En la obra «Masculinities», la antropóloga australiana Raewyn Connell aborda el género como sistema de poder, lo que le conduce a la noción de «masculinidad hegemónica». El género, según la idea desarrollada por esta autora, no es un rasgo inmanente y estático que caracterice a los individuos, sino más bien un sistema dinámico y atravesado […]
En la obra «Masculinities», la antropóloga australiana Raewyn Connell aborda el género como sistema de poder, lo que le conduce a la noción de «masculinidad hegemónica». El género, según la idea desarrollada por esta autora, no es un rasgo inmanente y estático que caracterice a los individuos, sino más bien un sistema dinámico y atravesado por relaciones de poder. Se establece, por tanto, una jerarquía de masculinidades, sobre la que asentaría su dominio la masculinidad hegemónica. Ésta no se hace evidente, sino que al contrario, se confunde sutilmente con el sentido común de una época.
Al margen permanecerían las masculinidades femeninas, los hombres gais, o quienes no desarrollen valores épicos y raciales. A partir del estudio de Connell, se han desarrollado numerosos trabajos sobre la «masculinidad hegemónica», cómo se erige y las formas de exclusión que ejerce; «hoy es prácticamente escuchar a alguien hablar de masculinidad, en singular», afirma el sociólogo y activista Jokin Azpiazu Carballo en el libro «Masculinidades y feminismo» (Virus, 2017), presentado el 22 de septiembre en la librería La Repartidora de Valencia.
El cuadro general trazado por la teórica australiana es sólo el punto de inicio para la reflexión de este investigador, músico e integrante desde 2011 de la Joxemi Zumalabe Fundazioa, organización que trabaja en apoyo de los movimientos populares de Euskal Herria; y entre 2006 y 2008, del grupo de hombres antisexistas Alcachofa, en Barcelona. Una de las tesis del libro es que el modelo de macho alfa, intrépido, violento y que oculta sus emociones ya no constituye el patrón dominante en regiones como el sur de Europa. De hecho, las formas de masculinidad que hoy irradian hegemonía prefieren incorporar elementos de otras masculinidades históricamente excluidas, como la gai. Se conservan los ámbitos de poder, aunque con otro ropaje. Precisamente la cuestión del poder es central en el ensayo de Jokin Azpiazu, de ahí que el investigador deje abierta la siguiente pregunta: «¿Resulta efectivo seguir enfocando la cuestión del cambio de los hombres desde un punto de vista de las identidades, en lugar de hacerlo, por ejemplo, desde el desempoderamiento?»
De las «nuevas masculinidades» comenzó a tratarse en las décadas de 1980 y 1990, cuando un modelo concreto de hombre se planteó cambios. Generalmente era blanco, de clase media, autóctono (de países del Centro), con ideología en muchos casos progresista, también heterosexual y con vida en pareja o familia. El nuevo prototipo masculino otorgaba mayor importancia a los cuidados, la paternidad responsable, la educación de los hijos en valores de igualdad, el reconocimiento de la discriminación de las personas homosexuales, la expresión de las emociones o la relación igualitaria -exenta de malos tratos- con sus parejas. No es casualidad que, junto a la violencia de género, sean estas las prioridades en las políticas públicas destinadas a hombres por las consejerías de igualdad.
Pero el autor de «Masculinidades y feminismo» problematiza el canon. Es un libro de preguntas. Azpiazu Carballo cita la obra «El pensamiento heterosexual», de la escritora y teórica feminista Monique Wittig, en el que la autora considera la heterosexualidad un sistema de valores, actitudes y creencias que trasciende la mera opción sexo-afectiva. ¿En qué consiste el pensamiento heterosexual? Activistas e investigadores LGTB han reflexionado en los últimos años sobre este punto. «Entenderse como complementarios, buscar en la vida familiar y en pareja una satisfacción que resulta ser el sostén de todo un sistema económico basado en la invisibilización del trabajo de reproducción social», apunta Jokin Azpiazu. Además, si bien es cierto que gais, lesbianas y trans han conquistado derechos y espacios de libertad, no lo es menos que el sistema mantiene su potencial asimilador; por ejemplo con las zonas gay en los procesos de gentrificación, o la promoción del «pinkwashing» (mercadotecnia «rosa») en países como Israel.
Asimismo, podría cuestionarse la idea de que la «vieja» masculinidad reprimía sin matices las emociones. La simple presencia en un estadio deportivo permitía observar cómo, entre los espectadores, se desataban la ira, la euforia, la rabia o el éxtasis. La clave reside, según el sociólogo vasco, en que determinadas emociones -como la rabia, el deseo sexual o la ambición- se asocian a la esfera masculina y de las mismas se ha excluido a las mujeres; en cambio, llorar o la expresión de ternura se ha vinculado al mundo femenino. El ámbito de las emociones permite constatar los límites de las nuevas masculinidades. «Es muy común que nos llame la atención las mujeres que ocupan posiciones de poder, y las criticamos porque ello no supone un avance», explica Jokin Azpiazu, pero «preferimos no hablar de la posición de ventaja en que nos sitúa a los hombres la naturalización de nuestras ambiciones».
No es el único avance sobre el que pueden plantearse dudas. El hombre actual, más empático, cercano y con menores dificultades para conectar con la emocionalidad, también es el que mejor se ajusta al modelo de triunfador; de hecho el ejecutivo que es un buen gestor de equipos, consigue lo mejor de cada empleado y trata de comprender a su pareja, resulta más funcional al sistema que el hombre «máquina», simple calculador racional de costos y beneficios. Otra limitación de las nuevas masculinidades remite al mundo de los cuidados. El tiempo que los hombres dedican a las tareas del cuidado de las personas a cargo ha aumentado, pero en ello influyen circunstancias como el incremento del desempleo por la crisis; además, matiza el autor de «Masculinidades y feminismo», tal vez el hombre se esté centrando en las partes menos severas del trabajo doméstico, como realizar las compras o cocinar, mientras que otras como limpiar los baños continúan desempeñándolas básicamente las mujeres. También buena parte de los hombres critica las violencias machistas, pero estas no se abordan como una forma de violencia estructural.
Sin desdeñar estos cambios de mentalidad, Jokin Azpiazu propone trascenderlos e incorporar la perspectiva de la economía crítica feminista por una razón: «el espacio de la individualidad como único lugar de acción que nos ofrece la actual forma neoliberal de patriarcado capitalista, puede quedarse corto para modificar pautas y tendencias que desembocan en la injusticia social». Incluso en los hombres con mayor afinidad a las corrientes feministas, «¿por qué no hemos denunciado que la custodia compartida por defecto esconde las condiciones de desigualdad salvaje y violencia en que se da la crianza hoy?», se pregunta el autor del libro publicado por Virus. En resumen, las nuevas masculinidades no han renunciado a espacios de poder político, cultural y simbólico, ni tampoco se han adentrado en los ámbitos de la reproducción de la vida del mismo modo que la mujer en la producción.
El capítulo tercero del libro somete a crítica los roles de género asumidos en los movimientos sociales. Los hombres se encuentran con espacios y colectivos en buena parte diseñados a su medida. En primer lugar, por los valores -atravesados por la testosterona, la acción, la idea de vanguardia y la épica-, que hasta hace poco tiempo eran abrumadoramente dominantes en los movimientos. La mujer proactiva se revelaba como una especie de anomalía, ya que se esperaba de ella un rol pacífico y conciliador. Sin embargo, «¿quién sostiene al militante comprometido (masculino) para que pueda serlo?; ¿quién le lava la ropa y le escucha cuando lo necesita?» Dentro de las asambleas puede encontrarse en muchas ocasiones una distribución de funciones parecida: quienes se hacen cargo de la logística, «trabajan» las cuestiones de género o intentan mejorar las formas de participación; y los que por otra parte asumen las funciones más visibles, como las portavocías, y copan los turnos de palabra; a ello se agregan los recelos de muchos hombres a aceptar los espacios sólo para mujeres, mujeres y chicos trans o para mujeres y LGTB+.
En una entrevista a Jokin Azpiazu realizada el pasado 23 de junio por Josué Sánchez y publicada en Pikara Magazine, el investigador natural de Ermua defiende la «incomodidad productiva», por ejemplo en los talleres de masculinidad. «Si no hay algo incómodo, nos podemos quedar en el mismo sitio; las cosas no tienen que ser sólo interesantes, también han de ser transformadoras», afirma. De hecho, «el libro está escrito desde la sinceridad, pero también desde la confusión». En un artículo publicado en marzo de 2013 en la citada revista, Azpiazu ya señalaba la ausencia de respuestas a la pregunta central: «¿Qué hacer con la masculinidad?, ¿Reformarla? ¿Transformarla? ¿Abolirla?». Ni siquiera la opinión pública se plantea la pregunta.
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