Palestina permanece arrinconada en un resquicio del corazón de la humanidad, olvidada y latente, hasta que sobrevienen hechos trágicos a gran escala -a pequeña escala la tragedia es cotidiana- y es entonces cuando muchas almas misericordiosas se rasgan las vestiduras, para guardarlas y volver a rasgarlas cuando una nueva indignación lo imponga. En los entremeses, […]
Palestina permanece arrinconada en un resquicio del corazón de la humanidad, olvidada y latente, hasta que sobrevienen hechos trágicos a gran escala -a pequeña escala la tragedia es cotidiana- y es entonces cuando muchas almas misericordiosas se rasgan las vestiduras, para guardarlas y volver a rasgarlas cuando una nueva indignación lo imponga. En los entremeses, el duro día a día de los palestinos se desliza en el descuido de lo que se hace costumbre.
Los judíos de mi generación tenemos en la memoria las discusiones y los realineamientos del pensamiento que se dieron en la progresía comunitaria, especialmente durante los años sesenta, cuando todavía el avasallamiento y la expulsión de los palestinos se enmarcaba como «conflicto árabe israelí».
Sucedía que los judíos de izquierda discutían con los sionistas socialistas la inmisericorde situación de los refugiados. Unos asumían el derecho de los antiguos habitantes a vivir en la tierra que los había visto nacer -hacía tantos siglos que ya no se podían contar para atrás- y a continuar su existencia de familia y de trabajo, mientras que los otros pretextaban la seguridad del nuevo Estado y la inferida obligación de los vecinos árabes de hacerse cargo de ellos. Sabíamos también qué pensaban los bien y mal pensantes en Buenos Aires, en Nueva York o en París; se nos presentaba la kefiá como la caperuza de un proto terrorista, pero nunca tuvimos ocasión ni pretensión de escuchar la historia de la boca real de los que lo habían perdido todo.
Yo, personalmente, incursionando en el Este de Europa, hacia finales de los años ochenta, di en un tour para visitar un castillo en las afueras de Praga. Todavía con la mirada encandilada por el lujo de aquel imperio perdido al terminar la primera Gran Guerra, por los alabastros y los cristales de Bohemia, por las incrustaciones de marfil y los reverberos de madreperla, llegó el momento de sentarnos a almorzar, repartidos en mesas plurinacionales y dejando libre a las coincidencias del caos con quién compartiría el menú turístico. Junto a decoradores neoyorquinos y señoras australianas de aire campesino nos acompañaba un médico que regresaba de un congreso de pediatría en Estocolmo, enfundado todavía en el traje académico de camisa clara que resaltaba su piel morena y su ojos renegridos; tenía pasaporte jordano, pero era palestino. Palestino. Tenía yo que haber llegado a ese lado del planeta para toparme por primera vez con uno de aquellos hombres de la patria robada y las identidades dolidas, de los que tanto había hablado en mis épocas universitarias y a los que nunca había conocido. Me los había imaginado en un mapa excéntrico -en el prístino sentido de la palabra- que mi mente simple y americana no llegaba a comprender. Lejos del límpido horizonte de sus olivares milenarios, apretujados en una tierra paria, en las tiendas que les proveían las Naciones Unidas o en las casas precarias que ellos mismos habrán construido, me preguntaba dónde guardaría, cómo plancharía su traje tan elegante ese pediatra exiliado que prefirió no elegir las costillitas de cerdo del menú, tal como tampoco lo habría hecho mi abuelo Elías.
No se trata de renegar de los judíos que llegaron a Palestina para fundar una vida nueva lejos de la discriminación, de las persecuciones, de la pobreza, de los límites trasvasados por la ferocidad humana, del intento mismo de eliminación de su estirpe -que presenciaron azorados-como lo hicieron tantos que, en el entresiglo, migraron también a Estados Unidos, a Argentina, a Brasil o a Canadá. Se trata de encontrar la rara ética, los erráticos principios de aquellos banqueros, de aquellas asociaciones judías que compraban tierras para sus colonos y de los terratenientes árabes o turcos que las vendían, sentados en sus palacios de Damasco sin poner en sus cálculos a las gentes pobladoras que nacían, vivían y morían en Palestina a lo largo de los siglos, mientras cosechaban y saboreaban sus aceitunas, pacían sus cabras, producían y comerciaban sus aceites, reían y estudiaban, rezaban y folgaban y que pasaron a ser, en la literatura de Occidente, no más que sombras al acecho en el entorno del kibutz o del moshav. No fue así el barón Hirsch que, a diferencia del banquero Rotschild, nunca quiso comprar tierras en Palestina para sus colonos y prefirió la Argentina …donde ya, desde mucho antes la conquista del siglo XVI y la generación del general Roca se habían ocupado de dejar llanuras vacías. También se trata de dos culturas que desconocían mutuamente sus realidades, una que abandonaba su Europa sabida hacia una esperanza, la otra dispuesta a resistir al desconocido que invadía y perturbaba su mundo. Y además se trata de la ética política de las potencias y de sus guerras: los imperios vencidos firman hipotecas y los vencedores trazan líneas de puntos, dibujan países, especulan puertos, se babean por los recursos naturales, estructuran pensamientos y opiniones submediáticas y caretean disposiciones desde las Naciones Unidas. Y acaso la religión y la pelea contra el invasor descarriaran conflictos de clase, de la misma manera que el credo bíblico, la inversión externa y la invocada seguridad los relegan en Israel.
¿Qué posibilidad tenía una minoría de judíos de sobrepasar la idea de un hogar vaticano para fundarse su propio Estado, solo para judíos, con el concepto de democracia de Occidente, en una tierra poblada mayoritariamente por no judíos, y amarrocando solo para ellos las inversiones y las ayudas económicas externas que promovieron su desarrollo educativo, científico, tecnológico, industrial militar? Solo cabía la expulsión, la degradación identitaria y, si pretendían expandir esa nación hasta límites que se pierden en las nieblas de antiguos evangelios… se agregaría la asfixia de sus primitivos habitantes, los asesinatos selectivos y las masacres reiteradas. Tal vez alguno se vea tentado de llamar limpieza étnica a lo que hoy en día, muy recatadamente, los palestinos llaman ocupación colonialista. Y nos habían llamado a los judíos del mundo para que nos uniéramos a ese Estado como a aquella Torre de Babel que en la antigüedad bíblica post diluviana debía reunir a la humanidad toda a su alrededor. Solo dos caminos -dijeron- nos quedaban: asimilarnos y desaparecer como judíos o ascender hacia esa torre construida sobre cimientos infaustos como única manera de mantener nuestra condición milenaria. Pero muchos recordamos cómo el propio Dios se había mofado de la pretensión de aquella Babel.
En los casi treinta años que siguieron a aquel almuerzo de Praga conocí a otros palestinos. En sus relatos veo a un padre o a un abuelo, terminada la guerra de 1948, humillado de impotencia ante la familia que siempre había protegido, todos partiendo hacia Ramallah, mirando hacia atrás para grabar el recuerdo de su tierra en la memoria, para no olvidarla hasta el momento de volver, porque allá quedaba un mundo al que ningún dios le había quitado su bendición. No quedarían estatuas de sal como la mujer de Lot, sino ojos incrédulos para testimoniar el éxodo. Llevaban la llave de la casa que quedaba sola a merced del invasor, muy parecida a la que tal vez guardaron, en un cofrecito de terciopelo, los antepasados del soldado usurpador, cuando abandonaron la judería de Sevilla…
No habrán podido creer cuando, en 1967, vieron llegar nuevamente a los soldados israelíes, sobre lo llovido de su llanto y de su enojo, pasando a desnaturalizarles la propia condición de refugiados, deglutidos por el mismo vientre del que había sido su verdugo expulsor. Y le siguieron los muros y las vallas electrizadas que zigzaguean entre las ciudades, asfixian los barrios y desguazan los campos que el agricultor mira por entre los alambres, aguaitando el día o los dos días por semana en que el soldado de aire entre displicente, altivo y malamente socarrón le abrirá la puerta para que riegue. Y el campesino abrazará los troncos retorcidos del olivo que, como él y los suyos, toman distintas direcciones, pero agarrados todos a una misma raíz hundida en la propia tierra. Después, desde su casa, mirará la autopista que solo pueden frecuentar los israelíes para trasladarse raudamente de un asentamiento a otro mientras que él ya ha renunciado a visitar a sus parientes, que no viven tan lejos, pero tanto permiso requerido, tanto check point, tanto soldado insensible, tantas horas de espera en una fila indigna, alimentan su desgano y su cansancio moral.
Hoy sé qué significa un pasaporte jordano. Entre sus vecinos, solo el reino de Jordania -quién sabe si redimido aquel septiembre negro cuando la guerrilla de Fatah fue masacrada- acoge a los refugiados palestinos otorgándoles todos los derechos para que puedan estudiar, trabajar, atender su salud y se muevan por el mundo como les dé la gana, a diferencia del Líbano, donde están confinados, no pueden acceder a un pasaporte, no tienen derecho a la educación pública, ni a elegir su trabajo porque les está prohibido el ejercicio de setenta profesiones, siempre soportando las negativas de los sindicatos o pagando precios exorbitantes por un permiso laboral; siempre son extranjeros al igual que en Egipto, donde sus hijos nunca llegan a obtener la nacionalidad, de manera que necesitan un visado especial si quieren salir del país y volver a entrar; y guay que no cumplan con el lapso previsto para su regreso porque pierden el derecho a retornar… viniendo a quedar así en el limbo interreno de su condición palestina…
La frontera con Egipto es, justamente, la única instancia hacia la libertad desde ese territorio cárcel que es Gaza, donde es difícil vivir y desde donde es casi imposible salir.
Con la infraestructura derrumbada, no más de seis horas de energía eléctrica por día, escasez de agua potable, escuelas destruidas, insumos hospitalarios inexistentes, partidas presupuestarias confiscadas, casas bombardeadas, habitantes sin techo y sin trabajo, prohibición de abandonar la Franja… la única posibilidad de irse es enfermarse y solicitar un certificado para realizar un tratamiento en Egipto. Alguien conoce a alguien que, por una suma tal, te lo consigue. Entregas el dinero y quedas citado un día a una hora en una esquina de Rafah, el paso fronterizo. No sabes con quién ni si vendrá o no vendrá. Lo tomas o lo dejas. Después deambulas por El Cairo hasta que consigues el dinero para seguir tu destino. ¿Y así llegaste a Buenos Aires? Sí, así llegué.
De la tierra de Palestina se levanta el mismo clamor que llegó a los oídos de Dios en los albores del relato bíblico, cuando los suelos del mundo se estremecieron porque Caín había asesinado a su hermano Abel. Y el Señor le preguntó a Caín: ¿Dónde está tu hermano? Y él: No sé, ¿acaso soy su guardián? Y Dios: No mientas, su sangre clama desde la tierra. Has matado a tu hermano, por eso marcaré tu frente con la señal del asesino. Pero el alarido de la tierra palestina es de audición condicionada. Los clones de Caín -hoy atrincherados en esa tierra tan cargada de deudas- no se miran al espejo. El que fue desterrado expulsa, el que lloró por su templo destruido mancilla los lugares sagrados, el que vio crecer el huevo de la serpiente pretende sembrar su veneno en la matriz del prójimo, el que clamó por su pueblo masacrado no oye los gemidos a su alrededor, el que justificó el regreso a una tierra míticamente ancestral niega a los palestinos el derecho al retorno… No, los judíos como yo no somos esos, ni ahí.
Elina Malamud, Escritora y periodista.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de la autora mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.