una manifestación que se ajusta al reconocido sesgo del nosotros/ellos, suficientemente estudiado por la psicología actual y que refleja un hecho cognitivo fundamental: a nosotros nos juzgamos por nuestros motivos internos y a todos los demás por sus acciones externas. Eso nos permite hallar siempre información atenuante, circunstancial, para nuestras propias fechorías; o sea, que cuando uno de nosotros hace algo mal es debido a alguna circunstancia atenuante, mientras que cuando uno de ellos hace algo mal es porque simplemente es malo. Un político serio no se puede permitir incurrir en sesgos tan burdos y mucho menos fomentarlos mediante su discurso.
El fenómeno del terrorismo yihadista –que así se está contemplando judicialmente lo sucedido en Algeciras– es una de esas complejísimas manifestaciones humanas que cuando se reducen a una explicación simple («es que nosotros no somos así y ellos sí», se viene a sentenciar) pierden la posibilidad de ser objeto de conocimiento.
El conocimiento es un trabajo que requiere tiempo de reflexión. Reflexionar incluye tomar consciencia de las propias creencias y someterlas a cuestionamiento. A ese trabajo siempre le acompaña la incertidumbre, que conlleva una significativa incomodidad en términos psíquicos. Por eso se trata de algo tan poco popular, y por lo mismo el populismo cultiva la consigna de fácil digestión intelectual y de potente efecto halagador de los prejuicios tribales, sobre todo los religiosos y nacionales. No se pierda de vista a este respecto que la trascendencia que prometen tanto el concepto de Dios como el de nación dota de sentido para muchos su existencia individual frente al pavoroso absurdo de la muerte. Dios, nación, pueblo, animales metafísicos todos que aportan una identidad ficticia y una soberanía trascendente a lo que es producto, en gran medida azaroso, de procesos sociales e históricos de una complejidad tal que requiere hilar muy fino a la hora de juzgar; productos de tales procesos son los Estados, los pueblos, las religiones. Tomemos por caso el cristianismo, originariamente una secta del judaísmo catapultada al estrellato del monoteísmo por el accidente histórico de una batalla ganada por el emperador Constantino hace unos mil setecientos años y su posterior fusión institucional con el omnipotente aparato del Imperio; unas creencias originales de un rincón de Oriente Próximo que pasan a asumirse, paradójicamente, como ingrediente esencial de la identidad de Occidente; un mensaje que originalmente se pretendía antisistema y que pasa a ser manu militari fundamento ideológico del sistema.
Cuando se trata de cuestiones que tienen que ver con asuntos sociales, como lo son la radicalización ideológica que puede conducir al fanatismo que, a su vez, puede terminar produciendo un comportamiento socialmente dañino su comprensión exige abordarlas sin eliminar del planteamiento del problema la estructura, el contexto y la historia. El crimen cometido en Algeciras –como terrorismo islamista– surge en una estructura de un sistema global que produce graves disfunciones que tienen su coste humano; en el contexto de la migración ilegal, con las tensiones psíquicas y éticas a las que se ve sometido quien la padece, por el coste que implica el desarraigo y las pulsiones identitarias que exacerba; como manifestación presente de un recorrido histórico plagado de tensiones entre el así llamado «mundo occidental» y el resto del planeta, que mantiene abierta una herida que aún hoy supura, la del colonialismo, seamos conscientes o no de ello.
En este punto se puede constatar la falta de sensibilidad laicista del señor Núñez Feijóo, exponente de la que adolece su partido en cuyo programa no se encontrará ni el más mínimo rastro de laicidad, que sí que es un componente esencial de la democracia liberal. De modo que si no existe el terrorismo católico no es mérito del ideario religioso ni de la Iglesia, porque la historia demuestra que tal terrorismo existió cuando la sociedad europea en general y la española en particular aún no había alcanzado el suficiente grado de secularización; ¿cómo si no hay que categorizar la tarea de la Santa Inquisición durante siglos, aquí en nuestro país, no abolida de derecho hasta 1834? Es la laicidad, un regalo de entre los más preciosos de la Ilustración, garante de la libertad de conciencia en los países democráticos la que, institucionalizada, ejerce de muro de contención contra el desbordamiento de las creencias sectarias que ponen en peligro el espacio común donde debe reinar la racionalidad política.
El ideal democrático exige que nos alejemos el máximo posible de la teología política, que basa la viabilidad de nuestra vida comunitaria en la fe, en la legitimidad de una soberanía que proviene de la dimensión de lo que trasciende la vida finita y mortal de las personas, ya sea la nación o Dios, que para lo que nos ocupa viene a ser lo mismo. De modo que Núñez Feijóo, que apela continuamente a la nación española como si fuera Dios y a nuestra Constitución como si fuesen los Diez Mandamientos donados al pueblo elegido, se ajusta a ese paradigma fundamentalista que lo acerca, al fin y a la postre, al dogmatismo de un integrista islámico (o católico o judío, igual da). Congruentemente, y por lo hasta ahora visto de su labor de oposición al actual Gobierno, su propuesta política tiene que ver más con el qué somos que con el qué hacer. Y, desde luego, los españoles somos católicos –es nuestra esencia, como alguna vez se la ha escapado a quien es la portavoz del inconsciente colectivo del PP, Isabel Díaz Ayuso–, porque es lo que en estricta lógica cabe inferir de sus declaraciones citadas al principio: el pueblo que es católico, como el español, es moralmente bueno; son los otros, que no lo son, los que pueden producir malos individuos.
La política del qué somos lleva a la derecha a darle vueltas sin parar a las cuestiones que dan pábulo a esa lucha ideológica que llaman guerra cultural. A ella arrastra a la izquierda, que bien haría en declararse no beligerante, porque es una pelea que no le favorece. Es una guerra que tiene como principal motor la cuestión de la identidad, y que reconoce como más señalados campos de batalla los del nacionalismo, la religión y el género. Arrastrados a ellos por la manipulación de sus más primitivas emociones la ciudadanía pierde la necesaria libertad de pensamiento y vuelve a su «culpable minoría de edad» –que decía Immanuel Kant en pleno siglo de las luces en su ensayo ¿Qué es ilustración? –. El conocimiento y la racionalidad ceden su puesto de mando a la verdad de la tribu. Así se fomenta la polarización ideológica y emocional y no queda hueco para el acuerdo que permite la toma de decisiones que hacen posible la transformación de las condiciones materiales de las vidas concretas, que es el objetivo de la política del qué hacer. Esa guerra es la palanca que Núñez Feijóo está accionando porque cree que le llevará directo a la Moncloa. Y lo más preocupante es que puede que no se equivoque. Así que, después de todo, es posible que quisiera decir lo que dijo.
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