Identidad. Tendría la edad del niño que aparece con los bracitos alzados, rodeado de soldados nazis en aquella imperecedera fotografía del gueto de Varsovia (1940-43). Mostré a mi padre la revista de la colectividad, interrogando. Con la pipa sostenida entre los dientes, papá observó: «Esto es lo que nos hicieron. Nadie nos ayudó». Y oí […]
Identidad. Tendría la edad del niño que aparece con los bracitos alzados, rodeado de soldados nazis en aquella imperecedera fotografía del gueto de Varsovia (1940-43). Mostré a mi padre la revista de la colectividad, interrogando. Con la pipa sostenida entre los dientes, papá observó: «Esto es lo que nos hicieron. Nadie nos ayudó». Y oí un ruidito. La boquilla de la pipa se había partido.
Alguna vez pensé en invertir el orden de mis apellidos. En algún lado, leí que Eduardo Hughes Galeano decidió revertir los suyos porque el del papá siempre se lo escribían «Gius». ¿Por qué no? Para triunfar en la lucha, Espartaco se había cambiado el nombre: Issur Danielovitch Demsky, ¡el gran Kirk Douglas!
En fin, no quise herir el orgullo de papá. «Neutrón», en cambio, no cogió lucha. Y eso que era luchador. De la cuna al panteón, todos supimos que el héroe de Los autómatas de la muerte» (1960) se llamaba Wolf Ruvinskis, el mejor actor de reparto en la película Juego limpio (1996), que era malísima.
Racismo. «Lo siento, reprobado. No estudió. Usted no es digno de su pueblo.»
-¿Qué pueblo, profe?
-No se haga… Usted no cambia. ¡Mírese el perfil!
En casa, mi hermano me sorprendió torciéndome el cuello frente a un espejito:
-¿Qué te estás mirando?
-Mi perfil. ¿Cómo es mi perfil?
-Igualito al de Larry, el de Los tres chiflados. Si querés te compro otro.
Para mi novia, el perfil era lo de menos. Hasta que dio el portazo y la profecía del profesor Orlandini se cumplió: ¡Nunca vas a cambiar! Entonces, la antecesora en el cargo volvió a comunicarse. Sólo dijo: «¿ves que no me equivoqué con tu perfil?»
El profesor de geometría analítica disertaba una suerte de racismo al revés: el exegético. De ésos que aseguran no tener nada contra negros y judíos. No era mal tipo. Pero el énfasis lombrosiano molestaba. Luego del golpe militar de 1966, Orlandini empezó a usar una libretita forrada de hule negro, donde apuntaba a los chicos más aplicados. Que, casualmente, eran los que atendían las ideas de un judío convencido de que la única raza maldita era la capitalista. En 1974, lo mató la guerrilla.
En ocasiones he sometido mi perfil a plebiscito. Algunos intelectuales entendidos dicen que es «semita». Pero las personas normales aseguran que se parece al de los judíos. Porque aunque fracasemos, siempre tratamos de parecer algo. Cuando era argentino ningún mexicano lo dudaba; ahora que soy mexicano dicen que no lo parezco.
Es comprensible. Para ilustrar el cuento del Deicidio, la Iglesia católica le había inventado un perfil de los judíos. Ignoro si Shakespeare era antijudío. Pero el retrato de Shylock en El mercader de Venecia, quedó grabado en el imaginario de la cultura occidental.
El año pasado, Halle Berry, miss America 1985, mostró en el programa The Tonight Show varias fotografías de su nariz. La primera actriz «de color» (no voy a decir «negra») en ganar un Oscar (2002), comentó: «Ésta podría pasar como mi prima judía». Los teléfonos del canal reventaron. Fue obligada a pedir disculpas por haber dicho algo «antisemita».
Antisemitismo y sionismo. Cabe preguntarse de dónde viene tal susceptibilidad. En agosto de 2006 (luego de la invasión de Israel a Líbano), el periódico Haaretz de Tel Aviv propuso un test a sus lectores: ¿Es usted un antisemita? No me sorprendió el puntaje obtenido: «usted no es antisemita, pero alguien a su derecha podría llamarlo así». El formato del test llamó mi atención: así como en el habla corriente, se daba por sentado que antisemitismo y antijudaismo son sinónimos. Muchos intelectuales de mediados del siglo XIX hubiesen quedado igual de sorprendidos.
La llamada «cuestión judía», transcurría entonces por varios andariveles. Algunos judíos enfatizaban en la «identidad nacional», y otros se entusiasmaban con lo que Rudyard Kipling llamaría «carga del hombre blanco»: la justificación ideológica de la empresa colonial. Los antropólogos alemanes y franceses se encargaron del resto: la demostración «científica» de que hay razas inferiores y superiores. También estaban los judíos revolucionarios, señalados por el zar de todas las Rusias en los apócrifos Protocolos de Sión (1903), junto con masones, socialistas, anarquistas y librepensadores que no eran de pacotilla porque se jugaban el pellejo.
El término «antisemitismo», curiosamente, fue empleado por primera vez en un panfleto antijudío publicado en 1879 por el periodista alemán Wilhelm Marr, conocido por sus crónicas sobre la inmigración alemana en la costa atlántica de Nicaragua. Entre otros, los nacionalistas judíos marcaron este lugar para eventualmente fundar su «nación». Palestina (que incluía Líbano y Siria en una geografía coincidente con el «Gran Israel» del Antiguo Testamento) era un sueño imposible, y posesión del Imperio Otomano.
El húngaro Teodoro Herzl (1860-1904), pese a ser periodista, fue más optimista. En su brevísimo ensayo El Estado judío (1896), Herzl interesó a muchos gobiernos coloniales con la idea de que la fundación de un Estado judío en Palestina sería «un muro de contención contra la ‘barbarie asiática'».
Herzl convocó a los judíos nacionalistas a un congreso internacional (Basilea, 1897). «El retorno a Sión» (colina de Jerusalén) era la consigna. Allí, el filósofo austriaco Nathan Birnbaum (1864-1937) inventó el término «sionismo». Pero en el frenesí fundamentalista, los sionistas pasaron por alto que en Palestina vivían los palestinos.
Tres imperios cayeron al fin de la Primera Guerra Mundial (1914-18): el alemán, el austrohúngaro y el otomano. La producción de petróleo en gran escala fluía ya en toda la subregión, y los pueblos árabes intensificaban la lucha anticolonial. Los ingleses convocaron a los sionistas: ¿en qué consistía vuestro sueño?
Hitler lo explicó con 15 años de anticipación. Washington, Europa y los bolcheviques coincidieron: «¡Qué tipo tan excéntrico!» Sin embargo, dos personajes de la época lo tomaron en serio: Franz Kafka (fallecido en 1923, año de la publicación de Mi lucha), y el futuro papa Pío XII, nuncio de Alemania y Prusia (1920-25) y firmante del Concordato entre la Santa Sede y Alemania nazi (1932-33).
Los nazis también tomaron en serio a los sionistas. Sólo el inicio de la Segunda Guerra Mundial frustró las pláticas de varios años entre la dictadura nazi y las organizaciones sionistas. Ambas coincidían en la necesidad de crear un Estado judío para dar por terminado un viejo anhelo del nacionalismo alemán.
De hecho, la Gestapo entrenó militarmente a los sionistas, a más de otorgarles créditos, armas y maquinaria agrícola para los incautos colonos judíos entusiasmados con la idea de «socialismo agrario». Mística ideal para pelear contra Inglaterra, el enemigo común, en la colonia británica de Palestina.
¿Qué es, en resumidas cuentas, el sionismo? En 1999, entre una veintena de chicas judías, la única candidata de la «comunidad árabe» fue coronada miss Israel. En una sala de espectáculos de Tel Aviv, sollozando, Ramia Raslan declaró: «no hay diferencia entre árabes y judíos. En definitiva, todos somos seres humanos».
Ramia, chica sensata, vive en el puerto de Haifa. De modo que en su documento consta la nacionalidad: israelí. Y, al ladito, la religión: «árabe». Ahora bien: ¿los árabes no son de Arabia? La nacionalidad puede imponerse, o elegirse. Por esto, los gobernantes sionistas de Israel, le niegan a Ramia la suya (palestina), le inventa una religión inexistente, y la elige reina de la «tierra prometida».
Nunca digas nunca. ¿Política y religión a secas? No: racismo científico. Universalmente, el racismo es la plataforma que sirve de apoyo a la mesa en la que los grandes capitales se despachan pueblos, culturas y naciones enteras, negándoles el derecho a existir. Las cuatro patas de la mesa se llaman: imperialismo, clasismo, islamofobia y sionismo. Por esto, cualquier manifestación que incomode el festín, será calificada de «antisemitismo», «fundamentalismo», «terrorismo».
«Como judío digo que…»; «yo soy…; «en este hogar somos católicos»; «Soy esto…» Soy. ¿Es tan importante andar pregonando lo que somos? En toda afirmación enfática de identidad, subyacen situaciones irresueltas. Como la de los palestinos que, armas en mano, siguen el ejemplo de los partisanos judíos en el gueto de Varsovia, cantando el himno que mi padre ayudó a deletrear:
«Nun-ca di-gas que es-ta sen-da es la fi-nal/ porque el cielo gris cubrió la luz del sol…»
http://www.jornada.unam.mx/2009/01/14/index.php?section=opinion&article=019a1pol