Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández.
Estados Unidos, al negarse a vincular su ataque contra las fuerzas pro-Asad de comienzos de este mes con una nueva utilización de armas químicas por parte del régimen, no ha hecho nada para disuadirle de su uso, argumenta James Snell.
En medio de todo lo acontecido desde entonces, es fácil olvidar lo que sucedió en Siria a comienzos de este mes. En primer lugar, al iniciarse febrero, el régimen de Bashar al-Asad fue convincentemente acusado de varios ataques con armas químicas contra zonas civiles durante sus habituales ataques aéreos contra objetivos no militares. Y, en segundo lugar, pocos días después, la coalición liderada por EE. UU. mató a más de 100 combatientes partidarios del régimen que habían atacado a un destacamento de las Fuerzas Democráticas Sirias (FDS) dirigido por los kurdos, así como a las tropas estadounidenses que lo escoltaban al este del Éufrates.
Lo primero marcó incluso ciertas diferencias con la usual violencia del régimen. Las informaciones sobre el uso de armas químicas afirman que se utilizó gas de cloro en Duma, en el asediado suburbio del este de Ghuta, en las afueras de Damasco, así como en Saraqeb, una ciudad de Idlib. Unidos, estos y otros incidentes en los que se ha acusado al régimen de haber utilizado armas químicas están señalando algo importante: Que Asad y sus aliados o bien se sienten sinceramente inmunes frente a las sanciones internacionales, o bien desean poner a prueba esa propuesta de destrucción.
Ambos casos representan un desafío directo a la comunidad internacional.
El último suceso no constituyó un combate fugaz. Al parecer, el enfrentamiento entre las FDS, apoyadas por los estadounidenses, y las fuerzas a favor del régimen duró alrededor de tres horas, implicando un amplio apoyo aéreo por parte de EE. UU. y el uso de artillería. Se informó que entre los muertos había contratistas rusos, que trabajan por cuenta propia en Siria formando parte de la fuerza mercenaria «Wagner».
Fue una batalla prolongada contra múltiples rivales internacionales en la que murieron alrededor de cien combatientes, y que podía haber implicado, tras los brutales ataques del régimen contra los civiles y los posibles crímenes de guerra con armas químicas, un serio compromiso para contrarrestar agresiones injustificadas.
EE. UU. podía haber justificado que la elección del momento había sido algo fortuito. Los enviados estadounidenses podían haber disculpado lo segundo como una consecuencia de lo primero. Podía haber servido de advertencia y humillación para el régimen de Asad. Y no hubiera hecho falta ninguna otra acción, que hubiera quedado invalidada por la retórica retroactiva.
Pero nada de esto sucedió. Los estadounidenses se quedaron agarrotados. Sus fuerzas se habían defendido de un ataque, actuando en autodefensa para proteger a un apoderado contra la agresión del régimen y sus afiliados. Esa era la línea argumental a mantener.
El secretario de defensa, James Mattis, dijo que no hubo «iniciativa por nuestra parte», que se habría puesto de manifiesto «si nos hubiéramos involucrado en un conflicto más amplio». Mattis estaba defendiendo a su gobierno de la acusación de ir como sonámbulos a una guerra abierta en Siria y, por consiguiente, cabía esperar que pusieran reparos a la hora de enfrentarla.
Pero Dana White, adjunta para asuntos públicos del secretario de defensa, no tenía tal objetivo inmediato. Declaró a los periodistas que EE. UU. no estaba «buscando un conflicto con el régimen».
La consecuencia de todo esto es explícita y definitiva, incluso después de todas las condenas y protestas diplomáticas que merecieron los ataques químicos del régimen. Y es que habla por sí solo.
Los observadores deben ser claros. Una reclasificación retrospectiva de esta acción habría resultado barata y miope. No habría resuelto el problema del uso continuado de armas químicas por parte del régimen, ni castigado suficientemente tal uso. Pero al menos habría sido algo. Habría indicado algún intento, por muy pequeño que fuera, de hacer algo más que condenar las acciones del régimen en la distancia.
Pero ni siquiera se produjo tal intento. En cambio, EE. UU. prosigue su política ambivalente en Siria, contraatacando cuando les atacan directamente, pero sin hacer nada ante las provocaciones más graves.
La línea roja trazada por el presidente Donald Trump, y seguida por su administración, sólo incluye el uso de gas sarín. Y no van a ampliarla. Las armas químicas que no sean agentes neurotóxicos no preocupan a EE. UU., ni siquiera consiguen motivar gestos internacionalistas en sus líderes.
Y esto se produce en un momento en que los gestos son más necesarios que nunca. Con anterioridad, EE. UU. y muchos de sus aliados pudieron sostener que -en parte debido a su implicación en crímenes de guerra química e innumerables actos inadmisibles- Asad debía abandonar el poder y que debía llevarse a cabo una transición política. Esta visión de las cosas, que las autoridades estadounidenses nunca pusieron en marcha y en la que nunca creyeron, sobrevive ahora tan sólo como muleta retórica. Especialmente el pasado año, los diplomáticos estadounidenses respondieron a las transgresiones del régimen desplegando esa vieja fórmula. Pero en esta ocasión, hasta las mismas palabras están desaparecidas.
A la luz de los acontecimientos más recientes, sobre todo de los graves ataques israelíes contra objetivos del régimen, incluyendo la aparente destrucción de hasta la mitad de la capacidad aérea de defensa de Asad, puede minimizarse, incluso olvidarse, la respuesta estadounidense ante las incursiones del régimen al otro lado del Éufrates. Lo mismo podría decirse de las atrocidades químicas que precedieron a ese episodio, desapareciendo ambos sucesos lentamente de la vista tras los últimos hechos.
Esa es una realidad desafortunada, sobre todo porque ambos eventos podrían haber servido de revulsivo. El mundo en general podría, con el tiempo, haber desarrollado una apreciación sincera del hecho de que probablemente el régimen nunca renunciará a sus armas químicas a menos que se le castigue a un nivel que le resulte insoportable. Y puede que EE. UU. haya comprendido que su apoderado kurdo nunca estará a salvo del ataque del régimen mientras las fuerzas pro-Asad crean que el viento sopla a su favor, y asimilen que el mundo no se acabó cuando los estadounidenses y sus armas mataron a gran número de soldados del régimen y contratistas rusos.
Pero todas estas cosas no van a entenderse sin un esfuerzo consciente. Olvidadas, irán pasando convenientemente a un segundo plano, al igual que es poco probable que los pasados sucesos tengan un impacto mayor en una guerra vertiginosa. Los dirigentes estadounidenses desean defenderse de las implicaciones de los recientes acontecimientos, de la misma manera que defendieron a sus fuerzas y aliados. Pero esas implicaciones no deben olvidarse. Si así sucede, puede que aún sea posible aprender las lecciones de las últimas dos semanas, la única forma de garantizar que esos hechos tengan algún significado.
James Snell es un escritor británico. Ha colaborado con The Telegraph, National Review, Prospect, History Today, The New Arab y NOW Lebanon, entre otras publicaciones. Twitter: @James_P_Snell.
Fuente: https://www.aljumhuriya.net/en/content/failing-respond
Esta traducción puede reproducirse libremente a condición de respetar su integridad y mencionar al autor, a la traductora y a Rebelión.org como fuente de la misma.