Cuando uno se aproxima al puesto fronterizo de Erez para entrar en Gaza desde el norte de Palestina, o sea lo que ahora es Israel, advierte inmediatamente un campo de concentración incluso si nunca antes ha visto los que permanecen convertidos en museos y centros educativos o los que aparecen en documentales y fotografías. Hace […]
Cuando uno se aproxima al puesto fronterizo de Erez para entrar en Gaza desde el norte de Palestina, o sea lo que ahora es Israel, advierte inmediatamente un campo de concentración incluso si nunca antes ha visto los que permanecen convertidos en museos y centros educativos o los que aparecen en documentales y fotografías.
Hace unos años la misma zona se asemejaba más a un puesto fronterizo entre dos países enemistados. Una ametralladora pesada instalada en un promontorio, manejada por un soldado perteneciente al ejército de ocupación israelí, apuntaba hacia el lado palestino. Un grupo de soldados con actitud desganada controlaba el paso de una zona a otra en una garita de mala muerte, mientras otros grupos observaban desde sus puestos listos para cualquier eventualidad. Más adelante, tras caminar un rato por una especie de tierra de nadie, aparecía otra garita desvencijada, donde unos soldados palestinos controlaban el paso. Al fondo, varios taxis esperaban para llevar al viajero a su destino.
El paso era incómodo, desagradable y atemorizador, además de que los israelíes hacían lo posible para que un mero trámite fuese un castigo, pero hoy es aún peor. Por supuesto que los palestinos que tenían permiso para trabajar en Israel como mano de obra barata padecían ya entonces a diario el racismo y la arbitrariedad de los soldados de ocupación israelíes. Éstos les hacían pasar buena parte de la madrugada en colas interminables a las que fueron añadiendo diversos elementos de deshumanización, como corredores aptos solamente para el paso de ganado, cacheos y otros procedimientos de registro denigrantes, mecanismos electrónicos pagados por los propios controlados, exclusión arbitraria de personas fichadas, imposición de cierres, etc.
Hoy no queda nada de aquello porque, salvo casos contados con los dedos de una mano, lisa y llanamente ya no hay paso para los palestinos. Punto final. En la lógica sionista no basta con no darles permiso para pasar a Israel por el norte y el este, donde miles perdieron sus tierras y casas cuando fueron expulsados en 1948, sino que tampoco les dejan salir por el sur, sencillamente cruzando la frontera con Egipto, ni por el oeste, puesto que a través del mar Mediterráneo lo tienen prohibido, ni por el aire porque está igualmente prohibido, a pesar de que no tienen ni barcos ni aviones para hacerlo y de que el aeropuerto -pagado casi por completo con dinero español- fue destruido por las bombas de la aviación israelí.
Un zeppelín militar de inocente color blanco se mece lentamente en el aire por encima del muro que rodea Gaza, controlando que ningún infeliz se mueva más allá de lo establecido por los guardianes del campo o realice algún movimiento sospechoso.
El muro de hormigón armado impresiona por su altura, grosor e inacabable longitud, pero más aún porque muestra que a pesar de los juicios de Nuremberg y la Declaración Universal de Derechos Humanos, que presagiaban una nueva era para el mundo libre de crímenes de guerra y contra la humanidad, hoy hay cemento de sobra para que Israel construya un campo de concentración en la Franja de Gaza (38 kilómetros de largo por 12 de ancho en su parte más extensa) en el que encierra a un millón y medio de personas, mientras que éstas no lo pueden obtener para construir sus casas porque Israel lo impide mediante el bloqueo al que somete al campo.
Varios militares o agentes de policía de paisano con una más que mediana metralleta en ristre, procuran dejar bien claro con sus paseos rasantes alrededor de la decena escasa de personas que esperan bajo un sol de justicia frente a una garita en mitad del descampado que rodea la zona edificada, que es mejor que no se muevan de su sitio. Al cabo de un largo rato de espera, a través de megafonía, la soldado que está instalada en la garita blindada les da el paso al recinto.
Se trata de una nave industrial de una altura inusual con aire acondicionado y varias garitas en su interior, de las que sobran todas menos una porque no hay tráfico de personas que las haga necesarias. Se produce una nueva espera que tiene su lógica a pesar de la inexistencia de movimiento.
En la mentalidad sionista es esencial que todo el que no colabore con el sistema pague por ello. Ni siquiera hace falta ser un enemigo declarado del mismo. En este caso, los visitantes vienen de un Estado con buenas relaciones de todo tipo con Israel, o sea, el Reino de España, muestran sus documentos en regla, van completamente desarmados, disponen de la coordinación previa por parte del consulado español en Jerusalén con las autoridades israelíes, tienen billete de avión de vuelta a su país, dinero para su mantenimiento y un objetivo humanitario declarado que cumplir que dura exactamente tres días con sus correspondientes noches.
La razón de que la policía de fronteras israelí en Erez haga pasar un mal rato a los extranjeros, es que a los sionistas no les hace mucha ilusión la llegada de testigos al campo de concentración, pues eso y no otra cosa son los extranjeros que llegan a Erez con intención de pasar adelante (los israelíes tienen prohibido el paso). Puede que le nieguen a uno la entrada, para lo que no hace falta una justificación razonable. Basta por ejemplo con manifestar alguna solidaridad con los palestinos, ser un activista por los derechos humanos, estar en una lista negra, tener apellidos de origen árabe o que resulten sospechosos, etc.
Se trata de desanimar a los visitantes como sea. Si la vista del muro, las metralletas peripatéticas y la espera bajo el sol no lo consiguen (obviamente, pues nadie va hasta allí para disfrutar del ambiente), entonces se les somete a interrogatorio. El interrogador habla sentado por megafonía tras un cristal blindado y el interrogado lo hace de pie frente a la garita.
Es importante que el individuo se sienta incómodo, asustado, culpable, desorientado y sobre todo impotente ante el funcionamiento del campo. Contra lo que puede parecer a primera vista existe una lógica en ese funcionamiento, aunque no sea una lógica humana por así decir. El fin es poner nervioso al entrevistado, que se equivoque en alguna respuesta. A veces las preguntas se repiten una y otra vez y cuando el fallo sucede entonces aumentan la presión y consiguen que la persona cometa nuevos errores y que les facilite así una excusa para que no la dejen pasar: un dato sospechoso a juicio de los soldados, una mala contestación fruto de la presión, una contradicción tras varias respuestas a la misma pregunta, etc.
Nadie se dirige a los visitantes ni se les informa del procedimiento a seguir. Pasa el tiempo, no se mueve nada. Uno decide por fin acercarse a la garita, pero es devuelto al grupo. No entra ni sale absolutamente nadie, no hay nada de actividad salvo el paseo enérgico de los soldados con sus metralletas.
Por fin, llaman para que se acerquen de uno en uno. Las preguntas varían de lo razonable a lo cómico: ¿qué va a hacer en Gaza? ¿ha estado antes en Israel? ¿habla ruso? ¿tiene carné de conducir? ¿cuántos pasaportes tiene? ¿cómo se llama su jefe? Desde el elevado piso superior cámaras y personal de vigilancia graban y observan a los visitantes sin ser vistos. Posteriormente hay que pasar de uno en uno a través de un estrecho torno de barras metálicas que se puede bloquear a voluntad del personal de servicio, una o dos puertas blindadas más que se abren por control remoto y -siempre bajo cámaras de vigilancia- se abandona el recinto para ingresar en un corredor metálico y cruzar definitivamente el muro de hormigón hacia el lado palestino.
El cruce de Gaza a Israel es igual salvo que se añade una parada de algunos segundos en una especie de cámara anti-explosivos que se ajusta al cuerpo como un ataúd y en la que hay que colocarse en un lugar concreto con las piernas abiertas y los brazos en alto y separados. Una especie de cinta o cinturón vertical electrónico da una vuelta completa alrededor del cuerpo tantas veces como sea necesario para dejar satisfecho al soldado que está en el piso superior de que la persona no supone ninguna amenaza.
Es un procedimiento tan impresionante como estúpido, ya que los soldados saben perfectamente de antemano quiénes son los visitantes y qué hacen en Gaza, ya que han entrado con la documentación revisada previamente por las autoridades españolas e israelíes, eso sin contar con que no ha habido jamás casos de ciudadanos europeos en misión oficial o humanitaria que hayan atacado al cuarto ejército más poderoso del mundo.