Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens
29 de enero de 2013. PORT SAID, Egipto. Está oscuro, oscuro como boca de lobo, en las calles de Port Said. Pequeños grupos de jóvenes se reúnen en el centro de la ciudad, en su mayoría alrededor de coches quemados. Algunos están muy intranquilos. Gritan y gesticulan, furiosos.
Hay fuegos en la mitad de las calles. Después de recientes choques entre la policía y manifestantes -o, para ser más preciso, después de reciente violencia policial, durante la cual mataron a manifestantes y curiosos- no parece haber fuerzas armadas a la vista.
Pero que no quede duda: toda la ciudad está rodeada, sitiada, por la policía y especialmente por los militares. Los tanques salieron de sus cuarteles y a todo lo largo del Canal de Suez: de la Ciudad de Suez a Ismailia, y de Ismailia a Port Said. Las bocas de sus cañones apuntan a coches en las carreteras. Hay bloques de ruta por doquier. En la ciudad de Port Said, vehículos blindados bloquean todas las carreteras principales que llevan hacia y saliendo del centro. Los soldados se aferran a sus ametralladoras, listos a disparar.
En la oscuridad total aparcamos nuestro vehículo al borde de la acera y vamos al Hospital General de Port Said.
Hay un fuerte olor a orina en las salas; las luces son débiles y las salas están repletas de pacientes y sus familias… algunos hombres heridos, algunas mujeres llorando… es un caos total; numerosas enfermeras y doctores tratan de restaurar por lo menos una apariencia de orden.
Entro a un espacio poco iluminado que parece parte de una película de horror de tercera de Hollywood: armazones de quirófanos medievales, todas amontonadas en horrendos quirófanos sucios encerrados entre paredes inmundas cubiertas de inmensos agujeres.
«Es nuestra sala de emergencias», me dice una joven enfermera, con sus cabellos cubiertos por un pañuelo: «Estos son nuestros tres quirófanos».
¿Está segura?» pregunto como un idiota.
«Estoy segura», responde. «Trabajo aquí».
Un joven doctor, aparentemente agotado, evalúa mecánicamente la situación: «El banco de sangre está a un nivel decente, y tenemos bastantes medicinas básicas. Hubo ciertos rumores de que se nos habían acabado todas las medicinas y equipamientos necesarios, pero no es correcto. Enfrentamos otros problemas, pero ese no es uno de ellos.»
Esos ‘otros problemas’ consisten del hecho de que nadie esperaba un ataque semejante en tan poco tiempo.
«Es un desastre total», exclama el doctor Ahmed Attia, de una de las clínicas privadas de la ciudad. «Los periódicos dicen ‘Port Said necesita sangre y medicinas’, pero no es así. Los problemas que hemos estado enfrentando aquí, particularmente durante los primeros dos días de matanzas, tienen que ver con lo que llamamos ‘falta de experiencia médica’. Muchos doctores simplemente no sabían cómo tratar heridas por armas de fuego y otras heridas graves. Los pacientes tuvieron que ser llevados en avión al Hospital Universitario de El Cairo y otros hospitales en el país.»
Pregunto cuánta gente murió.
«Veamos», el doctor hace la cuenta. «Por lo menos 42. El primer día, 31; el segundo día, 7; después hubo cuatro personas que murieron por las heridas que recibieron el primer día… y hasta ahora hemos contado a 900 heridos.»
«La gente sigue muriendo», dice alguien desde atrás.
«Todo es terrible», declara el doctor Attia. Luego dice: «Aquí, tenemos a un grupo de socialistas…»
«Soy uno de ellos…» digo, sonriendo.
Se me acerca, un hombre de casi dos metros de altura, y me da un fuerte abrazo. «Vuelva», dice; «vuelva a Port Said, y hablaremos. Le contaré lo que pasó realmente aquí. Pero ahora, tenemos trabajo.»
De vuelta en el Hospital General de Port Said, me llevan a ver a varios pacientes, víctimas de la violencia.
Visito a Ahmed Mamdouh, quien tiene dos heridas de bala en su pecho.
Se queja: «¡No tengo la menor idea de lo que pasó! Soy estudiante de secundaria… Solo iba a asistir a clases y la policía comenzó a disparar a la gente, sin advertencia. Me dieron dos tiros.»
En otra pieza atiborrada un hombre agoniza, rodeado por su familia. Obviamente ha estado luchando por su vida. Le dispararon a los riñones. Me niego a entrar, respetando su privacidad y su dolor. Pero pronto sus parientes me siguen corriendo, gritando: «¡Por favor venga y tome fotografías, y vea lo que nos están haciendo! Tiene 36 años, es hombre de familia. Solo iba al trabajo cuando la policía comenzó a disparar.»
De inmediato me rodeó un gran grupo de gente. Todos querían hablar: los pacientes y sus parientes, enfermeras, doctores e incluso el gerente del hospital.
Sigue estando muy oscuro cuando volvemos a la calle. Los incendios siguen ardiendo y podemos escuchar disparos muy cercanos.
* * *
Unas pocas horas antes, cuando me atrevía a ir de El Cairo a Port Said, evitando tanques, vehículos blindados, e innumerables puntos de control militares, la Alta Comisionada de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, Sra. Navanethem «Navi» Pillay, expresó su «alarma» y Amnistía Internacional expresó su preocupación por el deterioro de la situación en Egipto.
La última etapa del conflicto en Port Said estalló hace solo algunos días después de penas de muerte dictaminadas contra 21 personas del lugar por su participación en los disturbios, en los que murieron 74 personas después de un partido de fútbol entre el club local Al-Masry y el Al-Ahly S.C. de El Cairo el 1º de febrero de 2012. Ese día, cientos de partidarios locales atacaron a visitantes del equipo cairota. Supuestamente la policía no hizo ningún intento de separar a las dos partes.
La BBC informó que partidarios de los condenados a muerte atacaron la prisión en los que estos estaban detenidos en un intento por liberarlos. Hubo derramamiento de sangre, sobre todo de los manifestantes, aunque dos policías también fueron muertos en el enfrentamiento.
Poco después, estallaron nuevos y mortíferos choques cuando los ataúdes de los muertos en el enfrentamiento con la policía eran llevados por las calles.
* * *
No me propongo analizar la situación política general en Egipto en este informe. No me propongo escribir sobre el régimen del presidente Mohamed Mursi, o sobre quién exactamente está detrás de las últimas protestas en El Cairo y en la región del Canal de Suez. Lo haré más adelante, tal vez la semana próxima, en un ensayo más prolongado y detallado para esta publicación.
No vine aquí para apoyar a ésta o a la otra parte. El propósito de mi viaje no financiado a Egipto era terminar de recolectar secuencias para uno de mis documentales, y comprar el levantamiento en Egipto con los ocurridos en Indonesia en 1998 y las victoriosas revoluciones en Latinoamérica.
Pero como corresponsal de guerra que llegó por casualidad a la escena del conflicto, me siento obligado a hacer lo que considero mi deber hacia mis lectores en todo el mundo: informarlos, utilizando palabras e imágenes, sobre el terrible sufrimiento que ha afectado al pueblo de Egipto. Pienso que es especialmente importante en sitios como Port Said, porque, como me han dicho y he visto yo mismo, no hay absolutamente ninguna señal de la presencia de medios independientes y progresistas.
* * *
No importa quién sea el responsable por la actual situación, es absolutamente brutal colocar toda una ciudad de más de 600.000 habitantes bajo la ley marcial, y por ello bajo estado de sitio.
Lo que está claro es que, amenazada o no, la fuerza policial se lanzó brutal y indiscriminadamente contra civiles desarmados. Al publicar este ensayo, habían muerto 50 personas y más de 900 habían sido heridos en solo unos pocos días. Son estadísticas típicas para ciudades que se han convertido en zonas de guerra.
La pregunta lógica es, por lo tanto: ¿está en guerra Egipto? Si es así, ¿quién combate contra quién? Si es una guerra, los civiles deben contar con seguridad, y ser protegidos, no que «agentes del orden» disparen a sus pulmones, cerebros y riñones.
Volviendo al acto que gatilló el conflicto, la sentencia de 21 personas a la muerte: No importa cuál sea la posición de cada cual respecto a la pena de muerte, sentenciar a 21 personas a la muerte en una sola ciudad, en un día, durante un tiempo volátil como el que Egipto vive actualmente es echar gasolina al fuego, tal vez algo peor. Amigos de la pena de muerte -y hay muchos en esta parte del mundo- debieran considerar cuidadosamente lo que sucede en Port Said, y preguntarse honestamente si ejecutar personas realmente ‘protege a la sociedad’ o si la lanza hacia peores tumultos.
* * *
Mientras conducíamos hacia Ismailia y Port Said, la interminable cantidad de letreros y barracones militares a lo largo de la ruta nos impactó, a mí y a mi conductor, un estudiante indonesio de filosofía en una universidad local. No conozco ningún otro sitio, con la posible excepción de Yibuti, que pueda vanagloriarse de una cantidad semejante de instalaciones militares, incluyendo aeropuertos, bases, y quién sabe qué más, en una sola carretera.
No solo había bases militares activas entre El Cairo e Ismailia, sino innumerables monumentos e instalaciones de grandes fetiches militares, con tanques, aviones y estatuas de hombres con caras brutales atacando a un enemigo no identificado. A menudo era difícil hacer una distinción entre el equipamiento real -y activo- y los prototipos y reliquias que servían como parte de los monumentos a los ‘soldados-héroes’ locales. Viéndolo todo, nunca se podría adivinar que cada vez que Egipto ha ido realmente a la guerra, los resultados han sido mucho menos que gloriosos.
* * *
Ahora los cuarteles han abierto sus puertas y los tanques se encuentran a lo largo de la carretera – por docenas, cientos, tal vez más.
Por el camino nos detenemos en el antiguo trasbordados a Sinaí, directamente al lado del nuevo puente. Quiero atravesarlo y hablar con la gente sobe el conflicto y la institución de la ley marcial, pero justo antes de hacerlo me detiene uno de los cientos de militares que se encuentran sin motivo aparente a lo largo del Canal de Suez.
«No puede atravesar», dice el soldado.
«¿Por qué?» pregunto. «He atravesado por lo menos dos veces en el pasado, en camino de El Cairo a Gaza, durante la Intifada. ¿Por qué no ahora?»
El importante militar toma mi pasaporte y comienza a transmitir todos los datos a ‘algún general’, como me dicen, por teléfono. Después de 10 arduos minutos deletreando cada letra en la primera página de mi pasaporte, el hombre se vuelve hacia mí con una cara totalmente derrotada: «¿Cómo se llama?»
«¿Es este el ‘nuevo Egipto’?» pregunto en alta voz.
«Tal vez», responde a través de mi conductor e intérprete indonesio.
* * *
No olvidaré durante mucho tiempo lo que vi en Port Said.
La ciudad, o la mayor parte, está destruida: no por los combates sino por el abandono y la miseria. La mayor parte del crecimiento urbano consiste de horribles edificios de apartamentos medio colapsados o desmoronados, no muy diferentes de los de Alejandría (otra pesadilla urbana) y de El Cairo (no mucho mejor). Hay basura por doquier. Algunos bloques de apartamentos ya han colapsado por completo, y otros están a punto de hacerlo. Parecen similares, aunque peores de cierto modo, que los construidos en Phnom Penh durante el reino de los Jémeres Rojos.
Hay muchos espacios vacíos entre los edificios. Están repletos de desperdicios. No parece haber nada que alguien pueda apreciar: adultos y niños vagan sin rumbo de un lado al otro.
Asnos tiran carretones. Niños pequeños corren por ahí sin supervisión, muchos mendigando.
¡Y Port Said es la más rica, o por lo menos una de las ciudades más ricas del país! En 2009 2010 Port Said había sido catalogada primera de las ciudades egipcias según el Índice de Desarrollo Humano.
* * *
Me acerco a un joven parado en la esquina. «¿Cómo van las cosas aquí de noche?» le pregunto.
Me lanza una mirada vacía. «Anoche hubo combates en el vecindario Al Arab. Una persona murió. Tal vez más.»
Port Said, así como todo Egipto, parecen estarse desmoronando como esos vecindarios desolados. Pero no es un deterioro reciente; no comenzó con la presidencia de Mursi. Casi todos los que conocemos Egipto lo vimos venir, durante décadas. Tendría que haber sido extremadamente disciplinado y mirado hacia otro lado para no darme cuenta.
Ahora las cosas parecen mucho más dramáticas, por supuesto, por lo menos en Port Said. En medio de toda la decadencia hay innumerables bloques de ruta y tanques ubicados en posición de combate. Sobre ellos se ubican fuertes jóvenes, apuntando ametralladoras a su propia gente en lugar de hacer algo productivo para su país, como construir parques de juego para los niños, puentes, hospitales y escuelas.
Las Fuerzas Armadas egipcias son las mayores en África y el Mundo Árabe y las décimas por su tamaño en el mundo, aunque Egipto es un país muy pobre. Su Índice de Desarrollo Humano (UNDP, HDI, 2012) es número 113 de un total de 187 países, y va bajando. Ahora se encuentra bajo Filipinas, y incluso Mongolia y Gabón.
* * *
Fotografío el estadio Stad Būr Sa’īd – el sitio que causó tanto dolor en febrero de 2012. Ahora está cerrado, y espeluznantes grafiti ‘decoran’ sus murallas.
Y entonces encuentro una inmensa manifestación al anochecer; gente que marcha hacia el centro de la ciudad.
Algunos me hacen gestos amenazantes. Otros quieren hablar. Los que quieren hablar son la mayoría.
En un momento dado los manifestantes comienzan a agitar banderas frente a mis cámaras; están posando, y algunos incluso me abrazan. Parecería que soy el único periodista no árabe en la ciudad. En teoría, debería sentirme amenazado, pero no es el caso. Me tratan bien. Confían en mí. Y yo confío en ellos.
Un hombre robusto se apoya en nuestro coche y grita: «Port Said es ahora un país cerrado; ¡es zona de guerra! Hasta ahora mataron a 50 personas. La policía nos está matando. ¡La policía disparó a 1.000 personas en sus piernas y en sus ojos! La policía ha estado usando gas lacrimógeno y munición de guerra. ¡Venga y vea! ¡Mostrádselo! No tenemos munición, ni armas. Sus medios dicen que tenemos – ¡Pero venga y revísenos!»
Otro manifestante me grita: «Cinco personas murieron hoy; algunos fueron alcanzados por un francotirador. Ahora nosotros -los egipcios- somos como el resto de los árabes, ¡vivimos en el miedo y la agonía!»
Una muchacha, ágil y de voz suave, tira de mi manga. «¿Podría ser sus ojos, en Port Said?» Habla buen inglés, y su nombre es Fátima.
Cerca de ella está su hermano más joven, quien parece embarazado por el atrevimiento de su hermana. Todos entramos a un pequeño bodegón local.
«Ya no puedo ir a trabajar», dice Fátima. «Trabajo y estudio; quiero ser periodista, como usted.» Piensa un momento, y continúa: «Es horrible lo que nos están haciendo. Estamos todos contra la decisión del tribunal egipcio, contra las sentencias a muerte. La mayoría de nosotros no estábamos contra el actual gobierno. Ahora sí estamos.»
El toque de queda es a las 9 PM. Logramos salir de la ciudad justo a tiempo, pero antes de irnos, Fátima hace que pasemos frente a la comisaría donde recientemente mataron a tiros a dos personas. El centro de la ciudad está totalmente oscuro. Arden pequeños fuegos, iluminando los fantasmagóricos restos de coches quemados. Siento como si cualquier cosa pudiera pasar, en todo momento.
Conducimos muy lentamente para no chocar con nadie, a fin de no despertar emociones. Un movimiento equivocado podría provocar una tragedia. Unas pocas manos golpean el capó de nuestro coche. No podemos verlos en la oscuridad. Unas pocas gotas de gasolina y un fósforo bastarían y se acabó.
Entonces, Fátima y su hermano parten. Trato de darles un poco de dinero, para que puedan tomar un taxi. «Quiero que estéis seguros», insisto. Lo rechazan orgullosamente. Nos separamos.
Ahora corremos contra el tiempo. El toque de queda se acerca, pero nadie puede decirnos cómo salir de la ciudad, ya que la mayor parte de las calles principales están bloqueadas.
Finalmente llegamos al puente.
Mi conductor y yo estamos agotados, pero nos espera otro terror – 250 kilómetros por la carretera egipcia de noche, de conducción suicida y terribles accidentes. Pasamos por puestos de control militares y policiales; sus tanques nos enfrentan una y otra vez.
La ciudad que dejamos atrás está literalmente sangrando, de todas sus terribles heridas infligidas en el pasado, avivadas de nuevo en los últimos meses y días.
Mientras cruzamos el puente, pienso en el doctor y en Fátima y su hermano – gente amable, mis nuevos amigos que dejó atrás en su ciudad sitiada.
«Bere?» pregunto a mi conductor indonesio, el estudiante de filosofía.
«¿Hm? ¿Qué pasa?»
«¿Qué piensa… sobre lo que vimos hoy?»
Piensa un instante. «Es bueno que hayamos venido». Menciona al doctor y a Fátima. «¡Tenemos suerte, encontramos a gente maravillosa!»
¡Definitivamente, una manera legítima de resumir el día!
Al partir, en El Cairo, uno de los generales y Ministro de Defensa Abdul Fattah Al-Sisi declara: «La actual situación llevará al colapso del Estado» ¿Por qué lo dice? ¿Está amenazando al gobierno?
Mientras conducimos hacia El Cairo, el doctor Attia y sus compañeros desafían valerosamente la ley marcial, saliendo a partir de las 9 PM, y logrando finalmente un levantamiento por lo menos parcial del toque de queda.
Miro la ruta frente a mí, en mi cabeza, por inercia; por lo menos por un instante, trato de ver todo el asunto desde el punto de vista político. Esta vez no tengo éxito. Por una vez, mi historia es muy simple: Informo desde una ciudad destruida. Simplemente informo sobre lo que veo con sus propios ojos. Lo hago porque tengo que hacerlo, porque me siento obligado a hacerlo. Y admito, honestamente, que esta vez solo trato de describir lo que capturan mis ojos, y no lo que llego a comprender enteramente.
Andre Vltchek ( http://andrevltchek.weebly.com/ ) novelista, cineasta y periodista de investigación. Ha cubierto guerras y conflictos en docenas de países. Su libro sobre el imperialismo occidental en el Sur del Pacífico se titula Oceania y está a la venta en http://www.amazon.com/Oceania-André-Vltchek/dp/1409298035 . Su provocador libro sobre la Indonesia post Suharto y su modelo fundamentalista de mercado se titula Indonesia: The Archipelago of Fear , http://www.plutobooks.com/display.asp?K=9780745331997 . Recientemente produjo y dirigió el documental de 160 minutos Rwandan Gambit sobre el régimen pro occidental de Paul Kagame y su saqueo de la República Democrática del Congo, y One Flew Over Dadaab sobre el mayor campo de refugiados del mundo. Después de vivir muchos años en Latinoamérica y Oceanía, Vltchek vive y trabaja actualmente en el Este de Asia y África.
Fuente: http://www.counterpunch.org/2013/02/01/notes-from-a-besieged-city/